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“Todos esos momentos se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia…” Roy (Rutger Hauer) ante Deckard (Harrison Ford) en Blade Runner.

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¡Ole, ole y ole, Rosa María!

Me levanto tempranito en Gijón, aún es de noche en la calle, aunque falta poco para que la claridad se imponga. Me encuentro en esta bella y tranquila ciudad asturiana invitado por el Festival para realizar un reportaje para el programa Días de Cine, de Televisión española y tengo un rato para echar un vistazo a la prensa, antes de encaminarme al autobús que nos llevará a un grupo de periodistas al sur de la villa donde podremos asistir a un pase de la película correspondiente. Esto es lo que tiene la desaparición de las salas de cine que antaño daban vida cultural y entretenimiento en el corazón de las ciudades y ahora ceden sus edificios a la especulación: para ver una pantalla grande hay que alejarse mucho del centro. El festival lo sufre, queda muy poco espacio cinematográfico que no se encuadre en complejos comerciales del extrarradio; el teatro Jovellanos aún resiste.

Una entrevista ante la fachada del teatro Jovellanos de Gijón

El día que escribo ésto, el lunes 20, me desayuno con la noticia de que Rosa María Sardá devolvió el 24 de julio pasado su Cruz de Sant Jordi a la Generalitat de Cataluña, que le había sido entregada hace 23 años. ¡Qué grande eres, Rosa María! Nos lo contaba Isabel Coixet, y toda la prensa se hacía eco, el domingo 19 en El País (islotes de decencia que perduran agazapados en las páginas de ese diario), con su cálido y lírico estilo y en un relato guionizado que parecía sustraído a Rafael Azcona (¡qué grande eres, Rafael Azcona!):

—¿En qué puedo ayudarla, señora Sardà?

—Es por la Cruz de Sant Jordi.

—Creo que ha habido un error. Me ha dicho mi colega que quiere devolverla.

—No, no es un error. La quiero devolver, exactamente, aquí la tiene.

¡Jajaja! ¡Rosa María, tenías que haber grabado la cara de ese funcionario con tu teléfono móvil! ¡Por dios! ¿no pensaste en el tesoro que se estaban perdiendo las escuelas de interpretación? ¿Cómo imaginar lo que se le pasó a ese buen señor por la cabeza –y su reflejo en el rostro, anonadado- al coger la carpeta con la condecoración y escuchar tu petición de un recibo?

—¿Un recibo?

—Sí, un recibo, conforme la he devuelto.

—Sí, claro… Un momento.

¡Cómo no vamos a tener buenos guionistas en España, si la realidad nos proporciona los mejores materiales al abrir los periódicos! La indignidad está a la orden del día, pero por fortuna todavía quedan personas que nos resarcen de la miseria moral a través de ejemplos  demostrativos de su talla de gigantes. ¡Qué grande eres, Rosa María! Con absoluta discreción, sin pregonarlo, sin presumir de nada, simplemente por coherencia, Sardá, devolvió tan alta distinción y exigió a los correspondientes funcionarios que no se les ocurriera publicar ninguna esquela cuando ella muera, porque no podía aceptar que su nombre siguiera vinculado de esa manera a una institución que pretendía por las bravas escindir a Cataluña de España.

Rosa María Sardá recibe la Medalla de Oro de la Academia. Toni Albir / EFE

Y escindirle a ella, que casi fue presidenta de la Academia de las Ciencias y las artes Cinematográficas de España, que ganó el Goya en dos ocasiones y presentó la Gala en tres (1993, 1998 y 2001) con aquel gracejo tan personal y lenitivo que nos permitía aguantar los largos y soporíferos momentos sólo por verla reaparecer en escena. Sardá descubrió una veta a los diseñadores  de las ceremonias y señaló un camino a sus presentadores para que semejante invento se sustentara contra el viento y la marea de unos condecorados que siempre parecen estar aprovechando la ocasión para congraciarse con la familia a la que no hablaban desde años atrás, o suplicando a los productores que el trabajo no se les agote.

A Sardá, que recibió la Medalla de Oro al mérito en las Bellas Artes del Ministerio de Cultura de España (hay ocasiones en que hasta el más ciego abre los ojos y ve), no le cuadra dejar de ser una de las más grandes artistas españolas, fraguada su carrera a lo largo de casi seis décadas en todos los frentes de batalla, sean los escenarios teatrales, catódicos o fílmicos, y no encaja en las estrechuras mentales de quienes abjuran de todos los lazos contraídos a lo largo de siglos con los demás ciudadanos de este torturado país, el nuestro, el que tenemos, el que amamos y odiamos pero luchamos para mejorarlo, España. Claro que, pensando bien lo de la Medalla ministerial… algunos de los señores que han venido ocupando el sillón ofrecen razones suficientes a cualquiera para  impulsarle a hacer lo mismo que Rosa María con la de Sant Jordi.

Yo respeto las ideas políticas de todo el mundo con la única condición de que se expresen con respeto y sean a su vez respetuosas con las de los demás. Pero no comprendo a algunos actores o directores catalanes de nuestro cine, como Juanjo Puigcorbé, Sergi López o Ventura Pons, pongamos por caso.

Juanjo Puigcorbé, vecino de la capital del reino durante muchos años, se presentó en 2015 en las listas de ERC en las municipales de Barcelona, nada menos que en el número dos y salió elegido concejal para dejar claro que se puede mimetizar al emérito en la estomagante serie Felipe y Letizia y hacerle una peineta a toda una trayectoria vistiendo la camiseta de la selección, como Guardiola. Una cosa es pisar el terreno para ganarse las habichuelas y otra es ver la luz de un mundo mejor, con su república pizpireta y sus Jordis patriotas, como el molt honorable senyor Pujol (de los que están en chirona no hablo, salvo para decir que, con la misma vara de medir, si merecen estar en la cárcel por lo que han hecho, otros merecerían poder elegir entre hoguera o garrote por el daño que han hecho a millones de inocentes ciudadanos). Dice Puigcorbé que le pasará factura su independentismo, pero que no tiene miedo. Tranquilo, Juanjo, tranquilo, tal vez se reduzca el abanico de tus personajes, pero a cambio seguro que te aclamarán en las manifestaciones de la Diada. No te olvides llevar la estelada.

Juanjo Puigcorbé durante la presentación de la serie Felipe y Leticia. Telecinco

Y qué me dicen de ese pedazo de actor catalán que se salía en Harry, un amigo que os quiere, en Francia, donde más y mejor se le ha reconocido, o en El laberinto del fauno, memorable a las órdenes de Guillermo del Toro. Coño, Sergi López, no te lo perdono. Tú, que eres lo más parecido que me puedo imaginar a un cenetista (de la CNT histórica, la de la República), españolazo y disfrutón, medio francés (¡qué buenos trabajos te han dado allí, canalla!) y lo que haga falta, catalán, sí, por supuesto, pero de los que ven mucho más allá de sus narices cuatribarradas. ¿Embarcado tú en el velero pirata de la CUP? Te puedo imaginar capitán general de un ejército libertario silbando la Internacional, amarrado tu destino al de todos tus colegas de profesión sin fronteras, ¡pero uniendo, no separando, compadre! En fin, allá tú.

Sergi López en el rodaje de La vida lliure, de Marc Recha. Splendor Films

Ventura Pons, director de cine al que TVE ha prestado apoyo en no pocas de sus películas –con acierto en este caso, sí señor, en defensa del cine hablado en catalán y con vocación de escapar a las rutinas comerciales más baratas– fue asesor del Ministerio de Cultura con cuatro directores generales y también vicepresidente de la Academia de las Artes y Ciencias Cinematográficas de España. En sus declaraciones a la prensa y en su última película, Sabates grosses, una comedia que no he visto (por lo que me abstendré de calificarla) y que describen sus actrices, Amparo Moreno y Vicky Peña, como una especie de 13, Rue del Percebe, deja meridianamente claro su alineamiento con el independentismo.

Ventura Pons y Teresa Gimpera. ANDREU DALMAU / EFE

Pues qué quieres que te diga, Ventura, macho. Cuando he hablado contigo de tu cine no te imaginaba la miopía pequeño burguesa, provinciana y con complejo de superioridad que para mí esconden las aspiraciones nacionalistas. Siempre he dado por hecho que el artista y el intelectual de verdad tienen un corazón universalista y abominan de las ideologías que establecen fronteras, que pintan rayas en el suelo para distinguir a las personas según conceptos tan obstusos como “mi pueblo”, “mi país”, “mi bandera”.

Por cierto, Ventura, si lo de la República catalana no prospera, ¿seguiría gustándote la idea de… no sé, por decir algo, ganar unos cuántos cabezones para que tus películas se vendieran mejor en el conjunto de España? Qué corte, ¿no?