La Transición y las mujeres

Elia Barceló (FOTO: Pau Sanclemente)

Elia Barceló, (Elda, Alicante, 1957) es profesora de Estudios Hispánicos en la Universidad de Innsbruck, en Austria, y una autora con varios best sellers internacionales en su haber. El año pasado su novela El color del silencio (Roca Editorial) se convirtió en uno de los éxitos del 2017 -con, hasta el momento, diez ediciones-. Recientemente, Roca Editorial ha recuperado en su sello la novela Las largas sombras (publicada originalmente en 2010, pero reeditada este 2018), una novela que mezcla novela negra y crónica social histórica de los años del final de la Dictadura y comienzos de la Transición, donde el papel de la mujer es capital.

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Mujer y Transición

Por Elia Barceló | Escritora | @elia_barcelo

Cuando se oye la palabra «Transición» en nuestro país, la asociación es inmediata: fin del régimen de Franco, democracia, constitución, partidos políticos… No hay ninguna novela que trate esta época que no haga hincapié en estos conceptos, ya que no sería creíble ambientar una historia en este tiempo de cambios y que no aparezcan o se tematicen en el texto, junto con la parte de pura ficción que se quiere narrar.

Sin embargo hay algo fundamental en la sociedad de la época que no se suele tratar, o no con el detalle y la intensidad que, a mi juicio, merece. Me refiero a la situación de la mujer y a sus conquistas que, poco a poco, harán que su vida sufra una profunda transformación, tan profunda como la de la convivencia política.

Cuando me planteé escribir Las largas sombras, una novela protagonizada por un grupo de siete mujeres que tienen sobre los dieciocho años en 1974, sabía que, si lo hacía bien, aquella historia, además de los misterios y giros narrativos que contiene, acabaría siendo un retrato generacional de las mujeres de mi edad. Por eso, al elegir a sus personajes, traté de reflejar los diferentes problemas y situaciones con las que una joven de clase media podía verse confrontada en aquella época del final de la dictadura.

Resulta llamativo que algunos de los problemas siguen vigentes mientras que otros han mejorado; lo que evidentemente ha cambiado es la manera de referirse a ellos, las palabras que los describen y la consideración social de las situaciones.

En mi adolescencia, las niñas aprendíamos desde muy temprano que éramos niñas y, por tanto, muy diferentes a los niños; esa diferencia no solo marcaba nuestro presente sino todo nuestro futuro, nuestros sueños y aspiraciones, nuestras posibilidades de desarrollarnos. Había profesiones femeninas y masculinas, juegos de chicos y de chicas, colores adecuados a uno y otro sexo, palabras que los hombres usaban y las mujeres no…, por no hablar de comportamientos y actitudes, desde cómo poner las piernas al sentarse hasta cuánto tiempo mantener contacto ocular con una persona desconocida.

Por descontado, la actitud frente al sexo era diametralmente opuesta: nos explicaban que los hombres eran poco más que animales y que, en cuestiones de atracción sexual, no eran capaces de controlar sus impulsos. Por eso las chicas teníamos que aprender muy pronto a ser discretas, a no provocar, a sufrir con paciencia cosas que hoy se consideran acoso sexual -piropos a voz en grito, obscenidades varias, comentarios sexistas, tocamientos en transportes públicos- y entonces eran, simplemente, la forma que tenían los hombres de “halagar” a las mujeres dejándonos claro su legítimo interés y su apreciación de nuestra belleza. Uno de los peores insultos de la época a una mujer era “calientapollas”, y resultaba relativamente fácil ganarse la fama de serlo en cuanto bailabas dos veces seguidas con el mismo chico y luego te negabas a dejarte tocar, cosa que, en principio y paradójicamente, era correcta y estaba bien vista, ya que las mujeres no debían mostrar ningún interés -o muy ligero- por todo tipo de cuestiones sexuales. Una mujer, según los principios franquistas y católicos en los que habíamos sido (mal)educadas todas -incluso las chicas de familias “rojas”- era, por naturaleza, obediente, humilde y casta. Y de esas tres cualidades, la castidad era la más importante.

Hay que añadir que, históricamente, la cosa nos venía de antiguo: el colocar el honor de un varón en el comportamiento sexual de las mujeres de su casa llevaba varios siglos aplastando a las mujeres y no hay más que leer La casa de Bernarda Alba para darse cuenta de que el sojuzgar a las hembras se daba con la misma fuerza de siempre en pleno siglo XX.

En 1974 quedarse embarazada antes del matrimonio seguía siendo motivo de desgracia y vergüenza familiares; tanto una madre soltera como su hijo estaban imposibilitados para ser funcionarios, los hijos eran ilegítimos, bastardos; la mujer, poco menos que una prostituta. Ni que decir tiene que, en estas circunstancias, y sin posibilidad de acceder a ningún tipo de anticonceptivos (había muchas farmacias en las que no se podía comprar “la píldora” ni siquiera con receta médica, y el acceso a preservativos era casi nulo) los abortos estaban a la orden del día. Clandestinos, claro, en casa de alguna partera o comadrona o curandera sin ningún tipo de garantía médica y muchas veces ni siquiera de higiene.

Las que se lo podían permitir iban a Londres a abortar. Las otras arriesgaban su vida y su futura capacidad de concepción por haber cometido un error, un “desliz”, como lo llamaba la generación de las madres y abuelas.

Lo deseable, para lo que se educaba a las chicas, era únicamente el matrimonio y, una vez casada, la mujer pasaba de la tutela del padre a la del marido, que podía prohibir a su esposa la mayor parte de actividades que hoy en día se consideran parte de los derechos humanos fundamentales.

Una mujer no podía firmar un contrato de trabajo sin permiso de su esposo, ni abrir una cuenta bancaria propia, ni solicitar un pasaporte, ni sacar el carné de conducir, ni disponer de su fortuna heredada, ni negarse a tener relaciones sexuales con su marido, ni desplazarse a ningún lado si él no lo autorizaba. Con el testimonio de dos personas (dos vecinos cotillas, por ejemplo) bastaba para denunciar a una esposa por adulterio y meterla en la cárcel.

Si existían malos tratos por parte del marido o del padre -por no hablar de conductas impropias y abusos sexuales dentro de la familia- tanto los parientes, como los curas, como la policía -además del famoso consultorio radiofónico de Elena Francis- aconsejaban tener paciencia, resignación, ser más dulce con el agresor, ya que al fin y al cabo todo maltrato -decían- es hasta cierto punto culpa de la víctima que, de algún modo, se lo ha ganado con su actitud porque las mujeres buenas y decentes no dan pie a que las traten de ese modo.

Hoy en día, casi cincuenta años después, no podemos decir que hayamos superado todos estos terribles problemas que acarreaba la condición femenina, pero hemos avanzado mucho. Al menos mujeres y varones somos iguales ante la ley y eso ya es un gran cambio. La Transición es, para mí, en gran parte, ese luminoso paso entre vivir obligada como apéndice de un hombre a ser una persona completa e independiente con capacidad de decisión propia; poder moverse libremente; opinar en público; tener una identidad y una vida sexual elegida, no impuesta; poder formarse, trabajar en cualquier tipo de oficio; decidir si tener hijos o no y cuándo.

No podemos ahora ni olvidar todos estos logros de la lucha feminista, ni pensar que son evidentes y cayeron del cielo. No podemos permitir que nos obliguen a retroceder ni en nombre de normas religiosas varias ni en nombre de ninguna ideología política que no nos considere iguales a los hombres en derechos y posibilidades.

*Las negritas son del bloguero, no de la autora del texto.

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