‘Un precio justo’ (II): tras los pasos de los normandos que van a saquear Roma

GTRES

Segunda entrega de mi relato histórico Un precio justo, ambientado en el saqueo normando de Roma en el año 1084. Seguimos los pasos de un matón, dos prostitutas y un chico poco espabilado que siguen las huestes normandas tratando de hacer negocio…

Entregas anteriores: Primer capítulo 

No habían transcurrido dos días desde que pasaron las huestes normandas cuando aquellos cuatro extraños viajeros partimos hacia el norte. Arbio, Ana, Berta, yo y un gran tonel de vino, al que pusimos dos toscas ruedas tiradas por un mulo. Aquella barrica, me dijo Arbio, era mi responsabilidad. Sabía que era caldo del peor que tenía el amo y que para primavera estaría avinagrado sin remedio, pero para venderlo, debía llegar entero a Roma.

Desde el primer momento, el matón se erigió como el líder indiscutible y decidió que marcharíamos alejados de la vía, por polvorientos caminillos de campo por donde el tonel rodante botaba sin cesar. Aunque costara más tiempo y esfuerzo. Pensaba Arbio, con razón, que si alguna partida nos cazaba en el camino, nos dejaría sin vino, sin putas y con la cabeza abierta.

Anocheció y a lo lejos creímos vislumbrar ya la gran urbe de Roma. Arbio decidió que pararíamos a descansar. No le parecía buena idea entrar en una ciudad llena de guerreros en plena noche. De la ciudad llegaban griteríos y constantes tañidos de campanas. En la lejanía, se vislumbraba alguna columna de humo que nacía de algún punto naranja.

Un ruido puso en alerta a Arbio. Desenvainó su cuchillo. Yo hice lo propio con un pico que llevaba colgado del tonel y las chicas se pusieron tras del burro. Un fraile llegó ante nosotros.

—La paz sea con vosotros, hijos míos— Era un sacerdote, con un hábito sucio. Era un hombre mayor, quizá más viejo que Arbio y yo juntos; gordo, casi calvo y de ojos pequeños. Con ellos, nos echó una mirada a todos y se relajó—. Estos parajes son peligrosos para ir solo a estas horas. Quizás no sean los parajes, sino estas horas oscuras que no hacen sino anunciar la próxima llegada del Anticristo. ¿Podría detenerme a descansar aquí con vosotros?

Arbio escupió, y por alguna razón lejana a mi entender, el sacerdote entendió que aquello era una respuesta afirmativa.

El sacerdote y Arbio estuvieron un rato de parloeto. Más bien el sacerdote hablaba y Arbio escuchaba. Le contaba el sacerdote que el emperador, Enrique, había salido huyendo después de poner como Obispo de Roma a un tal Clemente, dejando sitiado en el Castillo de San´t Angelo al anterior papa, otro fulano llamado Gregorio. Al tener noticias de que los normandos, partidarios de Gregorio, llegaban desde el sur, el emperador y Clemente dieron la espantada con su gente, el primero después de haber asediado la capital durante cuatro años largos. Los normandos habían entrado en la ciudad días después y habían repuesto a Gregorio. Así, aquellas campanas que oíamos, eran las misas de celebración por el retorno del papa que, sospechaba el cura, querían atemperar a oídos de Dios, el ruido que hacían sus salvadores normandos mientras desplumaban la ciudad cabeza de la Iglesia.

Aquel sacerdote, con una bolsilla de monedas, había decidido abandonar la ciudad unos días…

La verdad, no entendía nada de aquel sindiós de papas, emperadores y normandos y me aburrí pronto de pegar la oreja, así que me fui un rato con las chicas.

Allí estaban las dos, silenciosas, sin hacer nada.

—¿Qué hacéis?

—¿Tú qué crees?— dijo Berta— Esperar.

—¿A qué?

Berta señaló al fraile que hablaba con Arbio y echaba miradas alternas a su bolsa y a las chicas.

—Espero que prefiera a Ana. A ella le gustan los hábitos, ¿verdad ratilla?

La loca saltó una carcajada infantil.

—La muy lerda, —dijo en bajo a Guido— entendió mal la historia de Santa María la prostituta que le contó un día un fraile itinerante.

—De eso nada, moza —comenzó a parlotear a toda velocidad, la otra puta—, lo que pasa es que en la historia el hombre santo, Abraham, el que salva a la puta, es su tío. Yo nunca he tenidos tíos, porque los hermanos de mis padres murieron siendo niños, así que eso no puede ser. Y lo más cercano que he estado de conocer a un hombre santo son los frailes, así que…

—Pero en la historia el monje era el traicionero que la seduce y la lleva a esa vida…— intentó intervenir Berta. Pero Ana no escuchaba, solo cacareaba como una gallina. Hasta que Arbio la llamó y se fue un rato con el fraile.

—Bueno, una que ya empieza a hacer dinero—suspiró Berta, que se echó sobre una manta a dormir.

Estaba intranquilo y me acerqué a Arbio que, con cara de desagrado, oteaba la ciudad.

—Lo que ha contado el fraile, ¿es malo o bueno?

—Lo mismo da.

Con eso, Arbio pretendía terminar la conversación, pero estaba demasiado nervioso como para darme por vencido.

—¿Algo importará esa mierda del emperador, el papa, los normandos y la puta que los parió?

Me miró.

—¿Qué más nos da que haya uno, dos o veinte papas? Habrá habido muchos y ni tú ni yo nos hemos enterado. Igual que emperadores y normandos. Al infierno. Nosotros vamos a vender putas y vino. Que, por cierto, dice el frailecillo que escasea en la ciudad tras tanto guerreo.

—Pues al fraile ése bien que le interesa, que ha salido pronto de la ciudad con su oro.

Me cogió de los hombros y me miró a los ojos. Los suyos eran negros y fieros, poseídos por una ferocidad que asustaba.

—Menudo pájaro. Ése era de un papa y cuando le vinieron mal dadas se cambió al otro y se equivocó. La vida es así. Tú céntrate en lo tuyo, si ves a alguien que se acerca al tonel sin pagar, lo matas aunque sea a bocados.

Y de sólo pensar en aquello, me entraron escalofríos.

—Yo no sé pelear.

—Cuando te veas obligado, sabrás.

Arbio no quería seguir con esa charla. Comenzaba a tener la sensación de que aquella actividad lo agotaba. Sin embargo, tenía la mala suerte de que siempre había tenido yo fama de ser bastante preguntón. Que cómo íbamos a entrar en Roma, que adónde íbamos a ir a vender el vino, que cómo sabríamos movernos por aquella masa tan enorme de edificios de piedra que se veía a lo lejos… Y el hombre, entre silencio y silencio respondía lo que podía.

Resultó que Arbio no sólo era un bruto de cuidado. Él y su familia habían vivido en Roma durante años. Parecía que cuando hablaba de su infancia allí, entre los viejos edificios, las torres de los nobles, el río, las basílicas, se le humedecían los ojos de emoción. Su padre era un zascandil, pero un hábil constructor y en una ciudad con tanta iglesia, tanto palacio y tanta fortaleza, el trabajo no le faltaba. El problema era que, de todo lo que ganaba, poco llegaba a casa. Hasta que un día, perseguido por las deudas, el padre cogió a la familia y tuvo que huir de la ciudad. A las pocas leguas, descubrió que tenía una camada demasiado numerosa para empezar de nuevo en otro lugar y dejó al hijo mayor, Arbio, al amo, para que le sirviera como éste dispusiera.

Al llegar allí, Arbio entró en un mutismo casi absoluto. Así que decidí preguntarle sobre cómo entraríamos en la ciudad. Y resultó que, sin contestarme, me hizo saber que él tenía todo el recorrido bien claro, más después de algunas informaciones que había dado el fraile. Ingenuamente, me quedé tranquilo y pronto caí dormido.

 

En cuanto despuntó el alba, el sacerdote marchó hacia el sur y nosotros cuatro entramos en aquella gigantesca ciudad rodeada de grandes muros. Era impensable para mí que ese lugar estuviera tan cerca de la aldea y la fonda, todo lo que hasta entonces había supuesto mi mundo. Con todo lo que me habían contado, pensaba que aquella ciudad desparramada sería como me imaginaba el cielo, pero no era más que un lugar gigantesco, sucio y con aire viejo y abandonado. Edificios grandes e impresionantes, sí, pero también mucha ruina y mucho reducido a cenizas. Y todavía no había visto los cadáveres pudriéndose por las calles.

El amo habría estado orgulloso. A pesar de que el cuerpo de guardia de los normandos miró al tonel con más deseo que a las mujeres, logró calmar sus ansias con la frase “traemos vino para las tropas del conde Rogelio de Sicilia”. Resultaba que el fraile habló a Arbio del hermano del señor de los normandos, de la fama de grandísimo hijo de perra que atesoraba y cuyas tropas se acantonaban al otro lado de la ciudad. En otro momento de iluminación, había decidido utilizar aquella información como salvoconducto. Eso sí, no nos libramos de repartir algo de vino y que Berta demostrara su habilidad como felatriz con el oficial.

Al entrar en la ciudad, le pregunté.

—¿Eso que haces está bien?

Ella se encogió de hombros.

—¿Quieres probar?

Me sonrojé. He de confesar que jamás me había imaginado con mujer alguna que no fuera mi María, pero los suspiros y el rostro arrebatado de aquel normando rubicundo, me hicieron menear la cabeza afirmativamente.

Berta se carcajeó.

—Pues paga, conejillo.

Capítulo 3

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