La asombrosa historia de las calculadoras de Harvard

Observatorio del Vassar College (DANIEL CASE / WIKIPEDIA)

Observatorio del Vassar College (DANIEL CASE / WIKIPEDIA)

En este blog siempre he mantenido una idea militante para que la ciencia y su historia entre, por méritos propios, en la ficción histórica. Y novelas como Las calculadoras de estrellas (Destino, 2016), de Miguel A. Delgado, es una buena prueba de lo bien que casan ambas ideas.

Este periodista, escritor y divulgador ya lleva varios años con sus libros de no ficción, sus novelas y sus exposiciones trayéndonos al gran público grandes historias de científicos e inventores de la Historia. Tesla, quizá sea el más recordado.

Ahora, con esta nueva novela Delgado rescata la olvidada historia de las pioneras de la astronomía en EE UU que el mismo nos adelanta en la firma invitada de hoy. Si os interesa y estáis por Madrid, el autor presenta esta obra en el Espacio Fundación Telefónica de Madrid este jueves 17 de noviembre.


La asombrosa historia de las calculadoras de Harvard

Por Miguel A. Delgado | escritor, periodista y divulgador | @rosenrod

La historia de la ciencia se ha alimentado, en muchas ocasiones, de las aportaciones de sujetos anónimos que no han tenido acceso al Olimpo de los grandes nombres. Y este proceso no ha hecho más que aumentar exponencialmente desde que la complejidad de la labor científica ha llevado a que se requieran grandes equipos e inversiones para lograr resultados. Sin ir más lejos: ¿alguien de a pie sabe el nombre del inventor de muchos de los aparatos que utiliza a diario? Y sin embargo, otros conceptos mucho más complejos como el de la relatividad o la evolución tienen un padre reconocible por la mayoría.

Por tanto, lo que narro en mi novela Las calculadoras de estrellas (Destino) no es, ni mucho menos ni desgraciadamente, una excepción. El grupo de mujeres reclutado por la Universidad de Harvard a partir de la década de 1890 para hacer una simple labor rutinaria de catalogación del cielo, pero que fue más allá y realizó, en muchos casos sin reconocimiento, descubrimientos indispensables para la comprensión del Universo tiene, además, otro rasgo compartido con otras historias: el de involucrar a mujeres. La invisibilidad parece ser un distintivo muchísimo más extendido entre las científicas que entre los científicos, y el caso de las astrónomas norteamericanas de finales del siglo XIX no es una excepción.

Y sin embargo, los Estados Unidos del XIX contaban con ciertas ventajas. Es cierto que, como sucedía en prácticamente toda Europa, las mujeres tenían vetado el acceso a los estudios superiores pero, a diferencia de lo que ocurría en el Viejo Continente, en Norteamérica el analfabetismo había sido reducido a niveles muy pequeños ya a mediados del siglo XIX. La escolarización, pues, estaba más extendida, y eso permitía a las niñas al menos tener acceso a una base mínima de cálculo matemático. Precisamente, Maria Mitchell, la primera astrónoma profesional estadounidense, defendía que ésas eran las herramientas del progreso: sabiendo leer y manejándose en el cálculo, cualquier mujer disponía de los rudimentos básicos para avanzar en la adquisición del conocimiento. El Estado, pues, debía comprometerse en ofrecer a todo el mundo la posibilidad de acceder a la educación.

Tampoco nos llamemos a engaño: en Estados Unidos, como en prácticamente cualquier otro lugar del mundo, las opciones para las mujeres se limitaban, como se habían limitado durante siglos, a ser esposas, madres o amas de casa, si bien la Revolución Industrial también les había reservado un lugar ante las máquinas y los bancos de producción, y sus brazos tampoco eran desdeñados para recoger las cosechas.

En 1865 se produjo un gran avance cuando abrió sus puertas Vassar College, la primera universidad de élite concebida exclusivamente para las mujeres, y que instauró un plan de estudios que combinaba artes y ciencias. Jóvenes procedentes de buenas familias comenzaron a tener la oportunidad de formarse, y Vassar ejerció de catalizadora del proceso: la primera mujer «contratada» por el Instituto Tecnológico de Massachusetts, Ellen Richards, que fue alumna de Mitchell en la universidad, lo fue única y exclusivamente porque renunció a recibir salario alguno. Era la forma de vencer la resistencia de quienes temían que aquel experimento de contratar a una mujer para una labor científica fuese un desastre.

Vassar CollegeAlguna de las alumnas de Mitchell, como Antonia Maury, terminarían integrando el famoso grupo de las calculadoras. Harvard, en el siglo XIX, estaba sumida como ahora en la competición por ser uno de los mejores centros educativos de Estados Unidos, pero había un flanco en el que estaba perdiendo claramente la partida: la astronomía. Durante décadas, los sucesivos rectores habían intentado dotar al centro con un telescopio acorde con su prestigio, pero todos los esfuerzos habían sido en vano. Hasta que llegó el legado de Henry Draper, un astrónomo aficionado fallecido en 1882, que dejó en su testamento una impresionante cifra, 400.000 dólares, para que Harvard realizara un proyecto que la situaría definitivamente como referente de la ciencia astronómica: la primera catalogación completa del cielo a través del espectro de las estrellas.

Era una tarea hercúlea: en primer lugar, hizo falta construir por fin un gran telescopio en Harvard, dotado con todos los avances del momento. Y también otro, en el hemisferio Sur, para tener acceso a las constelaciones australes (que finalmente se levantó en Arequipa, en Perú, donde la presencia de los científicos norteamericanos tuvo además un efecto dinamizador en la zona). Pero el problema era: ¿quién procesaría aquella ingente cantidad de información? Incluso con la inyección económica que suponía el legado de Draper, podía ser insuficiente si se tiene en cuenta que necesitaría reclutar a un número no pequeño de personas, y que se trataría de una labor que ocuparía décadas.

Edward Charles Pickering, el astrónomo jefe, tuvo entonces una iluminación: contrataría a mujeres, que decía que eran perfectas para hacer labores rutinarias que no requiriesen pensar, y además cobrarían sensiblemente menos que los hombres. Así, las primeras calculadoras pusieron el pie en la universidad en la que su rector proclamaba que estaban negadas para el estudio. Y como remate de la jugada, les puso al frente a su propia criada.

Lo más curioso es que, aunque hoy no dudaríamos en tachar a Pickering de machista, en cierta forma en su momento fue un avanzado, como demuestran las burlas que recibió por parte de sus colegas. Pero en lo que falló estrepitosamente fue en su valoración de las capacidades femeninas: muchas de ellas, empezando por su criada, Williamina Fleming, fueron más allá de lo que se esperaba de ellas. Descubrieron miles de astros, establecieron un método de catalogación que aún está en vigor, descubrieron herramientas de cálculo de distancias de los objetos celestes con la Tierra y que las estrellas estaban hechas fundamentalmente de hidrógeno.

Descubrimientos todos ellos que marcaron la astronomía del siglo venidero, aunque en muchas ocasiones fueran firmados por sus superiores hombres o directamente ridiculizados por la comunidad científica. Pero hoy Fleming, Annie Jump Cannon, Henrietta Swan Leavitt o Cecilia Payne, entre otras, empiezan a tener el reconocimiento que se merecen, y que demuestran que la ciencia sí que es cosa de mujeres.

*Las negritas son del bloguero.

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1 comentario

  1. Dice ser Parranda

    Ya metidos en el siglo XX si era mujer y encima guapa tenía doble trabajo. Que se lo digan a Hedy Lamarr. Muchos no tendrán idea de quién era, otros les sonará como estrella de Hollywood (Sansón y Dalida fue su película más conocida) y sólo un pequeño porcentaje sabrá que fue la co-creadora de lo que hoy conocemos como wifi. Intentando toda su vida ayudar al gobierno americano con sus inventos y creaciones, siendo ninguneada sistemáticamente.

    16 noviembre 2016 | 13:55

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