Archivo de marzo, 2014

La primera mujer que ejerció el fotoperiodismo en los EE UU

Haciendo una foto desde un vagón de tren, entre 1905 y 1910

Haciendo una foto desde un vagón de tren, entre 1905 y 1910

Ahí la tienen, montada en un vagón de tren para hacer la foto que deseaba hacer. Con la misma técnica de escalada logró tomar la primera imagen en los EE UU de una sesión de un juicio por asesinato, escenario entonces vedado para los fotoperiodistas: se subió a una pila de cajas y retrató la vista desde una ventana hasta que la descubrieron y detuvieron.

A Jessie Tarbox Beals (1870-1942) no le faltaban descaro y agallas para ejercer como reportera a principios de siglo, cuando ser mujer convertía la tarea en doblemente complicada —la discrimanación era masiva y el vestuario canónico de faldones, corsé y sombrero no era precisamente cómodo—. Superó las trabas, se enferntó a los prejuicios, regañó a los moscones, se enfrentó con los agentes de policía y fue allá donde su instinto le recomendaba ir para que las revistas y diarios le comprasen las fotos que hacía con el equipo de casi 30 kilos que cargaba a cuestas: una cámara de placas, un cuarto oscuro portátil fabricado con tela negra y los líquidos químicos que necesitaba para revelar in situ.

Nacida en Ontario (Canadá), había comprado su primera cámara a los 18 años tras vender subscripciones de revistas de puerta en puerta. Cinco años más tarde viajó a Chicago, donde se celebrara la Exposición Universal y logró, por insistencia y tozudez, que los organizadores la nombrasen fotógrafa oficial del evento. Pocos meses después fue aceptada como reportera en plantilla por dos diarios, el Buffalo Inquirer y Courier. Fue la primera mujer contratada en un medio impreso como fotógrafa.

Casada con Alfred Tennyson Beals, que la ayudaba como asistente, la pareja se estableció en Nueva York en 1905. Abrieron un estudio estable en la Sexta Avenida, pero la fotógrafa seguía prefiriendo la calle: documentó la vida de la ciudad con una sensibilidad abierta y desprovista de prejuicios. De la educación crsitiana que había recibido en casa —dos de sus hermanos eran misioneros en Sudamérica— aprendió que las verdades sólo admiten los decorados naturales.

Estas fotos pertenecen a la serie que Tarbox Beals hizo en los años veinte del barrio neoyorquino del Greenwich Village, ya por entonces refugio de bohemia y excentricidad. Le gustaron tanto la ilusión y las ganas de vivir que encontró en las librerías, estudios de arte y tiendas de curiosidades que decidió establecerse en la zona. El nacimiento de una hija extramarital, Nanette, había roto el matrimonio unos meses antes.

Aunque los archivos de la primera fotoperiodista estadounidense se han conservado con bastante decencia y están disponibles [Universidad de Harvard, Biblioteca del Congreso, Sociedad Histórica de Nueva York], los historiadores no suelen mencionarla y, cuando lo hacen, le hurtan la importancia debida. Es cierto que no se trataba de una superdotada como Margaret Bourke-White, la primera reportera que, unos años más tarde, fue tratada como superestrella, y que la mirada de Tarbox Beals no tenía pretensiones porque hacía fotos testimoniales como necesidad vital y no con la pretensión de crear arte, pero el olvido es injusto.

Después de gastar todo lo que ganaba en los cuidados médicos que requería la artritis reumatoide de Nanette y de buscar mitigar las consecuencias de la Gran Depresión iniciada en 1929 trasladánsose a California, la primera mujer fotoperiodista de los EE UU regresó al Greenwich Village en 1933. Los tiempos eran otros, la fotografía estaba explotando como medio de expresión y el gran coraje con que se había enfrentado al mundo en el pasado ya no era el mismo. Jessie Tarbox Beals murió en la ruina a los 61 años en un hospital de beneficencia.

Ánxel Grove

Una parodia de libro infantil que satiriza el arte moderno

'We Go to the Gallery' - Miriam Elia

No hay nada en la habitación. Peter está confundido. Jane está confundida. Mamá está contenta. «No hay nada en la habitación porque Dios está muerto», dice mamá. «¡Vaya, hombre!», dice Peter.

Peter mira la pintura. «Yo podría hacer eso», dice Peter. «Pero no lo hiciste», dice mamá.

La madre, con la permanente perfecta y vestida con un abrigo y un sombrero amarillos estilo años cincuenta, lleva a los dos niños (Jane y Peter, ideales y repeinados, ella rubia y con una diadema azul; él con jersey rojo, corbata y pantalones cortos grises) a una galería de arte moderno. La estética idílica y los textos supuestamente educativos contrastan con humor con el «nihilismo» de las obras: una habitación vacía, un conejo disecado, una enorme vagina en primer plano, un cuadro hecho con cuatro brochazos… En el colmo del tópico, la exposición se llama La muerte del significado.

El tomo es una parodia de los libros publicados por la editorial británica de libros infantiles Ladybird (Mariquita), propiedad del grupo Penguin: una institución de la literatura infantil inglesa. Nacida en 1867, comenzó a editar libros para niños en 1915 y en 1940 publicó su primer título de bolsillo y tapa dura característico de su serie más famosa. Las historias estaban ilustradas con esmero y los ejemplares tenían un precio muy asequible. A las narraciones protagonizadas por animales se unieron más tarde los títulos educativos relacionados con la naturaleza, las aficciones de los niños, la historia y los viajes.

Miriam Elia (Londres, 1982) recupera la nostalgia de las épocas más celebradas y recordadas de la editorial y reimagina uno de esos títulos en una sátira sobre el arte moderno que une las ilustraciones clásicas y las construcciones gramaticales sencillas con el sinsentido de las explicaciones de la madre posmoderna que acompaña a los críos.

'We Go to the Gallery' - Miriam Elia

We Go to the Gallery (Vamos a la galería) presenta todos los rasgos característicos de estos cuentos: tiene un estilo educativo, en el pie de cada página hay tres palabras destacadas en el texto para que el niño adquiera vocabulario, los dibujos presentan la plácida candidez de una visita a un museo en la compañía de un adulto instruido…

«Pensé que sería cómico ver a mamá, Peter y Jane acudir a una exposición de arte moderno realmente nihilista», dice la autora, una humorista consumada que exhibe en piezas artísticas y de diseño un humor siempre cercano al sarcasmo. Para la narración ha imaginado obras que imitan el estilo de Tracey Emin, Jeff Koons, Martin Creed y otras primeras figuras del arte contemporáneo. Con un lenguaje que emula al empleado para acercarse al público infantil, Elia alude a la muerte de Dios, al sexo y a otros temas y obsesiones machacados en el arte posmoderno.

Helena Celdrán

Peter ve la gran vagina. A mamá le gusta la gran vagina. "Las vaginas grandes son feministas", dice mamá. Peter está asustado.

Peter ve la gran vagina. A mamá le gusta la gran vagina. «Las vaginas grandes son feministas», dice mamá. Peter está asustado.

No hay nada en la habitación. Peter está confundido. Jane está confundida. Mamá está contenta. "No hay nada en la habitación porque Dios está muerto", dice mamá. "¡Vaya, hombre!", dice Peter.

No hay nada en la habitación. Peter está confundido. Jane está confundida. Mamá está contenta. «No hay nada en la habitación porque Dios está muerto», dice mamá. «¡Vaya, hombre!», dice Peter.

Jane mira la pintura. Es una pintura bonita. "¿Por qué hay un pene en la pintura?", dice Jane. "Porque Dios está muerto y todo es sexo", dice mamá".

Jane mira la pintura. Es una pintura bonita. «¿Por qué hay un pene en la pintura?», dice Jane. «Porque Dios está muerto y todo es sexo», dice mamá».

 

"¡Mira!", dice Peter. "El conejo está muerto". "Yo creo que está feliz", dice Jane.

«¡Mira!», dice Peter. «El conejo está muerto». «Yo creo que está feliz», dice Jane.

"¿Tú eres una artista?", dice Jane. "No pude ser artista porque te tuve a ti", dice mamá. Peter y Jane se sienten culpables.

«¿Tú eres una artista?», dice Jane. «No pude ser artista porque te tuve a ti», dice mamá. Peter y Jane se sienten culpables.

'We Go to the Gallery'

Cuando Andy Warhol se ganaba la vida como dibujante comercial

Varios artistas: "Progressive Piano", 1952

Varios artistas: «Progressive Piano», 1952

Antes de convertirse en uno de los primeros artistas con condición de superestrella, Andy Warhol trabajó durante años como dibujante comercial para revistas, editoriales de libros y empresas discográficas. Era un recién llegado a Nueva York, ciudad en la que desembarcó, temeroso y sin contactos, en 1949, a los 21 años, después de vivir y estudiar Arte en su ciudad natal, Pittsburgh, donde había crecido en un ambiente de catolicismo bizantino y sobreprotección materna tras una niñez enfermiza —primero Corea de Sydenham y luego una escarlatina mal curada que derivó en la pérdida de pigmentación de la piel que le dió el aspecto de una figura de cera que sobrellevó toda la vida—.

A su llegada la gran ciudad, Warhol, que ya había dejado atrás el nombre bautismal de Andrej Varhola, era una persona extremadamente silenciosa e hipocondríaca.

Era un buen momento para buscarse la vida como ilustrador freelance —el boom económico posterior a la II Guerra Mundial había desatado el consumismo en los EE UU— y Warhol trabajó intensamente y casi sin interrupción. Estaba experimentando con la rudimentaria técnica que se convirtió con el tiempo en su imagen de marca como dibujante, la blotted line: dibujo de trazos de tinta sobre un papel no absorbente que luego se presiona contra otro papel para transferir las líneas. Sus trabajos como portadisca de discos, sobre todo para artistas de jazz, no eran excelentes ni demasiado personales, pero en ocasiones asoma entre la torpeza la filosofía que le llevaría a los libros de historia. «Cuando haces algo torpemente o rematadamente mal, estás en el buen camino y siempre consigues algo notable», resumiría años más tarde.

Aunque ya había comenzado a introducirse en el mundo de las galerías —en 1952 expuso por primera vez en Nueva York quince dibujos sobre cuentos de Truman Capote—, Warhol todavía no gozaba de liquidez como para permitirse una dedicación completa al arte. Su obra todavía no era conocida, se le consideraba un advenedizo buscando hueco y al pop art le faltaban unos cuantos años para explotar como fenómeno masivo: se suele aceptar como baile de debutantes del movimiento la exposición de Warhol en 1962 en la galería Ferus de Los Ángeles en julio de 1962, donde estrenó el mural con 32 reproducciones de lata de sopa de tomate Campbell’s realizadas sobre polímero sintético.

Hasta que llegó el momento en que el apelllido Warhol se convirtió en marca registrada y la caja empezó a reventar por los ingresos, siguió trabajando en los márgenes: autoeditando libros como el sorprendente Wild Raspberries (Frambuesas salvajes), con recetas de Suzie Frankfurt, una muy conocida decoradora de la bohemia neoyorquina y caligrafía de la madre de Warhol, la eslovaca Julia Zavacká. Los tres implicados estaban convencidos de que la exquisita edición tendría buenos recultados comerciales por la fascinación casi tóxica de los estadounidenses por la cocina francesa, pero patinaron: de los 314 ejemplares que editaron sólo una docena se vendieron. El resto terminaron como regalo navideño para los amigos.

Tres años después, Warhol comenzó a consolidar un imperio basado en el culto a la personalidad, el desprecio por los convencionalismos —que algunos consideramos pura pose: el tipo era un gran negociante con ojo de halcón para el dinero y sabía muy bien lo que hacía pese a la afasia con que transitaba por el mundo— y la ampliación del negocio Warhol a todos los ámbitos, incluso a algunos, como la fotografía, el cine y la producción musical, en los que no sabía cómo manejarse y hacía el ridículo sin vergüenza y con cara dura mientras su cohorte de fans le aplaudía las gracias. Tantos años después, la situación es la misma. Warhol cerró 2013 como el artista con mayor facturación en las subastas —casi 270 millones de euros frente a los 263 del segundo en el ranking, Pablo Picasso—.

En descargo del primer artista considerado como marca me enternece pensar que durante toda su carrera regresó una vez y otra  a la actividad que le daba de comer cuando era un don nadie: el diseño de portadas de discos. Firmó más de medio centenar y, pese a la repetición de la fórmula —serigrafías basadas en retratos—, lo hizo con dignidad y cierto cándido amateurismo, quizá lo único que retenía del chico silencioso e hipocondríaco que llegó a Nueva York a los 21 años con las manos vacías.

Ánxel Grove

 

‘In Orbit’, 10 días viviendo en una rueda

'In Orbit'

En la superficie interior y exterior de la rueda hay una silla, un escritorio, un mueble-cuarto de baño, una lámpara, una pequeña cajonera y una cama. Los creadores de In Orbit (En órbita) definen la instalación como «arquitectura performance« y ahora exponen su obra en The Boiler, una sala de exposiciones propiedad de la galería Pierogi de Brooklyn (Nueva York). La particularidad reside en que además los autores pasan las 24 horas en la estructura.

Boceto del proyecto 'In Orbit'

Boceto del proyecto ‘In Orbit’

La acción artística se inauguró el día 28 de febrero y durará hasta el 9 de marzo. En la rueda de madera y acero de más de 7,5 metros de alto creada por ellos, los artistas Ward Shelley y Alex Schweder habitan por separado el interior y el exterior de la circunferencia con lo mínimo para realizar actividades básicas diarias. Para dormir, sentarse ante el escritorio o lavarse las manos deben ponerse de acuerdo para rotar la vivienda y lo ideal es que realicen la misma actividad al mismo tiempo. Cuando abandonen el hogar circular el 9 de marzo la estructura permanecerá en la galería hasta el 5 de abril para que la visiten los curiosos también tras el experimento.

Ambos artistas tratan en su obra la relación entre los espacios y las personas. Schweder ve esa conexión como «permeable», la persona «percibe» el ambiente y se moldea a él, pero además altera ese ambiente para que «corresponda a su fantasía». Conoció a Shelley en 2005 y desde entonces han realizado varias instalaciones en torno a los «efectos sociales de la arquitectura».

Para Stability (Estabilidad)—una performance realizada en Seattle (EE UU) en 2009— ocuparon durante una semana una estructura de madera hecha por ellos en la que debían orquestar sus actividades para mantener el equilibrio de la pequeña vivienda. En Counterweight Roommate (Compañero de piso contrapeso)—realizada en Basilea (Suiza) en 2011— habitaron durante cinco días, atados con arneses, una construcción vertical en la que uno dependía por completo del movimiento opuesto del otro. «Cuando uno desea ir arriba a la cocina el otro debe bajar al baño», especifica Shelley en su descripción del proyecto.

En In Orbit vuelven a necesitar la ayuda del compañero de piso, pero no parecen estresados: en el vídeo se aprecia cómo se coordinan con cautela, casi con aburrimiento, acostumbrados a convivir de la manera más incómoda posible.

Helena Celdrán

In Orbit - Ward Shelley and Alex Schweder

«Debo contarte algo… Tengo el VIH»

Juliann © Adrain Chesser

Juliann © Adrain Chesser

Juliann, la mujer del retrato, acababa de ser invitada al estudio de su amigo Adrain Chesser, el fotógrafo. La mujer sólo había recibido una cita y acudió, seguramente no por primera vez, dispuesta a ser retratada por el siempre jovial Chesser.

El set estaba preparado e iluminado y la cámara montada en el trípode. Tras unas cuantas palabras de saludo y cortesía, Adrain pidió a Juliann que tomara asiento, ajustó el plano, enfocó, apartó el ojo del visor y  enfrentó la mirada de la mujer. Tenía en la mano un disparador remoto conectado a la cámara para poder disparar en cualquier momento.

«Tengo algo que decirte…», dijo el fotógrafo.

Dejó que la frase hecha, una invitación a la confidencia, reposara en suspense durante unos pocos segundos. Después la completó: «Tengo el VIH».

Con las siglas del virus del sida todavía resonando en el ambiente, el fotógrafo apretó en el obturador.

Chesser decidió contar así a sus conocidos y amigos más queridos que había sido diagnosticado, un mes antes, como VIH+. No pretendía «capturar el momento», afirma, sino crear «un ritual que nos ayudase a todos a superar el trauma».

I Have Something to Tell You (Debo contarte algo) es una serie a la que podríamos otorgar la condición de efectista. Con no menos razón debemos considerarla uno de los ejercicios más crudos de la dinámica fotográfica del retrato. Chesser, que tenía 39 años cuando recibió el diagnóstico de VIH+, sentía «pánico» frente a la idea de enfrentar a su círculo de amistades con la noticia. «Me sentía igual que cuando debía compartir algo incómodo con mis padres cuando era niño y temía el rechazo, incluso el abandono».

Durante dos semanas retrató a 47 personas en el set que se había convertido en un confesionario bidireccional —el fotógrafo que se reconoce enfermo ante el amigo que, a su vez, responde emocionalmente frente al primer contacto con la dolorosa información y entrega la emoción al enfermo—. Hizo más o menos dos rollos de película de 36 fotos a cada uno de los invitados. Mientras disparaba, imagen tras imagen, dejaba que los retratados oficiaran la ceremonia.

«Fueron todos muy valientes. Nadie me ordenó que parase, nadie se levantó y se fue… Hablamos, hubo lágrimas y risas, pero, sobre todo, hubo amor. Finalmente me di cuenta de que cuando eres sincero no hay abandono posible, como temía de niño. No hay palabras para expresar mi agradecimiento a todos los que participaron».

El proceso de selección de los retratos definitivos de cada persona no fue fácil, pero sí liberador. «Me di cuenta de que estaba buscando las imágenes que reflejaran mejor mi propia experiencia, como si quisiera que fuesen autorretratos«, recuerda el fotógrafo, que optó por una paleta de colores muy saturados porque la combinación de retrovirales con la que se medicaba entonces tenía como efectos secundarios las alucinaciones y los sueños anormales.

Chesser, que había aprendido fotografía como ayudante de Rosalind Solomon, una de las grandes cronistas visuales de los primeros años de la pandemia, es gay y se contagió por practicar sexo no seguro. Ha desarrollado el sida, pero ahora se siente «increiblemente feliz y saludable». Los últimos análisis indican que las constantes inmunológicas son las normales para una persona adulta y el VIH es casi indetectable en las pruebas.

Desde 2007 hasta 2012 se embarcó en una esperiencua singular: vivir como un nómada con el grupo The Hoop, una comunidad primitivista que desea regresar a la simpleza de los cazadores recolectores para entender a la naturaleza y aprender de su múltiple sabiduría. Acaba de presentar un libro sobre su deriva durmiendo al raso y alimentándose de lo que cae con otros renegados de la sociedad. Se titula, no por casualidad, The Return (El regreso). Ninguna de las imágenes es un disparo a bocajarro y con trampa. Creo que es el mejor de los síntomas de la buena salud de Adrain Chesser.

Ánxel Grove

Compartir un pastel en un vagón del Metro de Nueva York

El pastel está hecho, sólo hace falta ponerle la crema y adornarlo. Bettina Banayan comienza a extender la densa capa sobre el bizcocho, un hombre la mira de vez en cuando extrañado, riéndose discretamente junto a la chica que va con él y meditando si la inesperada pastelera puede estar trastornada. El hecho diferencial es que Banayan está en el Metro de Nueva York, sentada en un asiento plástico naranja, con unos guantes de látex y rodeada de desconocidos que reaccionan de diferentes maneras ante la situación.

La performer —que desde 2011 ha realizado acciones artísticas relacionadas con el Metro, entre ellas picar una cebolla sobre una tabla de madera sobre el regazo— aprovecha su reciente titulación en Artes Culinarias por el Instituto Culinario Francés de Manhattan (Nueva York) para poner en práctica sus conocimientos en una nueva intervención.

Una ayudante la graba desde la fila de asientos de enfrente mientras ella unta la crema con calma. Algunos pasajeros la ignoran intencionalmente o hacen fotos con el móvil; otros la felicitan por ser «creativa» y ella agradece el cumplido respondiendo «me gusta compartir la comida con la gente». «¿De quién es el cumpleaños?» —pregunta un curioso— «de todo el mundo», contesta Banayan.

«Los neoyorquinos no son muy afables los unos con los otros. Estamos compartiendo el espacio privado, sobre todo en el Metro. Creo que es importante tener un sentido de comunidad», declara tras decorar el pastel con nata y dispuesta a compartirlo sacando platos de papel y tenedores de plástico.

Algunos aceptan encantados, otros preguntan con timidez si pueden comer un trozo. Los platos endebles comienzan a circular por el vagón y muchos esbozan sonrisas. El hombre sentado junto a la performer dice que no de primeras, pero luego no puede resistirse a probarlo. «Me alegra que al final dijeras que sí», le confiesa ella.

La artista revela en su blog que sintió cierta inseguridad al realizar el proyecto y que fue precisamente la ayudante que grababa (Vanessa Turi) la que la ayudó con su presencia a sobrellevar el corte.

Además, Turi sirvió también de inspiración para la iniciativa: «Vanessa me dijo una vez que cuando va en Metro a veces se ve en el reflejo del cristal escuchando música y parece enfadada aunque no lo esté. Creo que mucha gente se puede identificar con eso. Aunque sería muy difícil y a lo mejor imposible cambiar permanentemente esa conducta estereotípica, me emocionó ver a la gente relacionándose y compartiendo comida aunque sólo fuera por unos minutos».

Helena Celdrán

272 horas en Google Maps para los 28.000 kilómetros de «En la carretera» de Kerouac

Las 55 páginas del libro On the Road for 17.527 miles son algo así como la traducción 2.0 de un viaje mítico, el de la novela En la carretera, el tránsito enfebrecido de Jack Kerouac (1922-1969) por 28.000 kilómetros de asfalto.

Muchos años después —63 tras la escritura de la obra y 58 tras la publicación—, el alemán Gregor Weichbrodt ha volcado en Google Maps (a través de las indicaciones de ruta de la aplicación) todos los detalles geográficos que aparecen en la obra. El resultado es un libro de 66 páginas colmado de carreteras, ramales, cruces, ciudades, puebluchos, gasolineras y otros detalles para emular el tránsito de los héroes con sed de camino de Kerouac. La publicación es gratuita y también se exhibe hasta el 30 de marzo en el festival Poetry Will Be Made By All! (¡La poesía estará escrita por todos!) en Zurich.

Dos de las páginas de "On the Road for 17527 Miles"

Dos de las páginas de «On the Road for 17527 Miles»

Los periplos de En la carretera —cuatro recorridos reales de Kerouac y su colega Neal Cassady (1926-1968) entre 1947 y 1950— se quedarían así para un potencial eviajero en 272 horas de camino por la superficie virtual de los mapas electrónicos.

Weichbrodt, una persona que siente curiosidad por la forma en que las palabras y el lenguaje modelan el mundo transformándolo en realidades paralelas o imaginarias que en ocasiones, y En la carretera es un ejemplo, tienen más substancia que la realidad misma, es consciente de que su iniciativa es una perversión. «Si Kerouac hubiera tenido un sistema de GPS se habría sentido menos libre. Me parece bastante desalentador mostrar un montón de direcciones de ruta para ir en busca del autodescubrimiento».

Por mucho que algunos sectores académicos la sigan tildando de obra menor y mal escrita, no es la primera vez que la deslumbrante novela —que debe leerse cuanto antes para que la bofetada de libertad que recibes sea intensa, digamos, a los 14 ó 15 años, cuando eres receptivo y no estás contaminado por los deberes sociales— demuestra su permanente vigencia (en el blog dimos cuenta, por ejemplo, de una versión para iPad que rezuma patetismo hipster).

Mapa dibujado a mano por Kerouac del primer viaje de "En la carretera"

Mapa dibujado a mano por Kerouac del primer viaje de «En la carretera»

El mensaje primordial de En la carretera, el movimiento es la mejor cura contra la melancolía, es predicado por todas las tradiciones : «Quien no viaja no conoce el valor de los hombres», dice un proverbio árabe; «el Camino Sin Rumbo, donde los Hijos de Dios se pierden y, al mismo tiempo, se encuentran», escribió el místico dominico Meister Eckhart; «se resuelve andando», resumen un proverbio beduinos; «¡seguid la marcha!», fue el último consejo de Buda antes de retirarse al nirvana. En suma, como sostenían con su anárquica simpleza los cowboys de las praderas, «un hombre de a pie no es un hombre».

También con Google Maps como plataforma, existe un homenaje mucho más dulce y literario al ir y venir incansable de Kerouac y Cassady por el suelo estadounidense. Lo realizó con paciencia y amor el escritor Dennis Mansker con mapas interactivos de los cuatro viajes narrados en el libro y citas textuales del libro que emergen de la cartografía en cada uno de los lugares citados:

  • Mapa Uno: verano de 1947, de Nueva York a San Francisco pasando por Denver y regreso.
  • Mapa Dos: invierno de 1949, de Rocky Mount (Carolina del Norte) a San Francisco pasando por Nueva Orleáns.
  • Mapa Tres: primavera de 1949, de Denver a Nueva York pasando por San Francisco.
  • Mapa Cuatro: primavera de 1950, de Nueva York a México DF pasando por Denver.

Por mucho fanatismo y amor que se ponga en el empeño, la verdadera experiencia de En la carretera es leer el libro y, si uno es capaz, tiene zapatos y valentía, enfrentarse a la experiencia nómada de dejar que sea el camino quien decida el movimiento para curar la enfermedad primordial a la que se refería Kerouac: «¿No es cierto que se empieza la vida como un dulce niño que cree en todo lo que pasa bajo el techo de su padre? Luego llega el día de la decepción cuando uno se da cuenta de que es desgraciado y miserable pobre y está ciego y desnudo, y con rostro de fantasma dolorido y amargado camina temblando por la pesadilla de la vida».

Modelo de Hudson de 1949 como el usado en el segundo viaje de la novela de Kerouac

Modelo de Hudson de 1949 como el usado en el segundo viaje de la novela de Kerouac

Sólo hubo un mecanógrafo capaz de escribir de un tirón una de las novelas más particulares de la historia. Kerouac lo hizo sobre un gran rollo de teletipo de 40 metros de largo porque, como no quería perder el tiempo cambiando de folio, tomó aire y vomitó palabras como un bendito loco.

Hasta el último momento, cuando el alcoholismo le llevó a la neurosis y la paranoia, vivió en la nostalgia de aquella novela fabulosa. Poco antes de morir a los 47 años y con el hígado reventado, resumió así la pretensión antiliteraria de En la carretera: «Tan sólo queríamos follar».

Ánxel Grove