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Pesadilla en la cocina o cómo dar perca por liebre

En esta ocasión Chicote aterrizó en un buffet libre brasileño en el que no entraba ni la Guardia Civil persiguiendo al Lute.

Ojo a la entradilla de Chicote grabada en la Castellana. Y cuando digo en la Castellana me refiero a en medio de la calzada. En plena Castellana, con dos criadillas de toro, claro que sí. Que se aparten los coches, joder.

«Yo no tengo que chupar los huevos de nadie, si me suben el sueldo es porque lo merezco», dijo el camarero casi como carta de presentación. Es genial. La próxima vez que vaya a una entrevista de trabajo lo voy a utilizar.

– Hola, soy Gus Hernández y no me hace falta chuparle los huevos a nadie.

– Contratado.

El buffet libre «frío» era como la mesa de trabajo de Hannibal Lecter. Eso no eran platos típicos brasileños, eso era una colección de animales atropellados en la autopista.

«Lo que sobra se guarda y se saca mañana o dos o tres días», dijo el camarero, que era la versión adulta y brasileña del chivato de mi cole.

«No sé si debería trabajar en un brasileño o en una parrilla, porque es un brasas de cuidado», dijo del camarero Chicote, que siempre tiene una metáfora culinaria que aportar.

Ya entiendo lo de la entradilla hecha en medio de los carriles de la calzada: mejor morir atropellado que comerse lo que ponían en ese sitio. De hecho, Chicote se santiguó antes de meterse la comida en la boca.

Si soy yo, además de santiguarme me tatúo un cristo encima del corazón y hago testamento.

Había tantas cosas mal que el chef tuvo que pedir un papel para ir apuntando y que no se le olvidara criticar nada. Y claro, los del restaurante veían a Chicote apuntar y apuntar y se iban poniendo blancos que al rato eso no parecía un brasileño, sino un nórdico de los del norte, norte.

Para el dueño del restaurante Chicote es «un exagerado». Jolin, claro, que picajoso el tipo este, sólo porque la comida pareciera una diarrea de cabra con colitis.

De hecho, por poner un ejemplo, servían perca (que para que os hagáis una idea es uno de los peores pescados que hay junto con la panga) y decían que era mero. Tenían un control tal sobre su producto que para saber qué cojones era tuvieron que ir a mirar la caja de donde lo habían sacado.

Ojo, que en el albarán ponía que era mero. Me gustaría saber quién es el proveedor malasangre que les sirve a esta gente, más que nada porque se merece un auto de fe en la plaza mayor.

Cuando se lo tuvieron que explicar a unos clientes pasaron de llamarle «pachanga» a «la paca»

«Chumimango», decían en lugar de «chutney de mango», total, chumimango parece más molón, más brasileño y más de todo.

Al acabar de no comer Chicote les soltó el discurso estrella, el de «vais a matar a alguien». «La única suerte que tenéis es que como no entra nadie no le podéis matar», dijo el chef.

Y la dueña llorado a moco tendido como si todo aquello fuera una sorpresa y nunca hubiera estado allí ni fuera cosa suya.

– Mire señor juez, yo tenía el cuchillo en la mano y aquel tipo tropezó y se lo clavó en el corazón. Y así las setenta veces siguientes.

En la cocina la cosa era un sindiós de padre y muy señor suyo. El Jefe de cocina era ayudante de cocina y el ayudante de cocina era prácticamente un tipo que pasaba por allí. Ambos rumanos, lo cual ayuda mucho a la hora de darle el punto brasileño a las cosas.

No sé si alguna vez os he hecho esta analogía, pero por algún motivo, así como a nadie no se le ocurriría montar un taller mecánico sin mecánicos, hay mucha gente a la que le parece una idea maravillosa montar un restaurante sin un cocinero.

El caso es que Chicote se puso a hablar con la mujer del dueño, o sea, la dueña y ésta le contó hasta las infidelidades del marido. Si la dejan seguir hablando se remonta a sus orígenes y le cuenta hasta los orígenes del Amazonas.

Chicote les llevó a su carnicero de cabecera para que les enseñara de dónde sale la picaña (tapilla) y demás partes de la vaca, porque los del restaurante no habrían sabido diferenciar una vaca de un conejo.

Nunca he visto a tanta gente capaz de complicarse la vida. «No serían capaces de sacar adelante ni un puesto de castañas», dijo Chicote. ¿Un puesto de castañas? Si lo lleva esta gente sale ardiendo el puesto y la mitad de la ciudad.

Pero ojo, que en ese restaurante el cliente siempre tiene razón. Ah, no, esperad, que si un cliente se queja le montan un pollo que te cagas y poco más o menos que le llaman gilipollas.

Porque había cámaras, que si no lo mismo coge el camarero la comida y se la hace tragar empujándola con la escobilla del váter. Por quejarse, habráse visto.

Y la cosa acabó como siempre: con el local precioso y muchas buenas intenciones. Qué ganas tengo de que hagan otro pase de «Qué fue de…».

Pesadilla en la cocina o cómo servir filetes de unicornio

Una nueva entrega de Pesadilla en la Cocina, programa que nunca deja de sorprendernos. De sorprendernos por haber comido por ahí y no haber muerto nunca intoxicados.

A estas alturas creo que, si he pasado la prueba de comer de menú por aquí y por allí, me puedo comer un perro muerto y en lugar de estirar la pata, engordo.

El restaurante que nos ocupa no es un restaurante normal. Es el puñetero Titanic de los restaurantes. Por grande, por recargado y por lo del hundimiento.

Se suponía que iba a ser el restaurante persa más importante de Europa. En Rivas Vaciamadrid. Que ojo, no tengo nada en contra de Rivas, pero no creo que fueran a venir muchos europeos (ni madrileños) hasta Rivas a comer en un persa…

Y menos en ese. Estaba la sala llena de cosas persas, incluidos bustos de Darios y Jerjes barbudos que acojonaban. ¿Cómo vas a disfrutar comiendo mientras te mira gente muerta y barbuda? No se puede. No.

Además, es difícil comer comida iraní o persa cuando en el local persa sólo sirven comida española. Es como ir a Japón a que te pongan un rabo de toro estofado y exigir que te lo sirva un mariachi vestido de guerrero Masai.

El camarero era un as. Podría haber protagonizado El lobo de Wall Street o Mentiras Arriesgadas, cualquiera de las dos, porque qué bien mentía. Te viene uno de los chefs más prestigiosos del mundo y le intentas estafar diciéndole que tienes boletus frescos cuando no hay.

Muy bien muchacho. La próxima vez que vea a Chicote le diré que tengo unos maravillosos filetes de unicornio, que si quiere probarlos.

Al solomillo de cerdo le ponían «ibérico» porque solomillo de cerdo a secas no sonaba bien. Vale, genial, sigamos razonando como en ese restaurante: «Vendo Opel Ferrari 1.200 con elevalunas eléctricos manuales y aire acondicionado a lo deprisa que vayas y de cuánto abras las ventanillas». Me forro.

Otro ejemplo: El rodaballo era salvaje. «No sé qué es salvaje, ¿que tiene que estar peleando encima del plato?«, se preguntaba el camarero, que entiende de cocina lo que yo de fístulas anales en invertebrados. Era rodaballo de piscina.

Liberad a Rodabaly, la historia que conmovió a Spielberg. Pero conmover en el sentido de que le produjo una colitis que si no se la tratan se amortaja echándolo todo por el asterisco.

Fijaos lo que es la costumbre: entra Chicote en una cocina y si no está llena de mierda, te quedas con las ganas. No sé, debe ser el síndrome de Mierdocolmo.

«Yo mentiroso no soy. ¿Engañoso? cierto», así lo expresaba un camarero, que miente tan bien que si le pusieran un polígrafo las agujas se pondrían a lo Eduardo Manostijeras y montarían una escabechina con los presentes.

Menos mal que había un jefe que sabía meterle tensión a las cosas. Sí, entraba en la cocina y decía bajito «vamos, vamos, vamos». Era como un teletubbie que llevara un escuadrón de legionarios.

Chicote les hizo una trece catorce para espabilar al personal, diciéndoles que se rendía, que abandonaba. Y claro, a todos les dio un sofoco que ríete tú de la menopausia.

Y entonces llegó un dramón que casi hace que llore Chicote, porque la verdad es que la cosa estaba chunga. Así que al chef se le enterneció el corazón y decidió seguir adelante.

A mí también me enterneció un poco, la verdad, porque los dueños parecían simplemente buena gente desbordada y por lo general, eso hace que los demás, en lugar de ayudar, se echen al cuello.

El caso es que el local quedó que se tuvo que herniar más de un obrero, pero lo hicieron. Y se me va el tono, pero os diré que Chicote, proponiendo y cediendo recetas que él mismo vende y ha vendido, es muy generoso.

Y bueno, parece que la cosa se arregló… ya veremos la temporada que viene, cuando vuelva Chicote.

Los resultados entre espectaculares y terroríficos de Pesadilla en la cocina

Ya sabéis que la última entrega de Pesadilla en la Cocina va de que Chicote regresa a cinco de los restaurantes en los que estuvo y se supone que arregló… Este tío es masoquista.

Pero profesional. Este en la cámara frigorífica del restaurante tiene montada una mazmorra llenita de aparatos de tortura y de atuendos de cuero y látex. Gasta más en látigos que en espátulas.

En fin, veamos lo que pasó.

El primer restaurante al que volvió era La Tana.

Ya sabéis, ese local pretendidamente motero que ponía una comida tipo croquetas de jamón con esencia de menta. Dios. Es más ético cruzar genéticamente un humano y un caniche.

El dueño era ese señor que se quejaba hasta de la densidad molecular del aire.

Han mejorado mucho. Ahora sirven de menú del día la revolucionaria oferta consistente en: espaguettis carbonara, ensalada de melón, crema de calabacín, escalopín de pollo, atún aceite verde (que no se qué es) y croquetas. Ríete tú de Adriá y el nitrógeno líquido.

El local estaba igual que como lo dejó Chicote, pero no estaba Claudia, la cocinera rumana que tenía más cojones que el caballo de Espartero con una reacción alérgica en los mismísimos.

«La ley de Murphy: hazlo o no lo hagas, pero no lo intentes», dijo el dueño. Menos mal que ahí estaba Chicote que es más friki que comer empanada de paloma a corregirle: «eso es del maestro Yoda».

En cualquier caso, fue el primer triunfo de Chicote: habían mantenido sus enseñanzas como lo habría hecho Luke y la cocina ya no era ese lugar en el que moriría una cucaracha por intoxicación alimentaria, sino un lugar limpio.

Y la comida, bien. El plato estrella, la hamburguesa, pasó el filtro de Chicote. Y cuando digo filtro me refiero al gaznate.

El dueño es muy agradecido. Chicote le regaló un balón de rugby firmado por él y lo primero en que pensó el tipo es en venderlo en internet a ver cuánto le daban: «habrá frikis de Chicote, digo yo».

El siguiente local fue La Zapatería.

Eso era como el infierno al que van los inspectores de sanidad si mueren y se han portado mal. Era ese sitio en el que el relaciones públicas pretendía ser un relaciones púbicas (sin éxito).

Por lo pronto la cocina parecía estar bien. Tampoco es que se metieran mucho a investigar… al cocinero también le habían cambiado.

«¿Qué pruebo?», les preguntó Chicote. «Ah, pero ¿vas a probarlo?«, le respondió el dueño. Mal rollo. Es como cuando te dicen que hay examen sorpresa y tu dices ¿pero hoy?

La comida… a ver, sirven una paella que tenía toda la pinta de poder usarse como engrudo para la construcción de búnkeres antibomba.

Y al dueño no le gustó y se enfadó y tuvo que decidir entre no respirar y ponerse morado o irse. Y se fue, privándonos de ver un bonito color asfixia. Para el dueño el problema es el carácter de Chicote.

Resultado: fiasco.

Siguiente: Nou Set.

Era un restaurante temático de la biblia, concretamente dedicado a Abel y Caín en versión hermanas. Había el mismo amor fraternal que en la matanza de Texas.

Había además una cocinera que quería probar la comida de Chicote. Bueno, o hacérsela. En fin, que quería probar las mieles del cocinero. Chicote no ha pasado más miedo en la vida.

Ahora es todo candor y limpieza, como un episodio de Candy-Candy. Resultado, chachi piruli todos somos felices.

Más: El yugo de Castilla.

Era el local ese con pinta de cueva cuyo dueño tenía pinta de darle más al alcohol que Don Limpio desinfectando un quirófano.

«Varios amigos ya me han avisado de que se ha pasado mis consejos por el forro«, dijo Chicote, que iba convencidísimo como los corderos de la familia de Clarice Starling.

Por lo pronto el tipo del restaurante se había deshecho la reforma que le dejó Chicote. Qué le vamos a hacer, al dueño le gusta que eso parezca el pasaje del terror o la morada de Jabba the Hutt.

«Que me quiere hacer trabajar, que se quede con la bodega y yo me voy a Hollywood», dijo el dueño, muy sensato y centrado.

Chicote no lloró de puro milagro.

Y el último. El último agave.

Os acordaréis enseguida: era el restaurante en el que se encontró Chicote un ratón dentro del lavavajillas y en el que una de las dueñas le daba al tequila que era la envidia de Pancho Villa.

Pues primera impresión: bien. La dueña seguía espídica y en mi humilde opinión insoportable. De hecho, habían largado a uno de los socios. «Había una rata y un ratón, fuera la rata y el ratón también«, dijo diplomática de su socio. Justo antes de meterse dos chupitos de tequila que eran como vasos de tubo.

El caso es que la comida estaba bien y en la cocina lo único muerto era la comida que se servía.

Resultado: guay.

Bueno, tres de dos, no está mal. Enhorabuena Chicote.

Pesadilla en la cocina o como montar un restaurante-sanatorio

Si leeis entrevistas a Chicote (como ésta) veréis que muchas veces le preguntan por la veracidad de las cosas, si hay guión, si la gente interpreta… El siempre dice que todo es real como la vida misma y yo le creo.

Y eso que hay veces que cualquiera dudaría, como en el último capítulo, en el que el local que visitó parecía un sketch de Muchachada Nui.

Empezando por el hecho de que hay un camarero que va vestido de pingüino y canta porque dice que él no ha nacido para poner cafés sino para ser artista (y que le da de comer a un perro que nadie sabe porqué pero está dentro del local subido a un poyete), porque la dueña también es artista y el dueño y la cocinera están a verlas venir y todo el mundo se lleva mal. Eso no era un restaurante, era un sanatorio de los años veinte.

El camarero canta. O sea todo el puñetero día cantando, supongo que esperando a que algún jubilado aficionado al orujo le descubra en la taberna y le lleve al estrellato de la música.

Y claro, vio llegar a Chicote con las cámaras y se volvió loco. Y él cantando, y el dueño dándole con la mano para que se callara y Chicote flipando como si estuviera en un restaurante de Venus.

Por lo pronto las cartas del restaurante, que eran de esas plastificadas guarras, tenían más mierda que el rabo de una vaca. Ah, y ponía «Rivera del duero», con v.

En este país se sufre mucho, pero las que más, las imprentas. No hay falta que pilles que el responsable no diga que es un fallo de imprenta (de hecho, si veis una falta en este post es culpa de la imprenta) Sería la primera imprenta que conozco que se dedica a escribir y no a imprimir.

Mientras Chicote esperaba la comida el camarero huyó como alma que lleva el diablo a enseñarle su «videobook», como si Chicote fuera representante y no cocinero. Antológica fue, claro, la cara de Chicote de qué cojones me estás contando Antoñita que esto me importa una mierda.

Y como con Chicote no había triunfado se lió a cantarle a dos señoras que estaban allí comiendo y a las que les cortó la digestión que ni bañándose en el atlántico después de jamarse un cocido.

Pero oye, que todo se compensa con el buen rollo y la sintonía que tenían la cocinera y la dueña: «cuando la veo me dan ganas de cogerla y estrangularla«, dijo la cocinera de la dueña. Alegría. Alboroto. Otro estrangulamiento piloto.

Bueno, vale, tampoco había buen rollo. ¡Pero la cocina era una patena! Aunque la ensombrecía un poco el hecho de que la freidora tuviera pinta de poder generar vida por sí misma sólo empleando los materiales biológicos pegados a la misma.

Había trozos de carne para filetes que no eran de vaca, eran del cadáver de un señor de Cuenca que palmó el año pasado y al que habían exhumado para sacarle los lomos.  

 Bueeeeeeno, vaaaaaaaale, tampoco había buena comida, pero al menos sí sabían hablar con propiedad. Como por ejemplo el dueño, que dijo «me he visto con vergüenza ajena de mí mismo».

Joe, tampoco. Pero por lo menos estaban a lo que estaban, a dar comidas y atender el lugar… bueno, hasta que el camarero se puso a enseñarle a Chicote las fotos de Interviú que hizo la dueña. Así, a palo seco.

Ay, dios, que se me acaban las posibilidades. ¡Tenían la última tecnología en la cocina! Por ejemplo, un canto rodado para hostiar a los filetes y hacerles confesar. Con esa piedra se podía taponar el canal de Panamá.

A ver… esto… Bueno, por lo menos la seguridad era lo primero. Por eso el dueño, con más de una cerveza encima se puso a cortar jamón como si fuera un caballero Jedi con calambres en los brazos. Bueno y el cubo de la basura estuvo a punto de salir ardiendo… detallitos.

¿Del ambiente he hablado ya? Bueno, no hay nada que guste más que comer viendo una cocina llena de roña con gente discutiendo dentro. No sé, es como que la comida sabe mejor.

En fin, me rindo. Esto no había por dónde cogerlo… A veces no sé cómo Chicote no se larga y se mete a picador en una mina. Hay que tener ganas para quedarse en un sitio así.

Si no vales, no vales, y si no lo sabes, Chicote te lo explica

Igual que a nadie le da por poner un taller para trabajarlo sin tener ni puñetera idea, ni nadie se monta un laboratorio de genética sin saber lo que es un gen, me pregunto por qué cualquiera piensa que puede montar un restaurante.

Y claro, pasa lo que pasa, que se lo montan y se va al carajo. Y más cuando piensas que molas que te cagas y que los otros siete mil millones son gilipollas y no lo saben.

Hoy os hablo de la última visita de Chicote a un restaurante donde hacían «cocina de intuición». Después de que nadie supiera explicar qué cojones es eso, creo que se trataba de que ellos te ponían una cosa en el plato y tú tenías que intuir qué era.

De hecho, se ponían a explicarte un plato y empezaban por contarte que de cualquier cereal se puede hacer una masa. Es como si preguntas por el apocalipsis y te empiezan a contar que dios creó la luz y que le pareció bueno.

Las explicaciones que daban allí para decir «albóndigas de cordero» era tan compleja que se la cuentas a Einstein y tiene que hacerse un esquema.

Luego la dueña y cocinera lo explicó muy bien, dijo que quería hacer «algo diferente sin perder la originalidad de ser original de origen«.

Para ella una coca (un plato típico valenciano) era cualquier cosa que llevara pan. O sea, tú coges unos callos a la madrileña y les pones un churrusco encima y es una coca. Es más, coges a un señor de Albacete y le metes por el recto un colín y es una coca.

Por fortuna, la mujer era muy de aceptar los consejos de alguien a quien ha llamado para que la ayude. ¿Cómo? Ah, no, me informan por el pinganillo que no, que la tía tenía la cabeza más dura que el cerrojo de un penal.

«Este tío sabe mucho, pero está pirao», dijo de Chicote. «Soy una gran chef aunque no sea conocida«, dijo de sí misma y como conclusión, intuyó que Chicote tenía intenciones perversas: «convertirla en una más».

Sí, probablemente Chicote temiera que le robara clientes y le quería hundir el negocio. El hecho de que debieran medio millón de euros antes era puramente circunstancial.

Ella sabía una cosa: Los clientes quieren el arroz amarillo. AMARILLO. El blanco es malo, el amarillo bueno. Además de pensar como los vietnamitas que le disparaban a Rambo, esta mujer usaba el colorante hasta para pintar la fachada.

En un momento dado, el narrador del programa, ante la llegada de clientes dijo: «La presencia de Chicote hace que el servicio de cenas esté más animado de lo habitual«.

¿La gente es suicida o qué? A ver, yo no iría a un restaurante de esos después de que Chicote pase por ellos (porque me da que a los dos días vuelven a las andadas) pero lo que es ya de apreciar poco la vida es ir cuando Chicote aún no ha metido mano.

Cuando la cosa empezó a ir bien (el problema era que no entraba gente) y empezó a entrar la gente también se enfadó, porque había mucho trabajo. Y claro, el camarero debió pensar que así se las ponían a Felipe II y se piró también.

La cosa terminó como suelen terminar estas cosas: con Chicote haciendo un restaurante nuevo, una carta nueva y con la cabezona de la dueña sin estar convencida de nada.

Éxito seguro.

Lanzarle un chuletón a tu jefe es tendencia en la oficina

Imaginaos que vuestro jefe os hace una corrección (por otro lado con toda la razón) y le lanzáis un chuletón. ¿Muchachada Nui? ¿Dalí haciendo un corto borracho? No, Pesadilla en la Cocina.

No me cabe duda de que cargarte medio puesto de trabajo y lanzarle cosas a tus jefes puede ser terapéutico, pero no es plan. Cosa que no sabe la camarera de la última entrega de Pesadilla en la Cocina.

Se trataba de una taberna, restaurante o túnel del terror que llevaban tres socios: dos hermanos y un primo. En él había una cocinera que porque le dio por la cocina, pero que podría haber sido sargento de la legión o cliente de un centro de reposo.

Para que os hagáis una idea, la muchacha hablaba así de sus amados jefes: «el problema es que son todos una panda de gilipollas». Ah, la sinceridad, que gran cualidad. Si no os queréis lanzar al río deprimidos no le preguntéis nunca a esta mujer qué tal os queda ese modelito que os acabáis de comprar.

La verdad es que la muchacha tenía un arte torero tirando platos al suelo que daba gusto verla. De hecho, deberían reorientar el negocio y montar un espectáculo en el que la gente pagara por verla lanzar platos al suelo. Raro será que no la llamen de Cándido un día de estos.

Eso sí, las normas de sanidad las lleva a rajatabla. Pero literal, que coge la tabla con las normas y la revienta. Como es de fuera y a lo mejor no habla el idioma bien del todo y donde ponía «ley antitabaco» ella leyó «fuma en la cocina cuando te salga de los ovarios«.

Eso sí, la muchacha come de todo. Pero de todo. De hecho, a Chicote le dijo «pero que guapo eres, Chicote, qué culito tienes«. Esta es la única persona en el mundo a la que le gusta el brócoli, las coles de Bruselas y la coliflor, todo a la vez.

Pero una buena cualidad sí tiene: cuando dice una cosa la mantiene y sabe reconocer sus errores. Por ejemplo, cuando le preguntaron por lo de lanzar los platos dijo «me da vergüenza… qué coño, bien lo he hecho».

Al próximo colega que vea le digo: «me caes fenomenal, maldita montaña de mierda«. Total ya…

Pero no deja que el desánimo la posea, ella es muy segura. Después de insultar a sus jefes, de tirarles los platos y de que el propio Chicote la pillara fumando, va y le dice al Chef que si la lleva a trabajar con él. Es como si pillaras a Drácula mordiendo a alguien y luego te pidiera que le dejes olerte el cuello.

Y amistosa, oye, y sociable, ¿pues no le dijo a Chicote que la agregara en el Facebook? Bueno, eso si no se enfada antes con Facebook y comienza a lanzarle chuletas de cordero a Mark Zuckerberg.

En definitiva, es una joyita. Su última cualidad: es emprendedora. «Cuando me toque la lotería voy a montar un restaurante en Rumanía y le voy a llamar ‘La Chicota'». Lo va a petar.

Cómo ser Justin Bieber y sentirte incómodo mientras comes salmorejo

Chicote, mirando con asquito algo (LA SEXTA).

Chicote, mirando con asquito algo (LA SEXTA).

Ha vuelto pesadilla en la cocina. Y no os hablo de cuando va tu madre al piso de soltero y tienes que prenderle fuego para que no vea la mierda que acumula la cocina, no, os hablo del programa de Chicote.

En esta ocasión el cocinero de las chaquetillas que harían que le sangraran los ojos a Paco Clavel se atrevió con una taberna en la aldea del Rocío, ese lugar donde va gente que salta una reja para sacar a hombros a una virgen y donde dejan a sus hijos en manos de desconocidos para que los froten contra la susodicha virgen.

De hecho, el tema de la virgen es una de las cosas que más llama la atención de la taberna. Estaba llena de vírgenes. Cuadros de vírgenes por todos lados. ¿Cómo vas a comer a gusto así, si parece que te vigilan?

Si es que con tanta virgen mirándote te tienes que sentir como Justin Bieber en un concierto. Y ojo con chuparte los dedos o limpiarte en el mantel, que sale una del cuadro y te suelta una colleja que te pone las cervicales en órbita.

Eso de que un trabajador contento es un trabajador productivo es una verdad como una casa. ¿Por qué? Pues porque el dueño de la taberna no tenía contentas a sus trabajadoras, digamos que habrían preferido picar en una mina de carbón del siglo XVIII, y cuando Chicote les preguntó confesaron a la primera.

«Una vez comí aquí y me encontré una cucaracha en las albóndigas», le dijeron. De verdad, odio a la gente que no entiende la comida fusión. Joder, es que no eran albóndigas, eran esferas de proteína estofada con reducción de blatodeo. Una delicatesen. Con lo que cuesta encontrar buenas cucarachas gordas.

Por algo decía el dueño que la comida era «casera». Los bichos los criaban allí mismo. Es como la gente que tiene sus propias huertas o sus ganaderías.

Eso sí, allí estaba la madre del dueño, que a simple vista parecía una señora, pero en realidad era una máquina esterilizadora que le das un puñado de bisturíes y te los deja como los chorros del oro.

¿Pues no estaba Chicote sentado y le hizo levantarse para limpiarle el asiento? Si se descuida Chicote le limpia el asiento y luego subiendo, subiendo, le deja el tracto intestinal como una tubería de pvc.

Como suele pasar con estas cosas, Chicote probó la comida y no comenzó a echar espumarajos por la boca de milagro. ¿Valientes los astronautas? ¿Valientes los soldados? Y una mierda como la cúpula del Vaticano.

Valiente Chicote, que le dices que hay cucarachas en las albóndigas y todavía tiene genitales de comerse la ensaladilla, con la pinta que tenía el local de haber inventado allí la salmonela y tenerla patentada. Cada vez que alguien pilla la salmonela en el mundo, les tienen que pagar royalties.

Peeero no pasa nada, porque el dueño lo justificaba diciendo que eso «no es es un restaurante, sino una taberna». Claro, una taberna de las de Alatriste. O sea, de hace unos pocos siglos. Y no había señoritas de vida disoluta y mejillón sifilítico de milagro.

En un momento dado, viéndose injustamente criticado con las pijadas y la actitud tiquismiquis de Chicote, el dueño oyó que la virgen le llamaba. Pues no sería para que le llevara de comer. Eso seguro.

En otro lance se puso a gesticular con un cuchillo en la mano que ríete tú de la Tizona. Si en ese restaurante no hay la mayor concentración de mancos del país es porque la virgen no quiere.

Y entonces, dándole la razón a la camarera choni, apareció por la cocina una alegre cucaracha paseando por la pared. Eso sí, cuando una clienta se quejó de que había un pelo en la comida, el dueño dijo que la gente le ponía pelos y moscas a la comida aposta.

«¡Manolo, vamos a cenar a algún sitio caro, pero no te olvides de coger las moscas!» (sí, no me cabe duda de que habrá quien lo haga, pero no parecía el caso).

El problema de todo esto es que los del restaurante se equivocaron llamando a Chicote. Tenían que haber llamado al de Hermano Mayor. El dueño tenía una media hos… hos… pitalidad que no se la quitaba nadie.

En un momento dado apareció un autobús y la voz en off del programa dijo «aparecieron unos voraces y exigentes caminantes». Yo pensé que del autobús se iban a bajar unos zombies hambrientos. Y efectivamente, eran viejos del IMSERSO. ¿Sabéis el rinoceronte negro? Lo extinguieron ellos a bocaos.

Peeeero, no hay nada que no pueda arreglar Chicote con una buena charla psicológica (y sospecho que con burundanga, pero no lo puedo demostrar) así que la cosa fue a mejor rápidamente.

Les pintaron el local, les pusieron unas sillas de postín y una carta nueva. Y ala, el primer día bien. A saber cómo está ahora…