Roma no era eterna

El Coliseo, de Roma (David Yagüe)

El Coliseo, de Roma (David Yagüe)

Este sábado os hablaba de que la caída y la decadencia de Roma cada vez interesa más, tanto a los escritores como a los lectores de novela histórica. Convencido como estoy de esa afirmación, invité a uno de los autores cuya novela citaba en esa entrada, Santiago Castellanos, a que fuera la siguiente firma invitada en XX Siglos.

18064gA Santiago le he conocido este año, con motivo del lanzamiento de su última novela, Barbarus, la conquista de Roma (Ediciones B, 2015). La novela cuenta el viaje de dos niños godos, Eldes y Dago, desde los territorios de la actual Ucrania hasta el corazón del imperio, Roma.

Al charlar con Santiago, profesor titular de Historia Antigua en la Universidad de León, algo que me gustó de él, es la forma que tiene de hablar del pasado y cómo busca conexiones con el presente. Ya sabéis, los que lleváis leyendo este blog desde el principio, que eso siempre me llama la atención.

¿Se puede leer sobre los últimos tiempos del imperio romano pensando en el 11-S, la crisis económica o en las crisis migratorias actuales? Con las debidas reservas y matices, sí, pero eso se lo dejo a nuestro invitado de hoy…


Roma no era eterna, por Santiago Castellanos

Profesor Titular de Historia Antigua. Universidad de León | Síguele en Twitter: @biclarense

“Recuerda, romano, gobernar a los pueblos con tu imperio”. Los versos de la Eneida proyectaban el ideario imperialista romano en la época de Augusto, hace más de dos mil años. Suelo decir a mis alumnos de la Facultad que una buena oportunidad para pensar sobre la magnitud del imperio romano es visitar el Muro de Adriano. Situado al norte de la actual Inglaterra; era una de las fronteras del imperio. Una de las más pequeñas, por cierto. Es probable que si lo visita pase usted frío. Mientras se abrocha su anorak, piense que tan romanas eran aquellas tierras duras y gélidas de Britania como lo eran el valle del Nilo, Judea, o Siria. Tanto lo era Mérida como Lyon, el actual Túnez o Viena. Todo pertenecía al sistema romano. O, como se dice hoy, todo era globalmente romano. Y, sin embargo, casi quinientos años después de que Virgilio muriera, aquel imperio no existía en Occidente.

Mirar a Roma es mirar a nuestro origen. Los occidentales del siglo XXI somos romanos en muchos aspectos. Aún quedan reminiscencias romanas en el derecho, la economía, la religión, la lengua… Tantas y tantas cosas que aún nos hacen romanos, en cierto modo. Quizás por eso, como decía el gran historiador Arnaldo Momigliano, los occidentales nos hemos obsesionado con la crisis romana. Palabras como “decadencia” y “caída” resuenan en nuestros oídos, y nos asustan. ¿Puede pasarnos a nosotros lo mismo que a Roma? Esta pregunta parece deslizarse en muchos de los enfoques que, desde Gibbon, en plena Ilustración –en su caso británica- del siglo XVIII, se han aplicado por la intelectualidad europea. Estudiar la crisis de Roma era, en cierto modo, mirar a nuestra propia civilización y a sus problemas. A nuestros miedos. Gibbon lo explicaba con las ruinas de Roma. Así había acabado el imperio. En unas ruinas.

El escritor e historiador Santiago Castellanos.

El escritor e historiador Santiago Castellanos.

Pero el final del imperio occidental no fue una caída. En todo caso, como el propio Momigliano observó con agudeza, habría sido una “caída sin ruido”. Hubo procesos de base que debilitaron al imperio, cambios, transformaciones, crisis, que venían de lejos. Algunos contemporáneos los percibieron. Un observador crítico, Amiano Marcelino, un tipo muy bien informado, oficial del ejército imperial, quiso dejar por escrito su visión amarga. Los textos de Amiano están escritos desde el pesimismo de quien sabe que el emperador Valente, en las provincias orientales, había muerto en la derrota estrepitosa ante los godos. Cuando aquello sucedió, 378, quedaba casi un siglo para que se depusiera al último emperador occidental. Y ya Amiano anotaba lo que consideraba el comportamiento detestable de la elite social y política. Lamentaba que hubieran abandonado las tradiciones para entregarse al ocio. La lectura para entregarse a la molicie. No se trata de críticas retóricas, no es Amiano un autor dado a la palabrería fácil, sino que sus textos rezuman realidad a pie de obra. Después de todo era un militar. Conocía bien los entresijos del poder y de los campos de batalla. Y desde luego evaluaba a su sociedad, que describe inmersa en una crisis profunda.

El imperio romano tardío se había convertido en una especie de monstruo burocrático. Ya no se trataba del sistema del Principado ideado por Augusto. El sistema nervioso del imperio habían sido sus curiales, como reconocería un emperador tardío en una de sus leyes. Las curias o senados municipales, las clases medias y altas de las ciudades, habían invertido durante siglos en reproducir las formas de vida romanas en la Galia, Siria, Hispania o África. Pero con el tiempo, el gobierno del imperio multiplicó la administración, con lo que eso supuso en número de provincias, gobernadores, y lo que nosotros llamaríamos asesores y funcionarios. El gasto público se incrementó, y con él la fiscalidad. Había que pagar aquello. La tributación gravó especialmente sobre las clases medias, puesto que los poderosos encontraron caminos para mejorar su situación. Amiano se queja de la inmensidad de sus riquezas, y de cómo el populacho dormía donde podía. Aunque observa que tanto unos como otros compartían la afición por las carreras de carros, que ocupaban las conversaciones. En aquellos días las carreras de carros en el circo eran algo así como nuestro fútbol. Las hinchadas, las apuestas, el forofismo, los colores… Harto de aquella fiebre por el fútbol, quiero decir por las carreras, Amiano anotaba que los romanos habían huido de la cultura como del veneno.

Mientras, decenas de miles de bárbaros se agolpaban en las fronteras del imperio. Nuestro oficial romano supo especialmente sobre el caso de los godos, de cómo fueron desarmados como condición previa, de cómo pactaron el cambio de religión, de cómo los hacinaron al pasar la gran frontera, el Danubio, y de cómo cambiaron a jóvenes godos por carne de perro para venderlos en el mercado de esclavos. Venían del Barbaricum, el mundo más allá de la frontera, hacia el Imperium, lo que nosotros llamaríamos el Primer Mundo. Lo hacían con la  necesidad de huir de la guerra, de las matanzas de los hunos que dejaban atrás, y con la esperanza de vivir mejor. Y de que el imperio cumpliera sus pactos. Pero no lo hizo. Amiano lo confirma, apesadumbrado.

Aquellos bárbaros vencieron a los romanos en 378, y en 410 saquearon nada menos que la mismísima ciudad de Roma. El sentimiento de vulnerabilidad de la potencia fue un aldabonazo en toda la romanidad. Desde Belén, Jerónimo llamaba a la desesperación: “la luz del mundo se ha apagado”. Salvando muchas distancias temporales, puede usted pensar en el ataque al World Trade Center de Nueva York. El 11-S fue un golpe humano, y también político y psicológico, para los Estados Unidos y, por extensión, para el sistema occidental. En su caso, la intelectualidad romana acusó aquello. Hubo una especie de combate ideológico por controlar el relato del desastre. Tampoco nos resulta completamente ajeno.

Los años siguientes estuvieron caracterizados por la incapacidad para apagar todos los fuegos. El imperio había usado a unos pueblos bárbaros contra otros, pero la corrupción y el desbordamiento del gasto habían ido erosionando la posible respuesta política y militar. Sabemos con certeza que las guarniciones de lo que hoy es la zona de Austria se marcharon, avanzado ya el siglo V, cuando la paga dejó de llegar. Y eso debió de suceder en otros muchos lugares, a juzgar por la historia de aquel siglo V. Amiano hizo un diagnóstico crítico en un momento temprano, a finales del siglo IV. Sabía que su mundo estaba en crisis, y expuso lo que entendía como las causas y sus síntomas. Pero pensaba, y así lo escribió, que Roma estaba “destinada a perdurar mientras lo hicieran los hombres”. Era el mito de la Roma Eterna, inserto en el ADN ideológico de los romanos. Lo he mencionado al principio de esta columna: Virgilio había recordado que el destino de Roma era gobernar a los demás pueblos. Mucho tiempo después, Amiano creía firmemente en eso. Claro que no pudo ver cómo el mito se desvanecía.

 

(*Las negritas en el texto son del bloguero, no del autor del mismo)

Otras firmas invitadas en XX Siglos…

 

1 comentario

  1. Dice ser Antonio Larrosa

    Excelente articulo, lo digo porque yo estoy investigando los hechos romanos en la época de Cristo.

    Clica sobre mi nombre

    13 diciembre 2015 | 17:09

Los comentarios están cerrados.