El comercio ilegal de reliquias de los templarios

Fotograma de Kinghtfall, serie de la HBO sobre los caballeros templarios.

Francisco Narla ha ganado recientemente el I premio Narrativas Históricas de Edhasa con Laín, el bastardo, que llega ahora a las librerías. En el siguiente artículo, Narla nos descubre uno de los elementos de la trama de esa novela: el comercio ilegal de reliquias que llevaron a cabo los templarios.


Uno de los secretos de Laín, el bastardo: El comercio ilegal de reliquias de los templarios

Por Francisco Narla | Escritor | @FranciscoNarla

 

Sabemos mucho de la Orden del Temple, pero seguimos ignorando otro tanto. Rodeada siempre por el misterio, la controvertida Orden del Temple o de los Pobres Caballeros de Cristo, que era su auténtico nombre, tuvo mucho que ver con lo que se conoció como pío latrocinio o robo de reliquias.

Lo cierto es que el nacimiento de Laín, el bastardo nada tuvo que ver con los templarios. La idea original surgió al estudiar la lírica galaicoportuguesa, una tarea a la que me enfrenté para preparar un programa especial que grabamos en la Radio Galega, dentro de mis colaboraciones con el programa Milenios de Historia.

Conocí entonces que, tras el famosísimo nombre Martín Códax, no había biografía, sólo especulaciones que se basaban en el puñado de cantigas que se han encontrado con su firma. De hecho, se le supone oriundo de Vigo por la única razón de que es la ciudad olívica la que aparece en sus composiciones.

Enseguida se despertó mi instinto de cazador de historias y empecé a indagar sobre el siglo XIII, buscando un entorno para el misterioso pasado del trovador. Así me topé rápidamente con las Guerras de Ultramar, que hoy conocemos como las Cruzadas y descubrí, asombrado, que incluso hubo gallegos involucrados en aquellas luchas que el cine, la televisión y la literatura anglosajona nos han hecho asociar con franceses y británicos, descartando la participación de los infantes, nobles y señores de nuestras propias tierras.

A partir de ahí, analizando estas temibles luchas que cambiaron la faz del mundo (tanto que, para entender el descubrimiento de América debe comprenderse que fue el desarrollo naval que se produjo durante las Cruzadas, la catapulta que permitió las increíbles exploraciones de los siglos posteriores; de no ser por la evolución de los barcos y las artes de navegación que se produjo durante los siglos de las Guerras de Ultramar, no podría entenderse la aventura de Colón), me topé, irremediablemente con los hombres del Temple, lo que me llevó, indefectiblemente, a conocer todo lo posible sobre la curiosa orden de monjes guerreros.

Como todos, había escuchado mucho y leído un poco. Y en cuanto empecé a indagar, enseguida comprendí por qué los templarios siguen siendo a día de hoy una fuente inagotable de leyendas y especulaciones. Su destrucción como Orden, la fortuna que amasaron, los huidos de la trampa en la que cayeron, o la matanza que acabó con muchos de ellos y marcó los viernes caídos en día trece como una coincidencia ominosa son solo algunos de los elementos que han abonado miles de artículos. Sin embargo, a lo largo de aquellos días de documentación, al tiempo que descubría cosas totalmente insospechadas y descartaba mucha, mucha paja, me topé también con un aspecto de los templarios sobre el que se ha escrito poco o casi nada.

En el orbe cristiano, al igual que en muchas otras culturas influidas por religiones mayoritarias, los centros de peregrinación han tenido, tienen y tendrán una enorme importancia (es un hecho universal compartido por casi todas las culturas y presente en casi cualquier momento de la Historia). Y, como es lógico, en cualquiera de esos lugares santos debe haber algo que merezca la pena visitar al peregrino, un elemento de gran influencia mística ligado a sus creencias.

Roma lleva siendo un ejemplo desde los primeros siglos después de Cristo y lo mismo sucedía con Jerusalén (Egeria viajó de Galicia a Jerusalén en el siglo IV después de Cristo y nos legó un diario de su travesía, con lo que se convirtió en la primera escritora gallega de la que tenemos constancia). Sin embargo, durante la Edad Media, el empuje de la Hégira musulmana conquistó Jerusalén y buena parte de los lugares bíblicos, de los parajes asociados con la vida de Jesús y sus apóstoles, de los decorados que envuelven las narraciones piadosas. Así, bajo la fuerza de la media luna, los cristianos perdieron lo que habría de llamarse Tierra Santa, motivo ese por el que, muy pronto, otros puntos de ese orbe cristiano intentaron ocupar el lugar vacante.

En lo que hoy es España surgieron varios de esos lugares que pronto adquirieron suma importancia gracias, precisamente a reliquias de gran poder y significado; como el cáliz de San Juan de la Peña (supuestamente el mismo que terminaría en Valencia), la estauroteca (relicario en forma de cruz) con maderos de la vera cruz en que se identificó con Calatrava, el sudario de la mortaja del mismo Jesucristo (la pieza que habría cubierto la cabeza y el rostro, no la sábana santa, que habría cubierto el cuerpo y terminó en Turín) que aún en día se conserva en Oviedo y, entre algunos otros más, el que logró resultar más destacado: el sepulcro del apóstol Santiago que se consignó en Compostela.

Pero el hallazgo fortuito o los devenires históricos no fueron los únicos causantes de que tal o cual reliquia terminase en un lugar u otro, en muchas ocasiones, muchas, más de las que podemos pensar, las reliquias eran inventadas o robadas; cualquier artimaña era válida si se conseguía una pieza lo suficientemente atractiva como para que aumentase el número de devotos y peregrinos que habría de acercarse al templo que la exhibiese. Bien conocido es el caso de Diego Gelmírez, el famoso obispo compostelano, quien, con dudosas artes, se hizo con reliquias portuguesas para llevárselas a la catedral de su sede y engrandecer aún más la floreciente Compostela.

Ese robo de reliquias dio en llamarse pío latrocinio y generó un auténtico mercado negro en el que se vendieron piezas tan extravagantes como plumas del Espíritu Santo, leche de los pechos de la Virgen María, suspiros de San José al enterarse de la buena nueva, e incluso prepucios del mismo Jesucristo.

Y a día de hoy puede asegurarse con total rotundidad que buena parte de esas reliquias fueron robadas, ingeniadas, vendidas, prestadas o cedidas por los templarios. En especial después del lamentable episodio de saqueo que sufrió Constantinopla en la cuarta de las Cruzadas (bien conocido por las someras y no muy precisas referencias hechas por Dan Brown).

Incluyendo grandes maderos atribuidos a la vera cruz, saqueados de la catedral de Santa Sofía, se robaron cientos de piezas de mayor o menor relevancia que enseguida fueron incorporadas a ese mercado paralelo de reliquias al que la Iglesia nunca accedió de modo oficial pero sí oficioso.

Uno de los ejemplos, según algunos estudiosos, sería precisamente el de la Cruz de Calatrava. Y probablemente fueron los templarios los que hicieron negocio con ella… No hay pruebas en la mayoría de los casos, pero, sin duda, en este asunto, puede afirmarse aquello de que, cuando el río suena, agua lleva.

*Las negritas son del bloguero, no del autor del texto.

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