La ciudad de Cádiz (Gades) que conoció Julio César, por Jesús Maeso de la Torre

Anfiteatro de Cádiz (KORDAS / WIKIPEDIA)

Jesús Maeso de la Torre (Úbeda, 1949) es autor de trece conocidas novelas históricas, la última de ellas  Las lágrimas de Julio César (Ediciones, 2017), transcurre en parte en el Gades que visitó Julio César como cuestor. Y precisamente, desde esa ciudad y momento, manda su postal para Vacaciones en la Historia este autor.

[ENTREVISTA JESÚS MAESO DE LA TORRE: “Quería escribir sobre Julio César para hablar de los políticos que no tenemos”]

Gades, año 68 a.C.

El mar estaba calmo y corría una ligera brisa de poniente cuando el magistrado romano descendió por la pasarela, precedido por el proximus lictor y seguido por los otros cinco lictores, quienes proclamaban su rango, prestos a cumplir con la expeditiva justicia romana.

De repente cayeron algunas gotas, consideradas por el patrono de la ciudad, Lucio Cornelio Balbo, de buen presagio. Inclinó la testa ante Julio César y lo tomó por los brazos en señal de amistad, ofreciéndole el respeto y acatamiento de la ciudad aliada.

Se cubría aquella mañana lluviosa con una toga con orlas púrpura y un manto escarlata anudado con un broche en el que refulgía la diosa Afrodita, con Eneas arrodillado a sus pies. Recibió con fervor las aclamaciones entre el entrechocar de los arneses del destacamento romano y las órdenes del centurión, pero no mostró ningún brillo de arrogancia en su mirada.  Mientras saludaba a los oficiales y a una legación de los Quinientos Caballeros de Gades y del Consejo de los Veinte, cesó el aguacero, sin que Julio César descompusiera su figura.

Encaramados en las terrazas, los gaditanos lo recibieron con ramos de olivo, aclamando a César, quien en un carro griego rodeado los lábaros con el SPQR romano y las águilas imperiales, saludaba a quienes lo vitoreaban.

César sabía que el Portus Gaditanus resultaba capital para someter África y el extremo del Mar Interior, y por eso estaba allí, cautivado por su opulencia. Gades poesía la flota comercial más copiosa de los dos mares, el Interior y el Tenebroso, y allí se embarcan mercaderías de todas las naciones, tintes, el garum gaditano, bestias feroces, ánforas de aceite, vino y joyas turdetanas, así como la abundancia de la Bética, rumbo a la insaciable panza de Roma.

Gades era una urbe inundada de una magia incógnita que le fascinaba al contemplarla. Acompañado de Balbo y de los magistrados de la ciudad, inspeccionó el foro de la Ciudad de Hércules, donde se alzaban majestuosos templos, como el de Minerva, Astarté, nuevas basílicas y estatuas de dioses del panteón romano y griego. Gades conservaba algunos testimonios del pueblo más indescifrable del mundo antiguo, Tartessos, un arcano de incógnitas.

Alumbrada por una luz cegadora, Gades, la gemela de Tiro, ofrecía a un viajero ansioso por conocer como César, todo lo que un estadista pudiera desear para hacerla su asociada en su sueño de conquistar el dominio de Roma. Observó cautivado las tres islas que formaban la civitas: Eryteia- la Roja- Kotinussa- la de los olivos silvestres- y la Antípolis, en medio de un mar azul, el de los misteriosos Atlantes.

En Roma era conocida la Puerta del Muro de Gades, donde se ubicaban los más selectos prostíbulos de Hispania, e iluminados por faroles con la marca de la diosa Astarté, una sierpe dorada con ojos carmesíes. Allí acudían a solazarse los navegantes y extranjeros con los bailes de las puellae gaditanae, bailarinas instruidas en el canto y la danza, de espectacular belleza y popularidad, quienes al son de los panderos entonaban lujuriosos himnos egipcios e impúdicas baladas sobre el erotismo en el amor.

Pero lo que se le ofreció a la visión del sorprendido romano en su visita a la legendaria ciudad, fue el celebérrimo templo de Melkart y su nefesh o tumba, y fue lo que lo más lo maravilló. Aislado en el extremo sur de la isla Kotinussa, el santuario proyectaba su compacta arquitectura hacia la claridad del firmamento y parecía suspendido por el flujo de la marea en el cielo color magenta.

Era el más reputado oráculo de Occidente, por el poder sellado en un pacto eterno la divinidad tiria que lo protegía. Se trataba del Herákleión de los griegos, donde se guardan las cenizas de Hércules Tebano.

Un estandarte amarillo ondeaba al viento con la cabeza del dios pintada, y dos atunes sosteniéndola. Menudeaban los adivinos, los mercachifles de aceite, de vino aguado, de huevos de avestruz, perros cebados, cabritos, tórtolas y pichones, y todo un atajo de pícaros y repintadas rameras.

No se sellaba en el Herákleión pacto comercial alguno, los inviolables asyle, sin el juramento en su nombre. El templo de Melkart era el oasis espiritual de los pueblos del Mediterráneo y del Atlántico, el santuario de la sabiduría donde se percibía la omnipotente presencia de la divinidad renacida del fuego.

En el santuario persistía el derecho del asilo a perseguidos, y también la hospitalidad para los náufragos.

Una lenta corriente de peregrinos varones solía frecuentarlo, pues a las mujeres les estaba vedado ingresar en el recinto, se detuvo ante la legación romana, momento en el que un haz de luz, brilló en las pesadas puertas que se abrieron de par en par ante Cayo Julio César, rugiendo los maderos que las atrancaban. Dos grandiosas columnas de bronce en forma de yunque, “los Pilares de la Tierra”, de ocho codos de altura y semejantes a las de los templos de Jerusalén, Pafos, Kitión o Tiro, franqueaban el oráculo. Cifrados signos burilados en las pilastras narraban la fundación de Gades, que César examinó con curiosidad.

Los peregrinos y devotos oferentes ingresaban en el patio donde se alzaban dos altares donde los sacerdotes sacrificaban los animales, salvo los cerdos que espantaban a la divinidad.

Y allí, como cualquier peregrino, César, ofreció sus dádivas, y también se sometió al oráculo de la sibila de Gades.

Vacaciones en la Historia: postales desde el pasado.

1 comentario

  1. Dice ser casa

    Que yo sepa Julio César nunca estuvo en Cádiz y no hay ninguna prueba de ello.

    16 junio 2018 | 06:41

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