‘Un precio justo’ (III): los peligros de hacer negocio en una Roma conquistada

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Tercera entrega del relato histórico Un precio justo, ambientado en el saqueo normando de Roma en el año 1084. Los cuatro protagonistas han llegado a su objetivo, la Roma controlada por el ejército normando, pero seguramente, la situación no es como esperaban…

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Encontramos una pequeña plazoleta, entre, según Arbio, el Laterano, donde vivía el papa y el río Tíber, cerca de una colina llamada Aventino. Desplegamos un toldillo y comenzamos a hacer lo que habíamos venido: vender vino y putas.

Arbio berreó a los cuatro vientos nuestros servicios mientras, con poca gracia he de decir, las chicas saltaban y se contoneaban a nuestro alrededor. Ningún romano apareció por allí. Los pobres rezaban para que aquella plaga no arrasara su hogar. Las familias adineradas oraban también, pero, por si la protección divina fallaba, se atrincharon en sus torres y palacios. Alguno asomó la jeta por algún ventanuco, sorprendido por ver aquel negocio en medio de la guerra.

Los normandos, en cambio, sí que hicieron aparición. Según parecía, un caballero de Roberto Guiscardo llamado Roger se había acuartelado en una casa de la plazoleta con su mesnada. Los inquilinos del edificio, comerciantes comentó Arbio por sus ropas, descansaban eternamente colgados de las ventanas.

Vinieron gallitos y Arbio, una vez más, se convirtió en un coloso digno de admiración.

—Dad a los conquistadores de Roma ese barril y salid echando pestes de aquí, antes de que os abramos las tripas –gritó un tipo que arrastraba las erres y escupía cada palabra. Era robusto, pero no tan alto como Arbio. Él solo, no habría dado miedo; el hacha que portaba y la veintena de amigos que llevaba detrás, sí.

Arbio no respondió, cogió un pico que teníamos entre los fardos y que me había pedido que dejara cerca del barril. Lo blandió y amagó con hundir la herramienta en el tonel.

Los normandos gritaron aterrados.

—No lo hagas o te juro que te desollamos vivo. Después de tres días con miles de normandos bebiendo, no hay tanto licor en esta ciudad como para tirarlo.

Arbio los miró.

—Yo muero, pero vosotros bebéis el vino del suelo.

Los guerreros se lo pensaron y estallaron en carcajadas.

—Qué cojones tienes. Se nota que no eres romano. Un campesino ha sido el único que ha osado plantarnos cara en esta puta ciudad –gritó el del hacha—. Bueno, no seré yo quien falte a mi palabra. Ya veremos quién acaba bebiendo del suelo…

Una voz de mando resonó en la plazoleta.

—¿Qué diablos pasa aquí? –Apareció un hombre montado en un enorme caballo de batalla. Era alto y el pelo pajizo le caía suelto. Vestía armadura completa y un enorme yelmo. Los normandos le mostraron respeto y se apartaron. El del hacha informó a su señor. Este desmontó y se acercó hacia Arbio. Se detuvo y apoyó su mano en la empuñadura de su espada. Parecía el mismo San Jorge, o uno de los caballeros sobre los que se cantaba en la fonda ante el hogar.

—Me llamo Roger y soy uno de los caballeros de Roberto Guiscardo, señor de Sicilia y de esta ciudad. ¿Cuáles son tus precios?

Arbio habló con él durante unos instantes.

—Has hecho bien en no querer sobrepasarte, labriego. Son precios justos –Cogió una pequeña bolsa de monedas y se la lanzó. Se giró a su tropa y gritó—. Hasta lo que pague con esa bolsa estáis convidados. A partir de ahí, sucios cabrones, pagad a estos rústicos hasta que se os acabe el dinero. Y cuando se os acabe, si no os habéis saciado, saquead más Roma.

Su tropa coreó la idea entre risas y las monedas comenzaron a fluir, tanto como el vino y los fluidos. Berta y Ana trabajaron a destajo, con uno, con dos a la vez, hasta que, cada cierto tiempo, Arbio acudía a rescatarlas para que se tomaran un descanso. Yo servía sin descanso vino, a tal velocidad que temía que el tonel quedaría vacío en un santiamén. Pronto, la cosa se desmadró y no hubo descanso ni para las chicas, ni para mi, ni para el tonel.

Como preveía Arbio, los conquistadores bebían, follaban, cantaban y dedicaban vivas a su señor. Que si viva el Guiscardo, el Zorro de Sicilia, el Camisa Negra… Aquel reyezuelo tenía más sobrenombres que guerreros a su cargo, pensé un instante que dejé de servir vino. Casi agradecía los vítores, porque durante esos instantes no se echaban los hijos de perra vino al gaznate.

Fue una orgía sin descanso de horas y horas. El sol se puso sobre Roma y la fiesta, salvaje y excesiva, continuaba en aquella lúgubre plazoleta. Hasta que se acabó el vino y yo, sudoroso y agotado, tomé conciencia de lo que había a mi alrededor.

La noche había caído. Una decena larga de normandos yacían, dormidos o muy borrachos a nuestro alrededor. Los demás, con su señor, se habían encerrado en la casona hacía ya rato. Arbio contaba un buen puñado de monedas y las iba metiendo en un saco que le había dado el amo. Me miró y sonrió. Lo habíamos logrado.

Miré a mi alrededor y pronto encontré a las chicas. No pude sino salir a la carrera hacia ellas, a pesar de mi abatimiento. Berta tenía la boca hinchada, una pequeña brecha y moratones por todo el cuerpo, pero aún tenía brillo de vida en los ojos. Ana, en cambio, estaba tirada en el suelo, con las piernas ensangrentadas, la cara partida y más llena aún de morados que su compañera.

—¿Qué ha pasado?

—Estos hijos de Satanás… —gruñó Berta y su sonido fue más animal que humano. Las lágrimas comenzaban a nacer en sus ojos. No era tristeza, era furia.

Arbio se unió a nosotros.

—¿Está viva?

Ella lo miró con desprecio.

—¿Has visto a muchos vivos así, follaovejas? –escupió y se levantó— No sé si se ha muerto porque ha sangrado mucho por abajo, por las palizas que le han dado o por agotamiento. O por todo eso junto, pero Ana va camino de conocer al verdadero y único hombre santo de su vida.

—No blasfemes.

Berta se río a carcajadas en su cara.

—Sé un hombre y haz lo que tengas que hacer, Arbio. O cuenta tu dinero, recojamos y vayamos a dar las monedas al amo. Así alguien se llevará algo de todo esto.

Berta, que gruñía y maldecía por lo bajo, cogió un trapo y comenzó a lavarse. Yo, en cambio, no podía dejar de mirar a Ana. La conocía desde hacía mucho y, aun tarada y con diablos que la poseían, era una muchacha vivaracha y no aquel guiñapo sanguinolento. No era aquellos ojos sin brillo.

Arbio se levantó y fue hacia la casona. Llamó a la puerta y alguien le abrió. No oí nada de la conversación, intentaban hablar en bajo para no despertar a nadie, supuse. En un momento dado, el matón señaló al cadáver de Ana. El normando se encogió de hombros. Arbio insistió. El otro le asestó dos puñetazos en las tripas.

—No tientes más la suerte, rústico. Recoge tus ganancias y lárgate al amanecer. Si vuelvo a oír una palabra de esto, te arrepentirás.

Doblado de dolor y escupiendo sangre, Arbio quedó unos minutos en el suelo, mientras el normando cerraba el portón. Ni Berta ni yo acudimos en su auxilio. No podía dejar de mirar a la pobre Ana. Había visto muertos en mi corta vida, incluida mi pobre madre; de peste y otros males, por accidentes, por animales, pero jamás había visto tan salvaje violencia. Estaba aterrado.

Creo que perdí la noción de tiempo. Cuando volví en mí, sentí las lágrimas correr por mis mejillas. Vi a Arbio discutir con Berta.

—Nos vamos, Berta. En cuanto amanezca.

—Creía que eras más hombre, Arbio. ¿Vas a dejar eso así? El amo te dio a dos mujeres a tu cargo ¿y dejas que a una la despachen así? No estará muy contento.

Arbio suspiró. Se le notaba cansado e iracundo. No sé si era la situación, o las palabras ofensivas de Berta, pero parecía a punto de estallar.

—Tienes hijos.

—Y si alguien les hiciera lo que le han hecho a esa ratilla, te aseguro que ese alguien o yo no volvía a ver amanecer.

Arbio me miró, y había cierta dulzura en él.

—Y el chico…

Berta se giró y me miró. Me acercaba ya a ellos. La felatriz me abrazó. Desde que muriera mi madre, jamás nadie me había hecho un arrumaco así.

—Conejillo, tú eres rápido; vete y desaparece. Sabrás salir de aquí ¿no? ¿Y llegar a la fonda? Seguro que sí.

Fui un loco, o no. No tenía ni idea de qué hablaban, pero mi interior ardía y sentía que mi lugar estaba allí con ellos.

—No me voy sin vosotros.

Ella sonrió y me acunó como un bebé.

—Ya ves, Arbio,…

—¿Sabes lo que significa? Vas a dejar tres chicos sin madre.

Berta cerró los ojos.

—Tienen un padre, aunque sea un cerdo. Yo sé pocas cosas, pero una sí sé. Y tú también la sabes, y la saben también el conejillo y la ratilla que yace ahí difunta. El que toca a uno de los míos no se va a dormir tranquilo. Que Dios en el cielo ya nos juzgará los pecados y nos echará a los calderos del infierno. Pero aquí, en el valle de lágrimas, el que la hace la paga. O se intenta, al menos.

Arbio se pasó la mano por la cara. Resopló. No dijo más. Faltaba poco para el amanecer.

Capítulo final

 

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