‘Un precio justo’ (IV): una decisión que puede levantar en armas a Roma

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Cuarta y última entrega del relato histórico Un precio justo, ambientado en el saqueo normando de Roma en el año 1084. Los protagonistas de la historia han tomado una decisión y eso provocará una auténtico baño de sangre en la ciudad…

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Mientras más oscuro de la noche, justo antes del amanecer, terminaba, Arbio, Berta y yo mandamos al infierno a doce normandos. Como a cerdos los matamos, mientras dormían borrachos sin remedio. Ni un grito, ni una resistencia. A cuchilladas o ahogados. No quedó uno con vida en aquella plazuela.

Maté a mi primer hombre. Le rajé el cuello y quedé observando el débil borboteo que se escuchó en su boca y el torrente negro que salió de aquel surco realizado en su rosada piel. Aquello me sorprendió, pero la ira me mantuvo. No tuve necesidad de mirar tanto a los sucesivos.

Cuando las luces del día ya parecían estar cerca, Arbio me mandó preparar el burro y preparar la marcha. Fue entonces cuando se abrió una puerta.

Aparecieron dos hombres, aunque tras ellos, en la penumbra de la casa se entreveía más gente.

—Por todos los santos, qué habéis hecho, desgraciados…

Arbio, con el brazo del cuchillo cubierto de sangre hasta el hombro, se volvió. Su aspecto era aterrador.

—Ellos mataron a nuestra chica.

—Locos, y ahora os matarán a vosotros y a todos nosotros por vuestra culpa.

El matón de la taberna de la Vía Appia se encogió de hombros.

—Esos ya lo hacían días antes de que viniéramos nosotros.

El hombre, de ropas más ricas que las nuestras y pelo blanco, se adelantó y lo señaló enfadado. Alguna otra ventana de la plazuela se abrió al reconocer la voz de un vecino. Parecía que los romanos no podían dormir aquella noche. Yo rezaba para que aquello terminara, las voces no despertaran a los normandos y nos pudiéramos marchar de una vez.

—Pero ahora les has dado una razón para exterminarnos. Eres tan bárbaro como ellos. Eres una sanguijuela. Deberíamos mataros antes de que despierten…

—Sí, matadnos a nosotros. A nosotros –Berta hablaba alto y señaló a los normandos muertos—, no a ellos. A nosotros –se giró para que todos los vecinos de aquella plaza la oyeran—. Ellos llevan tres días quemando, robando y matando a vuestra gente. ¿Y nosotros somos las sanguijuelas? No, vosotros sois peores que los perros. Un perro no se deja matar.

El hombre bajó la mirada ante aquella prostituta.

—¿Dónde están las familias de nobles de Roma, famosas por matarse entre ellas? ¿Ahora están escondidas, cagadas de miedo? Sí, les hemos dado un motivo a estos hijos de Satanás para mataros. Antes lo hacían sin motivo, y ahora lo tienen. Estos –escupió Berta a un cadáver— están muertos y bien muertos. Merecido se lo tienen. Ahora, romano, este chico y este hombre os han enseñado cómo los hombres responden cuando alguien mata a los suyos. Y en esta ciudad, he visto muchos cuerpos pudriéndose al sol…

El romano se giró a uno de sus hombres.

—Ve y corre a la torre de los Colonna. Cuéntales esto.

El joven salió disparado. Y ellos volvieron a sus casas.

Cargamos a Ana en el burro y los tres pusimos rumbo a la muralla sur de la ciudad. No llegamos muy lejos. Los normandos cayeron sobre nosotros. Nos golpearon, nos ataron y como una recua de animales nos condujeron de regreso a la plazoleta. Nos llovieron puntapiés, escupitajos, puñetazos. Dejé de ver por un ojo durante aquel trayecto de retorno. Cuando llegamos, los cadáveres seguían allí. El señor Roger nos miraba iracundo y un gran grupo de normandos nos esperaba.

—Así pagáis la generosidad de un caballero. No sois más que escoria –gritó el noble, ya no parecía un caballero de leyenda, con su rostro enrojecido de ira—. Hoy será vuestro último día en la tierra, pero se os hará muy largo, os lo juro. Vais a arrepentiros de haber nacido.

Sus hombres lo jalearon.

Cerré el ojo que me quedaba sano. Las palabras normandas se tornaron en gritos de horror y lucha. Lo volví a abrir y el mundo había cambiado ante mí. Normandos y romanos, que salían de las casas y las callejuelas adyacentes, se mataban sin cuartel. No era una lucha equilibrada. Pocos romanos contaban con espadas o armaduras, pero allí se batían con arrojo. Uno de ellos nos desató. No lo pensamos, no nos miramos. Arbio, Berta y yo cogimos lo primero que encontramos y nos unimos a la reyerta.

“Cuando te veas obligado, lo sabrás”. Arbio tenía razón. Sé que hacer. No lo hago mal.

Dirán que era por papas, emperadores o señores. No sabrán de qué hablan. Fue por una puta tarada y otra lenguaraz, por un matón de taberna y un conejillo enamorado. Por una ramera de campo que abrió los ojos a una ciudad muerta.

Por nosotros, Roma esta noche será un gran campo santo. Lo sabemos, pero también sabemos otras cosas. Los conquistadores no suelen pagar por el vino o las mujeres, pero el que la hace la paga.

O así debería ser.

 

Después de tres terribles días, los desesperados romanos intentaron contraatacar, aunque lo único que consiguieron fue ser masacrados y saqueados. Gregorio, con la mirada fija en el exterior desde el Laterano, tuvo que soportar la imagen de toda su querida ciudad en llamas. Nunca antes había sucumbido la capital de la cristiandad a un saqueo tan total, brutal y destructivo.

Milenio, de Tom Holland

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