‘Un precio justo’, un relato histórico sobre el saqueo normando de Roma

Una calzada romana (PIXABAY)

¡Saludos lectores! Este agosto, en XX Siglos os voy a contar una historia por entregas, que irán llegando los cuatro primeros jueves de agosto. Se trata de un relato original mío titulado Un precio justo. Está ambientado en el año 1084 y gira en torno al saqueo normando de Roma… Que lo disfrutéis…

 

¡Qué tiempos de vergüenza! ¡Roma! ¡Has perdido tu raza valerosa!

Julio César, de William Shakespeare.

Dirán que todo aquello fue por los papas, el emperador y la madre que los parió a todos. Y mentirán. Porque quienes hablarán así no están junto a mí hoy, luchando contra cientos de normandos, nuestras manos y armas improvisadas contra espadas, yelmos y armaduras. Matando y muriendo. Más de lo segundo, en verdad.

La primera y única vez que conocí Roma, la ciudad era un auténtico infierno. Y sin embargo, las llamas de Satanás todavía no se habían desbocado, no se habían convertido en el fuego destructor que arrasaría la urbe. Las semillas ya estaban plantadas, desde luego; los papas, los normandos y todo aquello, pero faltaba aún la chispa que avivara las llamas. Es sabido que el fuego necesita de poco para erigirse en todo su terrorífico esplendor. En este caso, un barril de vino, una loca que buscaba un hombre santo que la salvara, un matón que hablaba poco pero sabía lo que tenía que hacer, una madre hábil con la boca y la lengua, y un joven rústico que se embarcó en una locura, sin saberlo, por un imberbe amor.

Me llamo Guido, no sé por cuánto todavía, y crecí a pocas leguas de Roma, sin verla. Mi familia vivía en una pequeña aldea cerca de la Vía Appia. Decía mi abuelo que aquel gran camino de piedra estaba allí desde antes de nacer él y que perduraría aún cuando sus nietos murieran. En mi caso, desde luego, su profecía parece que va a cumplirse. Mi familia trabajaba de sol a sol los campos, y yo, cuando no estaba en el campo con padre, ayudaba a mover toneles y otras cargas a la fonda de nuestro amo, situada en la mismísima Vía. Allí, decían los mayores, todos comíamos de la calzada.

Era un trabajo duro. No intentaba eludir el partir el espinazo en el campo para haraganear, eso lo puedo jurar. Me dejaba la espalda muerta y me llevaba buenas golpizas del amo y sus empleados. Aún así, deseaba que mis brazos no fueran necesarios en el campo para ir a la fonda. Era mi manera de ver mundo. Situada varias leguas al sur de Roma, por aquella venta discurrían monjes, comerciantes y guerreros de distinto pelaje y condición. Los veía beber, comentar noticias y bulos; emborracharse y jugar con las chicas.

Ah, las chicas… Luego trataré ese asunto.

Todo iba bien, hasta que hace unos años dejó de ir. No comprendo qué llevó al emperador, del que poco sabía, a sitiar Roma. Los viajeros comenzaron a escasear, el vino se echaba a perder en los toneles y las chicas ganduleaban ociosas y se peleaban a gritos, salvo cuando algunos caballeros hacían una escapada para divertirse. Apenas se mantenía el señor con la venta de grano y alimentos a precio de saldo a los sitiadores. Los conquistadores, es sabido, no suelen ser generosos pagadores. Ni el amo ganaba dinero, ni, en consecuencia, nadie de por allí.

Un rústico como yo poco entendía de aquellas cosas. Pero oí al amo, después de hablar con un comerciante que viajaba hacia el sur, que debía de haber un lío de mil demonios con el obispo de Roma, que por él, el emperador había puesto cerco a la ciudad. No entendía nada, pero el señor daba por hecho que aquello era la razón de la escasez de clientela.

Las cosas fueron a peor. Cuando llegaron noticias de que el cerco había terminado y que Roma volvía a ser una ciudad abierta pasó, como las nubes de tormenta que pasan amenazadoras sobre las cabezas para llevar su mal carácter a otro lugar, una multitud como jamás había visto. Tantos hombres —rubios unos, de piel oscura otros, todos armados, algunos con brillantes yelmos y armaduras— que no se podía ver nada fuera de aquella masa de humanidad, animales y polvo.

El amo sollozó. “¡Normandos! ¡Normandos! ¡Y sarracenos!” El pobre hombre no se lamentaba por los efectos de la guerra que venía, sino porque aquel gentío se iba más al norte, a Roma, en vez de hacer gasto en su fonda. Sin embargo, tampoco ofreció nada a los normandos, que parecían con prisa por llegar a Roma, no fuera a ser que tomaran demasiado, se marcharan sin pagar y dejando algún muerto. Se decía que los normandos, afincados en las tierras del sur, tenían ese tipo de reacciones.

Eran malas noticias para todos menos para Arbio, un campesino mal encarado, grande, fuerte y poco locuaz. Coronaba su corpachón y su cabezón con una mata insondable e ingobernable de pelo negro. En el campo no valía para nada más que para pegarse con otros labriegos; así que acabó de pastor, hasta que se peleó con las ovejas y el perro. Cuando el amo se enteró, le puso a trabajar en la fonda como matón. Ahora se peleaba con los clientes cuando armaban gresca y los tenía que echar patadas, pero era feliz; al menos lo fue cuando empezó a cobrar algo, una vez pagó las ovejas muertas.

Arbio miró pasar a aquellos normandos listos para la guerra, y se quedó sin hablar un par de días. No es que fuera raro, pero no habló, siquiera para insultar. Un día, le dijo al amo.

—Señor, esos normandos seguro que cargan mucho oro y ganarán mucho más en la ciudad— Y calló, a la espera de que el señor entendiera todo aquello que quería decir. Era algo típico de Arbio, que pensaba, no falto de razón, que él era algo tonto y los demás, en general, más listos. Por ende, pensaba que con pocas palabras los demás debían entenderle todo lo que quería decir.

El señor se desesperó y le hizo continuar.

—Pues digo, que, como hombres, necesitarán putas y vino. Y en grandes cantidades.

—Claro, ¿y? ¿Qué quieres decirme, Arbio? Por todos los santos, ¡termina!

Y habló. No mucho, pero, los que le oyeron, dijeron que bien, con arrojo. Porque lo que Arbio quería era llevar los servicios de la fonda allá donde estuvieran los normandos. Al amo los ojos le brillaron y rió y bailó como si hubiera perdido la cabeza. En parte tenía miedo, pero le pareció bien la idea de que el riesgo lo corriera otro. Sí salía bien, el ganaba. Si no, lo sentiría por Arbio.

¿Cómo pudo acabar el chico que empujaba los toneles en aquella locura monumental? Aquí es donde vuelvo a las chicas. O las putas, como las llamaba Arbio. Eran tres fijas y, según la temporada, podían llegar hasta ocho. Pero si la clientela bajaba, la mayoría volvía a trabajar a sus casas. Eran todas bastante feas y flacuchas como, en general, éramos todos menos el amo, su esposa y algunos clientes que pasaban por la fonda. Salvo una. Ah, ella. Tenía nombre divino: María.

Debía ser algo más chica que yo. Era pulcra, y le sobresalían dos buenos pechos que yo me los imaginaba como las más jugosas manzanas jamás saboreadas por el hombre. Su pelo oscuro, aun sucio, lucía como las coronas que llevaban los santos. Un día, Arbio, me sorprendió mirando a María, medio arrebatado, medio furioso, al ver como un cliente la manoseaba con brusquedad.

Me miró. Me agarró fuerte del hombro.

—Solo para cuando puedas.

De lo que yo entendí que debía trabajar más duro y ganarme buenas perras. Así que cuando Arbio empezó a buscar gente para que le ayudara a ir a Roma; me planté ante él y me ofrecí voluntario.

—¿Tú?

—Sí, yo.

Y no necesitó oír más. La verdad era que nadie quería ir para allá. Mi padre, hombre taciturno y poco dado a cariños gratuitos, encogió los hombros cuando se lo conté. A nadie le apetecía ir a meter las narices a una ciudad tomada y saqueada. Además, todos habían visto pasar a aquellos fieros guerreros normandos ¿quién podía decir a qué se dedicarían aquellos salvajes forrados de hierro cuando estuvieran ebrios de sangre?

—A follar y beber, como todos— respondía, sin más matices, Arbio.

Yo me dejé llevar por la seguridad (o estupidez, ni aún ahora sé definir cuál) del matón y me puse manos a la obra. El amo había prometido a Arbio que los que fueran recibirían una parte proporcional de los beneficios que sacaran de aquella empresa. Ni decir tiene que no entendía nada de aquellas palabras, pero sonaban bien. Indicaban que sería lo suficiente para pagar una noche con mi adorada María. Para mí era suficiente para arriesgar el pellejo, aunque no supiera con certeza a qué nos enfrentábamos.

Cuando el amo decidió qué dos putas nos acompañarían, me llevé una ligera decepción. María, no estaba entre ellas. Ahora, con los pies rebozados en un barrillo cruel creado de vino y sangre, en plena lucha por mi vida, me alegro y creo que el amo pensaba, en el fondo, que aquella locura iba a acabar como finalmente estaba ocurriendo.

Ana y Berta fueron las elegidas. La primera era una muchacha menuda con mirada de tarada, que decían que gritaba tanto que llegaba a asustar a los hombres. Parloteaba sin cesar como una loca y se contaba que un cura intentó sacarla los demonios de dentro y el sacerdote huyó despavorido de los gritos. Berta en cambio era una mujer conocida en la aldea. Tenía más de treinta años, la boca desdentada, el pelo sucio y largo, la piel cuarteada y los brazos largos y huesudos. Decían que era una experta en la felatio, que yo desconocía por aquel entonces qué era. Por sus tres hijos hacía lo que hiciera falta, ya que su marido era un tipo enfermizo y haragán que no valía ni para amontonar la mierda de oveja.

Capítulo 2

2 comentarios

  1. Dice ser source

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    02 agosto 2018 | 10:19

  2. Dice ser ‪MsCris51 .‬‏

    Muy bueno, gracias!
    Hasta la proxima!

    04 agosto 2018 | 14:58

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