La polémica construcción del Teatro de la Zarzuela: ¿Un género para la corte?

Por Mar Gulis (CSIC)

Si te ha tocado en suerte o en desgracia (dependiendo de si un foco te tapa la mitad de la escena) asistir al Teatro de la Zarzuela desde el tercer piso, seguro que has sido testigo de la curiosa heterogeneidad de espectadores que allí convergen. Desde quienes tienen por costumbre acudir a la obra con sus binoculares y programa de mano estudiado; hasta esos otros que esperan para poder comprar las entradas “último minuto” y toman asiento cuando ya se han apagado las luces, momento en el que se desplazan a una visión más central. La obra comienza con el teatro lleno y la actitud del público vuelve a ser de lo más variopinta: se dan cita quienes piden el silencio sepulcral que les pertenece para analizar la obra con los que tararean al ritmo de su pieza emblema. Entre ambos grupos surge una pugna cuya tensión aumenta o no en función de quienes ocupen ese día las localidades (e incluso de la popularidad de la obra representada). A veces hay un claro bando ganador, y otras, quedas con la sensación de no acabar de entender muy bien a quién pertenece verdaderamente este género patrio.

Interior del Teatro de la Zarzuela visto desde el escenario.

Interior del Teatro de la Zarzuela, s. XXI. / Teatro de la Zarzuela

Todo esto cobra sentido si se tiene en cuenta el propio origen de la Zarzuela, que debe su nombre al representarse en el siglo XVIII en el Real Sitio de El Pardo -paraje de espinos y zarzas- dramas con música compuestos por Lope o Calderón. Con el devenir de la historia, la zarzuela salió de palacio para entrar en los teatros, pero entonces se dio de bruces con dos grandes realidades: críticos y entendidos la mantenían a la sombra de la gran ópera italiana; y el éxito de las obras empezaba a depender de las cancioncillas que las gentes de clase más humilde tarareaban en las plazas de Madrid. Todo esto llevó al género lírico español a mantener una existencia precaria a lo largo de los siglos, hasta su práctica extinción. Y es que: ¿a quién pertenecía ahora este género de origen palaciego, pero ya de argumento costumbrista? ¿Era posible salvarlo?

El intento más interesante a la hora de definir e institucionalizar la zarzuela vino consolidado por la construcción del Teatro de la Zarzuela en Madrid (el primero dedicado en exclusiva al género), cuya accidentada historia recoge la investigadora del CSIC Carmen Simón Palmer en el artículo Construcción y apertura de teatros madrileños en el s. XIX (Editorial CSIC, 1974), que vale la pena traer a colación para entender y dar respuesta a todas estas cuestiones.

En él se señala que a finales de la primera mitad del siglo XIX ya hubo campañas para crear una ópera nacional, en español, que no quedaron más que en “algunos folletos, artículos periodísticos y ensayos no muy afortunados”. Todo esto no se consolidó hasta que, bajo la iniciativa privada del banquero Francisco de la Rivas, un grupo de artistas -entre los que se encontraba Barbieri-, decidió crear la sociedad “La España musical”, que se dedicó a introducir avances literarios y musicales al género de la zarzuela. Este se revitalizó con tanto éxito que pronto resultó conveniente la idea de crear un teatro propio y dejar de pagar el excesivo alquiler que pedían establecimientos como el Teatro del Circo para estrenar las obras. La zarzuela no estaría en Palacio para un público de corte aristocrático, pero tampoco sería el género “bastardo” que poblaba las calles. Este espacio estaría destinado a un público burgués al que se le ofrecerían dramas líricos que nada tendrían que envidiar en cuanto a calidad a las grandes óperas italianas.

La prensa en contra de un “género bastardo”

Una vez se firmó el contrato para construir este esperanzador espacio en la calle Jovellanos (tomando como modelo la Scala de Milán), se solicitaron al ayuntamiento los permisos de construcción. Estos fueron ampliamente aceptados al cumplir el proyecto con la normativa de incendios (que ya habían acabado con varios teatros de la época) y ser propuesta una fachada de estilo entre toscano y arabesco con grandes medallones de compositores líricos españoles, que guardaba relación con el género del teatro. Así, el 6 de marzo de 1856, Carmen de la Rivas (hija de Francisco) colocaba la primera piedra de una obra que, con suerte, estaría finalizada en poco más de medio año. Y aquí hay que hablar de suerte porque la prensa siempre había mostrado una postura contraria a este proyecto que significaba la “salvación” del género y no dudó en poner todas las trabas posibles a su ejecución.

Plano de la planta del Teatro de la Zarzuela.

Planta del Teatro de la Zarzuela, 1856. / Gerónimo de la Gandara

La campaña de desprestigio comenzó -casi a la par que las obras- con esta polémica: los promotores solicitaron al ayuntamiento que revisasen las obras, pero esto fue algo que muchos no llegaron a entender, teniendo en cuenta que este era un proyecto privado. Finalmente, el ayuntamiento cedió y se concedieron dos revisiones al mes, pero el Teatro de la Zarzuela ya se encontraba bajo el ojo público. La siguiente polémica llegaba en el mes de mayo, cuando se decidió suprimir las localidades de quinto orden para mejorar la visibilidad, pero la prensa comenzó a infundir rumores de que la decisión obedecía a motivos económicos. En medio de toda esta tensión, el diario La Iberia sentenciaba en el mes de julio en un artículo titulado Bombo y platillo: “Todo lo que se relaciona con el nuevo teatro de Jovellanos, destinado a la Zarzuela adquiere en boca de ciertos interesados para encumbrar este género bastardo una importancia de que carece”. Las auténticas razones del malestar de la prensa se ponían así de manifiesto.

A pesar de todo esto, ahora que las obras estaban bastante avanzadas, era el momento de que los artistas presentaran sus proyectos para decorar el que iba a ser “uno de los principales teatros de la corte y el más importante debido a la iniciativa privada”, tal y como recoge el artículo de la investigadora del CSIC. Las pinturas del techo se encargaron a Manuel Castellanos, que propuso cuatro grandes cuadros alegóricos de la poesía y la música que serían embellecidos con adornos renacentistas y una moderna araña construida en París. Con todo prácticamente a punto, hizo su aparición la Real Academia de San Fernando, reclamando no haber sido informada de la construcción del teatro, por lo que resultaba ilegal. Sin embargo, esta nueva polémica quedó zanjada al alegar de la Rivas, que teatros semejantes de iniciativa privada se habían erigido sin oposición por parte de la Academia. La Iberia, una vez más, aprovechaba la ocasión para afirmar que a la empresa “no le llegaba la camisa al cuerpo, temerosa de que sus santos propósitos se convirtieran en humo”. Ahora sí, superados todos estos contratiempos, era hora de que comenzasen a barajarse los nombres que constituirían la compañía del nuevo teatro, así como los de los autores dramáticos que tendrían la oportunidad de estrenar sus obras para “hacer más gloriosa y digna la apertura del Teatro de la Zarzuela”.

Parece casi un milagro afirmar que las obras cumplieron con los plazos previstos y se pudo albergar la función inaugural el 10 de octubre, fecha que se había escogido al coincidir con el cumpleaños de la reina. Al esperado estreno acudió lo más selecto de la corte, que no prestó tanta atención a la obra musical como al lujo con el que todo estaba dispuesto y a la ostentosa decoración… De hecho, la crítica finalmente etiquetó el espacio como “muy superior a todos los de la corte, después del regio coliseo”.

Fotografía en blanco y negro (1929) del interior del Teatro de la Zarzuela visto desde el escenario.

Interior del Teatro de la Zarzuela, 1929. / Anónimo

Todo habría sido perfecto de no ser por el desaire de la reina, que no acudió al estreno aludiendo a que tenía “besamanos y baile en palacio”. La pieza que cerró aquel 10 de octubre fue una alegoría de la zarzuela de Barbieri, Arrieta y Gaztambide en la que Carolina di Franco simbolizaba a la música francesa, Adelaida Latorre a la italiana e Isabel Valentín a la zarzuela, “que finalmente quedaba libre e independiente”. Asumiendo este final tan redondo de un espacio concebido para la burguesía, estrenado para la corte y que llegó a abrirse más tarde a una clase popular, parece oportuno volver al comienzo de este artículo para preguntarnos: la zarzuela, libre e independiente, pero, ¿de quién?

*Artículo basado en Construcción y apertura de teatros madrileños en el s. XIX de Carmen Simón Palmer, investigadora en el Instituto de Lengua, Literatura y Antropología del CSIC.

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