La Habana en 1874, por Alfonso Mateo-Sagasta

Fortaleza de El Morro, con La Habana de fondo (FDBK / WIKIMEDIA)

Alfonso Mateo-Sagasta  es historiador y escritor, autor de excepcionales novelas históricas como Ladrones de tinta o su última obra, Mala hoja (Reino de Cordelia), que incluí como unas de las recomendaciones para este verano. Precisamente, en esta postal de la serie Vacaciones en la Historia, nos traslada a la ambientación de esa última ficción, La Habana esclavista de 1874. Que la disfruten.

[ENTREVISTA ALFONSO MATEO-SAGASTA: «El siglo XIX es el periodo más apasionante de la historia de España»]

La Habana, 1874

Por Alfonso Mateo-Sagasta

Tal y como me contabas, después de tantos días de viaje vi surgir del mar la ciudad de La Habana como un joyero, una delicada caja de música a cuyo ritmo bailaban los delfines que rompían la superficie del agua a proa de mi barco. Pero a estas alturas, ya no veo solo el sueño del que me hablaste, sino que también percibo la pesadilla.

Hace dos semanas que pasamos al pie del fuerte del Morro para atracar en el muelle de Luz. De inmediato conseguí habitación en el hotel San Felipe, a una cuadra del Paseo Isabel, una estancia amplia y cómoda desde cuya ventana se ve la bahía a un lado, y al otro el mismo Océano.

Desde el primer día me despierto a las cuatro de la mañana con el cañonazo que anuncia la apertura de las puertas de la muralla de la ciudad, y entre que me levanto, me aseo y desayuno colocan los tenderetes del mercado en el centro de la Plaza Vieja, en torno a la fuente de los delfines. Los altos balcones de los palacios que la circundan se cubren de cortinas de cañamazo para proteger las viviendas del sol, y en los bajos se abren los baratillos de españoles, esos que lo mismo venden navajas, que anteojos o quinqués de hojalata. Me gusta pasear a primera hora por el mercado aspirando los aromas de las frutas y hortalizas, sintiendo el rebullir de las aves vivas y los gritos de los pescaderos, un batiburrillo de productos y de gente blanca y de color, campesinos y esclavos.

Luego suelo ir a la Plaza de Armas para asomarme al zaguán del Palacio del Capitán General en busca de las últimas noticias del día, y si no hay nada que me retenga me lanzo a callejear. A menudo sigo la calle Mercaderes hasta la plazuela de la Catedral, pero también puedo adentrarme por cualquier otra vía salvo, claro está, la calle de la Muralla, tan llena siempre de carros cargados de cajas de azúcar y de carreteros irascibles peleando sin tregua por obtener prioridad en el paso. Vaya por donde vaya, no hay día que no acabe en el Paseo del Prado, donde parece que se amansa el aire de la ciudad, al menos hasta las seis de la tarde. A partir de esa hora el Paseo se llena de quitrines con el fuelle plegado para mostrar su carga: mujeres  de blanco con flores en el pelo y hombres de frac. Los carruajes se mueven desde la boca del mar hasta la alameda de Paula, bajo la sombra de las palmeras y sobre la extensa alfombra de flores de azahar que forman los naranjos silvestres que lo jalonan. A mí me gusta sentarme a mirarlos en uno de los bancos de piedra que hay en los laterales. En esos momentos no me asombra que digan que La Habana es una ciudad mayor que Boston y que casi iguala a Filadelfia y Nueva York. Seguro que en muchos aspectos las aventaja.

Sin embargo, no puedo ocultarte que no todo es opulencia. Quitando la parte central y señorial de la ciudad, los barrios son pobres e insalubres. En la Loma del Ángel, por ejemplo, las calles son sucias, pedregosas y carecen de aceras, menudean los charcos llenos de basura y heces, apenas hay aljibes para almacenar el agua y los que hay no son de fiar porque personas y animales comparten su uso y acaban siendo focos de transmisión de la fiebre amarilla. Pero eso no es lo peor. Pese a la prohibición, a los muelles de Regla siguen arribando barcos negreros cargados de esclavos de los que las autoridades, del Capitán General al último mono de aduanas, cobran su escote por hacer la vista gorda.

Esa es la pesadilla de la que nadie quiere despertar, porque de hacerlo creen que desaparecerá el sueño en el que viven, un sueño de vestidos de seda, de lechos con cortinas de linón y de patios cubiertos de flores con ventanas rasgadas hasta el suelo. Embotada así su sensibilidad, como diría Cirilo Villaverde, son incapaces de ver el daño que la esclavitud les hace a ellos mismos, cómo el hecho de ser amos de otros hombres debilita el sentimiento de su propia dignidad y oscurece la idea del honor, al borde del abismo.

Vacaciones en la Historia: postales desde el pasado.

1 comentario

  1. Dice ser Lola

    Gracias por la recomendación. Por cierto, ya que se nombra a Cirilo Villaverde, ¿Ha leído Cecilia Valdés? Aparte de la historia central, se narra el problema de la esclavitud.
    Saludos,

    06 agosto 2018 | 10:16

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