La inteligencia del ser humanoes la capacidad que tiene para adaptarse a la realidad.Xavier Zubiri, filósofo. (San Sebastián, 1889 - Madrid, 1983)

Archivo de marzo, 2008

Tarudant, la armonía en el caos

En Tarudant (que probablemente pase ya de los 100.000 habitantes) basta con sentarse en la terraza de cualquier café —si es en una mesa, en la azotea, mejor— de los que hay en la plaza de al-Alaouyine o en la de an-Nasr y ponerse a mirar a la calle. Una calle por la que van y vienen, anárquicamente: peatones, mujeres y hombres ciclistas de todas las edades, con cargamentos inverosímiles en el portaequipajes, motocicletas ruidosas, carros tirados por burros o caballos y… automóviles y camiones para que no falte de nada. Lo asombroso es que nadie se inmuta por nada ni hay atropellos. Aunque el viajero va en vilo todo el tiempo, claro, pues no sabe por dónde caminar (no hay acera), ni para dónde tirar, ni hacia dónde apartarse… El truco, he descubierto, es avanzar decidido, como si el caos no fuera contigo… Y el que venga detrás o de frente, que espabile y te esquive.

Este es Tarudant; hoy, la memoria de aquel pueblo tranquilo que hace 20 años llamaba la atención por sus mujeres envueltas de pies a cabeza en mantos (melphas) azules-añil; que tenía tiendas exclusivas dedicadas al arte del sortilegio y la magia, con estantes a rebosar en los que se guardaban todas las hierbas milagrosas del desierto y todos los amuletos y remedios contra todos los males imaginables; tiendas en las que colgaban del techo paraguas abiertos, faroles encendidos a plena luz del día, ratas disecadas, tiras de piel de serpiente, rabos de conejo, patas de cabra, de gallina o de zorro… ¡Para cada cosa un remedio y un remedio para cada cosa!

Pero hoy, Tarudant, como todo Marruecos, es una ciudad añadida al circo del turismo de masas y ofrece la mierda (con perdón) de la globalización: tiendas de todo a cien made in China por todas partes. Aún así conserva su esencia y su zoco, su medina intrincada, su kasba, su gente tranquila y afable, y su abundancia de frutas y verduras frescas procedentes de las huertas del Sus, su río. Hay que acercarse a esta ciudad milenaria que vive achicharrada por el sol todo el año, pero siempre asomada a las cumbres nevadas y refrescantes del Alto Atlas, a las que ya, ya, nos acercaremos mañana por el puerto de Tizi n´Test (2.092 metros) para cubrir los 220 km que nos separan de Marrakech, última etapa de nuestro viaje.

Tafraute, el corazón del Antiatlas

Tafraute, no sé sabe por qué, tiene cierto halo de misterio para los extranjeros; hasta aquí llegan algunos, regularmente, durante todo el año en una especie de peregrinación. Lo hacen, supongo, buscando tranquilidad y silencio; o bien con el ánimo de descubrir las montañas que rodean a este pueblo (el pico más alto, el Jebel al-Kest, tiene 2.359 m.) También, con la idea de adentrarse desde aquí en el desierto, siempre hacia el sur.

Tafraute, situado a 1.200 metros de altitud en el mismo corazón de un circo glacial, está rodeado de rocas graníticas rojizas que hacen que las puestas de sol un espectáculo. Es el pueblo de referencia en el Antiatlas; una región desértica, poco poblada y muy pobre. En cambio, el paisaje subyuga; los oasis y las palmeras, las aldeas al abrigo de las paredes rocosas, confundiéndose con ellas; los kilómetros y kilómetros de almendros en flor en el mes de febrero… Hoy el espectáculo es ese verde intenso de las hojas y el fruto apenas formado, del trigo y de la cebada en los bancales que bordean a las torrenteras… Y el desierto, ese mundo de nada que cabalga hasta perderse en el horizonte sobre mesetas y lomas peladas…

De Tafraute a Tarudant (unos 200 Km) se puede ir por varios caminos, pero acabo de descubrir uno nuevo, el que va por Igherm, un pueblo minero en la ruta hacia Tata. Este recorrido, de unos 120 km de soledad hasta Igherm, discurre sobre unas mesetas inhóspitas en torno a los 1.800 metros de altitud, donde, todavía sigo preguntándome, como pueden vivir, y de qué, las pequeñas aldeas que siempre sorprenden al viajero a su paso, escondidas en alguna vaguada entre las piedras.

Luego, desde Igherm, la carretera (estrecha, pero en buen estado) va descendiendo de meseta en meseta, por un paisaje de rocas y arganes, hasta llegar al fértil valle del Sus, el río que separa al macizo que hemos dejado atrás del Alto Atlas. La entrada a Tarudant se hace entre huertas feraces en las que se cultiva de todo durante todo el año: naranjos, olivos, cereales, toda clase de hortalizas… Aquí el clima es estable (muy caluroso) y el agua abundante. Al fondo, mirando hacia el noreste, las grandes crestas nevadas del Atlas invitan a subir hasta allí, aunque antes hay que hacer una parada en Taroudant, la ciudad (para mi) de la brujería y las especias… y de las bicicletas.

Siempre que se baja… Y vuelta a Tiznit

Bajar, bajar… hasta Dakhla, la antigua Villa Cisneros, son 503 km más; a los que hay que añadir otros 327 hasta la frontera mauritana. Pero el objetivo de este viaje era llegar a El Aaiún y darse la vuelta. No obstante, para los interesados, puedo contarles en unas pocas líneas más que, hasta Dakhla, la monotonía del paisaje se repite como el eco. Eso sí, la vieja Villa Cisneros, asentada en una lengua de tierra que se adentra en el mar 40 km —que conozco por otros viajes—, merece una visita. Todavía se respira en ella el aire español de aquellos años 60 y 70 anteriores a la descolonización. La iglesia, algún restaurante, el hotel-parador, alguna que otra villa…

Y dicho esto, nos damos la vuelta por donde hemos venido; es decir, dejamos El Aaiún para llegar a Tiznit (539 km) que, que aunque parece una barbaridad la distancia, no resulta pesado hacerla pues la carretera es recta y despejada, está en buen estado, y apenas tiene circulación. Así que, sin prisas, a media tarde avistamos la ciudad de la filigrana en la plata. No sin antes haber disfrutado de una sorprendente borrasca, 90 km antes de llegar a Guelmim, con agua a raudales… ¡En el desierto! En Tiznit hay hoteles de todos los precios para pasar la noche. Por la mañana, dado que estamos de vuelta, alguien comentan que les gustaría llevarse un recuerdo; de todos modos, merece la pena una visita pausada al zoco de los plateros… Pulseras de plata (desde 6 euros), anillos, collares, prendedores y adornos... La vista se ahoga de tanto mirar; los escaparates son, a la postre, la repetición de la monotonía. Observo que hay mucho “barbudo integrista” regentando el negocio de la platería, algo que nunca había visto hasta ahora por aquí.

Pero, para los que la plata no tiene mayor interés, lo mejor es sentarse en la Plaza al-Machouar, en cualquier café, en el Au bon accueil por ejemplo, y disponerse a observar tranquilamente a los parroquianos que llegan, que entran y salen sin cesar mientras discuten o shablan pausado en cirnculoquio… Observar a los campesinos que llegan y piden el desayuno tradicional de por aquí: café, un platito con aceite y abundante pan…Y una botella de agua de manantial para ayudarse, supongo, a bajar tanta miga. Aquí podría uno pasarse el día entero mirando. Más hay que irse ya porque nuevas sorpresas aguardan.

El Aaiún, entre la realidad y el deseo

A El Aaiún llega el viajero confundido por un espejismo… Pero, ¿no estábamos en el desierto? Pues sí. Pero resulta que aquí hay atascos en las calles, contaminación, ruido y terrazas en las que la gente se sienta a tomar un café; edificios en obras por todas partes… Una población que crece sin cesar, que se acerca deprisa al medio millón de habitantes. Y una presencia militar y policial acusada, claro, que no deja moverse ni a una mosca. Los coches todo-terreno, blancos, con las letras UN en negro, enormes, (Misión de Naciones Unidas para el Referéndum en el Sahara Occidental), forman parte del paisaje de esta ciudad ya; van y vienen de acá para allá sin cesar desde hace dos largas décadas… Se supone que garantizan la paz. Y su personal ocupa los mejores hoteles. En fin, El Aaiún es un ejercicio de voluntarismo político permanente con un futuro incierto todavía…

La población autóctona saharaui se distingue perfectamente de la marroquí emigrada del norte; no sólo por su fisonomía (más espigados), también por sus costumbres y hábitos o por la forma que tienen de vestir (la melhfa las mujeres y el darâa los hombres).

Pero lo que más se nota en la antigua capital española del Sahara occidental es el esfuerzo que está haciendo el Gobierno de Marruecos para dotar a El Aaiún de infraestructuras y servicios. El puerto y la playa de Foum el-oued, a 25 km, son dos claros ejemplos en ese sentido; el primero es un centro industrial desde el que se exportan los fosfatos de Bukrá, extraídos 120 km más lejos, mientras la segunda, la playa, dispone de cierta infraestructura hotelera para acoger a los veraneantes que quieran acudir. Puerto y playa están unidos ya a la ciudad por una moderna autovía.

Un español que lleva por aquí medio siglo, uno de esa veintena que aún no se ha ido, nos contaba que aquí, sin embargo, sólo cabe la desesperanza… Nuestro amigo español, que prefiere el anonimato, se confiesa vencido por el pesimismo. “El 100% de la juventud quiere irse a España… Aquí no hay esperanza para nadie; ni para los saharauis, ni para la población en general… ¿Qué van a hacer si no hay trabajo? Las mujeres no salen de casa… Se dedican a engordar y a tener hijos —la obesidad es el canon de belleza de aquí, precisa— [la diabetes tipo dos, aquí, es endémica]. Y las pocas empresas españolas o europeas que se atreven a intentar un negocio… terminan marchándose. En fin…”

Desde luego turismo no hemos visto; en dos días apenas nos hemos topado a media docena de europeos. Y, a parte de las gasolineras y algún que otro almacén y una fábrica de pescado, lo que rodea a El Aaiún son las dunas; las interminables dunas, la planicie infinita desértica… Y el viento.

Tarfaya, el pueblo perdido… El Aaiún

De Tan-Tan a El Aaiún hay 304 km de nada. La Nada. La carretera discurre por una meseta pedregosa, asomada a un acantilado uniforme, repetido, que se sucede durante decenas de kilómetros. Al mismo borde de la roca, hombres solitarios se han fabricado casetas rudimentarias con piedras y plásticos donde se refugian cuando se hartan de pescar, después de estar horas y horas sosteniendo la caña para arrebatarle al mar algún valioso pescado que luego venden al borde de la carretera. A veces, la meseta se rompe y la carretera baja hasta un río seco que ha abierto una brecha profunda en la roca, formando lagunas que se adentran en la planicie varios kilómetros. Otras veces es la policía la que interrumpe esta marcha monótona hacia el oeste: además de pedir el pasaporte quieren saber dónde vamos, de dónde venimos, a qué nos dedicamos, cómo se llaman nuestros progenitores y antepasados… Recogen información, eso es todo. En general, son amables. Hay que tener paciencia.

Unos 100 km al sur de Tan-Tan está el pueblo de Sidi Akhfennir, que es como una aparición entre tanta soledad. Con él termina, de momento, el acantilado y el mar se hace visible en la playa. Aquí se solicita el permiso para visitar el Parque Natural de Khenifiss, a 30 km; se trata de unas lagunas, al mismo borde del mar, donde hibernan flamencos y toda clase de aves. Las lagunas están rodeadas de dunas enormes; espectaculares. La visita merece la pena. Un paseo en barca durante algunas horas será suficiente. Antes, a la salida del pueblo, hemos dejado atrás La courbine d´Argent, un pequeño hotel de 10 habitaciones (40 € la noche) que regenta Paul Italiano, un francés que organiza jornadas de pesca para sus huéspedes si lo desean.

Desde aquí a Tarfaya… piedras y arena, indistintamente. Y otra vez los pescadores solitarios (en la más absoluta miseria) que, 50 kilómetros antes de llegar a este pueblo pesquero que fuera español hasta 1958, vuelven a aparecer diseminados siguiendo la línea del acantilado que ha vuelto a surgir… Tarfaya es como un pueblo fantasma. La carretera de acceso está parcialmente cubierta de dunas; algunas calles también. El puerto medio derruido y en obras… Y cuatro edificios oficiales, la guarnición militar, una oficina bancaria, correos, algunos cafetines… Eso es todo. Bueno, y un pequeño pedestal en el arenal del paseo de la playa, sobre el que hace equilibrio una avioneta, casi de juguete, que recuerda que Antoine de Saint-Exupéry, autor de El principito, hacía escala aquí cuando trabajaba en el servicio de correos francés y cubría la ruta entre Toulouse y Dakar. Por la calle apenas hay vida y, mires dónde mires, la arena acecha siempre.

Para enfilar a El Aaiún, la carretera gira hacia el sur dejando a la izquierda el cabo Juby. Los 99 kilómetros que faltan para llegar hasta la que fuera capital del Sahara español, El Aaiún, son pura monotonía: algún lago salado seco y el pueblo de Tah, antigua frontera de esta provincia española con Marruecos. Una veintena de casas, un puesto de policía, la gasolinera y el monumento que recuerda que desde aquí iniciaron 350.000 marroquíes la Marcha Verde, es todo lo que ofrece el lugar. Luego ya no queda más que esperar que pasen los kilómetros hasta que la presencia de una laguna, los cuarteles y los controles policiales anuncian que hemos llegado a El Aaiún.

Tan-Tan y Norbert, el francés que huyó del ruido

¡A Tan-Tan! He aquí un nombre ciertamente sonoro que, sin embargo, representa una ciudad gris y sin a penas interés; a no ser porque en julio se reúnen en ella gran número de tribus del Sahara para celebrar un mussem (romería) en honor de Sidi Mohamed Lagdal, uno de sus patrones; también porque es paso obligado para ir a Tarfaya y a El Aaiún. Los más atrevidos, si quieren, y si disponen de un coche 4 x 4, pueden bajar desde Sidi Ifni por la pista que sigue la costa hasta la misma playa de Tan-Tan, 25 km al oeste de la ciudad. Este es otro viaje, desde luego; y, por supuesto, mayor la aventura; aunque de duración incierta. A mitad de esta ruta se halla la Playa Blanca, un lugar paradisiaco, perdido hasta hoy, pero que muy pronto, si alguien no lo remedia (que no creo) será pasto del turismo de masas pues en él está proyectado (y aprobado ya por el Gobierno marroquí) un complejo turístico con 8.000 plazas hoteleras.

Nosotros hemos remontado entre arganes, salvando un pequeño puerto, hasta Guelmim, la puerta del desierto, según el manual caravanero. Aquí, desde la más lejana antigüedad se han dado cita las caravanas que atravesaban el Sahara desde Níger, Mauritania o el Senegal. Durante 9 siglos, entre el XI y el XIX, los hombres azules, (hombres del desierto) comerciaron en esta ciudad con esclavos negros, oro, plata, sal, especias, telas y piedras preciosas. Hoy Guelmim es una capital administrativa y militar, sin duda importante, pero que nada tiene que ver con aquella de antaño. Aún así, los sábados se celebra en ella un importante mercado en el que se compra y se vende de todo, además de camellos.

De Guelmim a Tan-Tan hay 125 km sin a penas historia por la carretera nacional 1, a no ser que la imaginación se desborde y vuele sobre estos espacios sin límites, absolutamente desérticos. Las rectas que bordean antiguos lagos (hoy secos), los pedregales sin fin, las planicies inmensas salpicadas de dunas… llevan en volandas, en poco más de una hora, al viajero a Tan-Tan Playa, el pueblito costero donde otra vez la vista del mar aliviará los ojos del polvo del desierto.

En este lugar ha surgido un incipiente turismo estival marroquí, aunque el resto del año reina el silencio. Aún así, se mantiene una rudimentaria estructura turística: hoteles, un camping, restaurantes… Uno de éstos, el hotel/restaurante Villa Ocean (6 habitaciones / 250 euros por noche) pertenece a Norbert Coll, un francés de 57 años, de Toulouse, que, harto de madrugar y vender gasolina y seguros, decidió hace dos años cambiar de vida y aquí está… Decidido a quedarse… “Pero, ¡ojo!, esto no es fácil. Nunca ocurre nada. Apenas viene gente durante 10 meses al año. Sólo se resiste si se está dispuesto a escuchar el silencio y el mar. Para estar aquí hay que entender que vivir es también no hacer nada”, explica en un correcto español mientras mira hacia la playa solitaria, sentado a una de las mesas de su terraza. En frente: el mar, Fuerteventura a 80 km; a la espalda, el desierto: 5.000 kilómetros de desolación; al norte: la civilización. “Demasiado lejos ya”, dice. Y al sur: El Aaiún, Dahkla (la antigua Villa Cisneros), Mauritania… lo desconocido. A allá vamos.

Sidi Ifni, la huella española

Sidi Ifni podría ser una colección de postales. La postal del anciano Alí sentado al lado del mostrador de madera que cierra un almacén de casi 4 metros de alto, rodeado de estanterías hasta el techo, también de madera, completamente vacías. Sobre el mostrador sólo hay un teléfono antiguo, de esos de disco, negro. ¿Qué hace usted aquí? “Nada, esperando por si alguien viene a llamar…”, explica en español, medio en árabe, sin pestañear ni inmutarse.

Alí y su almacén de coloniales y ultramarinos, en otro tiempo a rebosar de tejidos, podría ser la síntesis de una ciudad que conserva aún huellas españolas por todas partes; en especial, en su arquitectura y sus calles. Calles rectilíneas, de amplio trazado; algunas con aire de boulevard… Y la plaza del mercado con sus portales y puestos de verdura, de carne y pescado, de especias…

Sidi Ifni tenía cuando pasó a Marruecos, en 1969, 15000 españoles; de entonces son estas postales difusas, congeladas en el tiempo. Postales como la del bar del Real Madrid, que Hassan administra en su decadencia con la complicidad de los cuatro parroquianos que beben vino o cerveza con él, mientras contemplan las fotos de Gento y otras estrellas del balompié de la época. Postales como la del rótulo del Twist club, detrás de la cual no será difícil imaginar a aquella juventud españolo bailando los ritmos de los años 60. Y postales con rótulos de calles: Calle Sevilla, Calle del Batallón de Ingenieros de Tetuán, Calle Oviedo, Calle del Suboficial Zabala… Y las hay también de edificios en ruinas que un día fueron nobles, como el de la Capitanía General; aunque otros, como la iglesia, son ahora los Juzgados de la ciudad.

España ocupó Sidi Ifni por primera vez en 1476 para proteger la ruta hacia Canarias; de entonces se guarda aquel nombre de Fuerte de Santa Cruz de la Mar Pequeña. Pero España perdió esta plaza varias veces, aunque la recuperó otras tantas, hasta que, en 1934, los españoles se quedaron.

Hoteles como el Belle Vue, asomado a la playa sobre el acantilado y el de La Suerte Loca, acogen, por menos de 20 euros la noche, a viajeros curiosos, algún hippy despistado y surfistas durante todo el año. Por aquí la gente es amable y sonriente; son muchos los que recuerdan a los españoles, pero muy pocos ya los que hablan alguna palabra de español.

De Tiznit a Sidi Ifni

Los 91 kilómetros que separan a Agadir de Tiznit discurren en línea recta hacia el oeste sobre una gran planicie. Poco a poco la carretera se aleja de las vegas feraces del río Sus y se adentra hacia el desierto por un páramo. Tiznit fue fundada en 1882 por el sultán Mulay el Hasan en el trascurso de una campaña militar, está rodeada de una muralla de 5 kilómetros y tiene seis puertas principales. Actualmente su población ronda los 80.000 habitantes. Tiznit bulle siempre en medio del secarral; la ciudad es lugar de encuentro habitual entre pastores y los campesinos de esta zona del desierto. Pero, sobre todo, es conocida por las joyas bereberes de plata, que, aseguran, trabajan bien aquí y no suelen ser caras.

Mas, tras la obligada visita al zoco de los joyeros, conviene huir del calor enseguida —aquí ya arrecia— y acercarse a Aglou Playa, un fondeadero señalado ya en las cartas navales del siglo XV. En verano no cabe un alfiler en este pequeño enclave con pinta de pueblo abandonado, batido por los vientos atlánticos; pero, en esta época del año, en marzo, apenas se pierden por aquí algunos jubilados europeos que plantan sus caravanas frente al mar mientras pasean por la playa solitaria, pescan, o conversan con los lugareños. Tiene algunos cafetines y un par de pequeños hoteles que están abiertos todo el año… aunque nadie haga uso de ellos.

La carretera (recién hecha; hasta hace poco era una pista de tierra) enfila ahora a Sidi Ifni, 60 km más al oeste. Discurre sobre una planicie desértica que, como un tobogán, baja hasta el lecho de cada río o torrentera que rompe hacia el acantilado. En estos lugares siempre hay una cala soleada y, en ellas, casi siempre también, algunas viajeros europeos con sus caravanas aparcadas que celebran y gozan del sol invernal como los lagartos. Poco a poco comienza a haber ya nuevas construcciones diseminadas por la zona; son casas rurales regentadas por emigrantes retornados o por algún que otro europeo desencantado de la civilización. Sidi Ifni emerge de pronto, enfrente, sobre una plataforma rocosa que muere a pie de playa —una playa magnífica— donde, ahora sí, los dos camping que hay para caravanas están a rebosar. Hasta 57 de estos artilugios rodantes, modernos, que son como hoteles de cuatro estrellas, conté ayer mismo allí aparcados. Sus moradores —pude leer las matrículas— eran franceses en su mayoría, alemanes, algunos holandeses y noruegos…

Cuando las cabras se suben a los arganes

De Essauira a Agadir hay que recorrer 173 km por un paisaje abrupto y poblado de arganes; un árbol de la familia de la encina que da un fruto jugoso, similar a la aceituna, del que se extrae un aceite muy apreciado. Para el viajero que se adentra por primera vez por este territorio, las cabras encaramadas en las copas de los árboles son un espectáculo que hay que detenerse a ver. El pastor le pide entonces “algo” al turista por dejarle fotografiar(1) a sus animales haciendo equilibrios sobre las ramas; yo he llegado a contar más de 20 cabras danzando en un sólo árbol.

La carretera rompe hacia la costa de pronto, salvando el último escollo de las estribaciones del Atlas atlántico. Nos acercamos a Agadir, una ciudad que ronda el millón de habitantes. En el pueblo de Tamri, a 46 km de la gran ciudad turística e industrial del sur, los plátanos recién cortados se amontonan en los puestos de la carretera en columnas imposibles. Agadir está rodeado de playas. Los turistas alemanes e ingleses las ocupan todo el año. Hoteles de 4 y 5 estrellas y complejos residenciales de elite, circunda la bahía; más de 9 km de playa a la que se asoma la ciudad. Una ciudad que el terremoto de 1960 destruyó en un 80%, pero que resurgió de sus cenizas enseguida gracias al turismo internacional.

Pasar un día en Agadir merece la pena; tiene, entre otros atractivos, el de ver la mezcla de pueblos. Los europeos a su aire, ligeros de ropa; ellos en bañador; ellas, en bikini, pantalón corto, camisetas atrevidas… mientras pasan a su lado las mujeres marroquíes con chilaba y pañuelo, cubiertas hasta los ojos. El contraste de mil mundos, ¿no? Aunque hay hoteles a 20 € (y por menos), un hotel de 4 estrellas puede costar una noche 70 euros con desayuno / buffet. ¡Y hay que verlo! Porque acudir al comedor a las 8 de la mañana y encontrarse con decenas de alemanes gigantes, obesos, a los que las carnes les rebosan por todas partes, engullendo a destajo salchichas, queso, huevos revueltos, bollería industrial, mantequilla untada en pan crujiente… hace pensar. Aunque en el hotel no haya Internet… Sólo el favor de una secretaria hace posible el acceso a la Red.

Una vuelta por la noche por su paseo marítimo también merecerá la pena. ¡Tanta gente diferente! Desde el millonario saudí que lleva a su mujer tres pasos por detrás, envuelta en una túnica blanca, y a la que sólo se le ven los ojos, hasta la pareja de homosexuales o lesbianas europeas que, muy discretamente, eso sí, se hacen arrumacos. La noche en Agadir hierve en las discotecas y en los clubs privados… Pero nosotros tenemos que madrugar par viajar a Sidi Ifni.

(1) No ofrezco fotos por ahora, de este encuentro con las cabras bailando en los arganes, ni de otros acontecimientos acaecidos en el viaje por la costa atlántica de Marruecos, porque la cámara fotográfica se me estropeó, desgraciadamente, nada más salir de Tánger. Pero, como el viaje es repetido, habrá otra ocasión pera que ustedes vean fotos de los lugares por los que discurre este peregrinar atlántico.

Essauira, una ciudad única en Marruecos

No hace tantos años que Essauira era una ciudad pequeña y apacible (hoy sobrepasa los 100.000 habitantes), en la que su única industria residía en la artesanía de madera de tuya y en la venta de especias. Pero es ya un gran bazar. Como cualquier otra ciudad que ha caído en las garras del turismo de masas, el desorden urbanístico y las expectativas de negocio se han apoderado de ella. Los 176 km que la separan de Marraquech han convertido a esta fascinante urbe atlántica en el lugar ideal para el turismo de ida y vuelta; decenas de autocares transportan hasta aquí, a diario, a los turistas que llegan de todo el mundo a la metrópoli bereber de Marraquech, les sueltan unas horas para que hagan sus compras, y se vuelven.

Aún así, Essauira resiste. Un clima que raramente baja de los 18º ni sobrepasa los 22º (suavizado por los vientos alisios), sus playa de fina arena blanca, su animado puerto pesquero y su original trazado urbano —único para una ciudad marroquí—, la convierten en un lugar muy especial, insisto.

La belleza actual de Essauira se debe, en parte, al ingeniero francés Cornut, que la diseño en 1760. Éste, que estaba prisionero entonces, consiguió su libertad a cambio de proyectar para el sultán Sidi Mohamed Ben Abdellah una ciudad nueva, bajo criterios europeos, integrando el sentir marroquí. Y así lo hizo: su trazado cuadriculado y rectilíneo, con calles no muy estrechas, pero suficientemente anchas para que entre la luz, la distinguen del resto de ciudades de Marruecos. De entonces se conservan aún las dos kasbas, una judería y la medina en perfecto estado.

La antigua Mogador española, la Magdura portuguesa, fue también fenicia (Migdol) y romana después. Los romanos se llevaban desde aquí la púrpura, un tinte muy apreciado entonces; tanto, que construyeron una factoría en el siglo I antes de Cristo con este fin.

Más Essauira ha sucumbido al fin a los encantos de la ciudad moderna. El viajero, además de poder gozar de sus calles animadas y mercados, puede disfrutar también de la noche. Cosa extraña ésta en Marruecos, por otra parte; pero aquí, en los últimos tiempos, los cafés y los bares de copas abundan; en ellos se puede escuchar música hasta bien entrada la madrugada.