La inteligencia del ser humanoes la capacidad que tiene para adaptarse a la realidad.Xavier Zubiri, filósofo. (San Sebastián, 1889 - Madrid, 1983)

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Tarfaya se hunde… otra vez

¡Y nunca mejor dicho! El pasado 8 de abril escribí aquí un post sobre un macro proyecto turístico, en el que un grupo inversor jordano pensaba gastarse 800 millones de euros en las inmediaciones de Tarfaya, en la construcción de varios cientos de apartamentos y más de una decena de hoteles. Proyecto encaminado (se decía) a regenerar una de las regiones más pobres de Marruecos. ¿Cómo? Captando algunos de los miles de turistas que visitan Canarias cada año. Y es que la nueva línea regular que unía Tarfaya con Puerto del Rosario (Fuerteventura) (digo unía, porque ya se anuncia que desaparece), era un claro aliciente para viajar al continente africano desde las Canarias. Bueno, ese era el sueño.

Pero ahora el sueño se ha hecho añicos. El naufragio del Assalama (así se llama el barco hundido), es digno de un relato de Kafka. Y si no, lean lo que se dice en el periódico Canarias 7:

El barco está sujeto a múltiples interpretaciones jurídicas y, si no, obsérvese el perfil del ‘Assalama’: la tripulación en su totalidad la forman profesionales cubanos; el suceso ocurrió en aguas de Marruecos; la bandera del buque es de nacionalidad panameña (pabellón de conveniencia) y, encima, las autoridades españoles y canaria aportaron fondos (1,6 millones de euros) y autorización para la operativa de Armas hacia la orilla africana. (Armas, para que quede claro, es el armador)

Esto es lo que trae la globalización: Hoy ya nadie sabe para quién trabaja, ni con quién; quién viaja, ni a dónde, ni por qué. El mundo es una bola enorme que gira vertiginosamente. Así, más de una vez he oído decir que la Iglesia Católica invierte parte de sus rentas en bonos que, luego, vete tú a saber qué acaban financiando… O, puestos a investigar, descubrimos, por ejemplo, que la ropa que donamos a ciertas ONGs en Europa termina en los mercadillos de los países del África subsahariana… reventando, de esta forma, su rudimentaria industria textil y condenando a la miseria más si cabe a estos países. En fin, esto es lo que hay: mientras las gentes de Tarfaya se ilusionaron y adecentaron sus casas y sus pequeñas tiendas, a la espera de los turistas, , el mar se tragó el otro día su último sueño en un pis-pas.

A Tarfaya… ¿le tocará la lotería?

Escribí no hace mucho sobre el pueblo de Tarfaya refiriéndome a él como a “un lugar dejado de la mano de dios” más o menos. ¡Me impresionó este lugar acosado por la arena! Ahora acabo de enterarme de que un grupo inversionista jordano piensa gastar por allí unos 800 millones de euros en construir un complejo turístico de altos vuelos; con hoteles, residencias, etc.

Claro, visto desde la Europa opulenta, sólo sería otro proyecto más para darle vida y trabajo a una zona pobre y desértica. Pero visto desde allí, desde el mismo pueblo, la sorpresa debe ser mayúscula. No es fácil imaginarse en Tarfaya —perdida en los confines occidentales de Marruecos, a 100 km de El Aaiún—, a miles de “guiris” paseando en pantalón corto o en bañador. No, no es fácil, créanme, imaginar por allí a millones, ¡sí, a millones!, según dicen, de felices europeos gozando del pedregal y la nada del desierto, del cielo raso y del viento que arrastra la arena de un lado a otro sin parar. ¡Pero el dinero todo lo puede! Eso es cierto. En fin, nadie a la postre —menos los habitantes de Tarfaya—, renegará de un plan como éste que, ya digo, a algunos les dará vida y a otros riqueza.

La Tierra, en cambio, si parece que empieza a quejarse… ¿Podrá nuestro planeta quejarse también del proyecto de Tarfaya? ¿Habrá alguna voz que vele por sus intereses?

No voy a ser yo, desde luego, el que diga que no le conviene a Tarfaya un proyecto así. Expertos hay que podrían decir algo en este sentido. Aunque mucho me temo que, si el negocio jordano sigue adelante, nadie va a impedirlo. Lo que parece más claro es lo poco rentable que va a resultar para el Planeta Azul, al que a diario le damos nuevas dentelladas en nuestro afán destructor. En resumen: ¿le tocará la lotería a Tarfaya o… será el remedio peor que la enfermedad?

Tarfaya, el pueblo perdido… El Aaiún

De Tan-Tan a El Aaiún hay 304 km de nada. La Nada. La carretera discurre por una meseta pedregosa, asomada a un acantilado uniforme, repetido, que se sucede durante decenas de kilómetros. Al mismo borde de la roca, hombres solitarios se han fabricado casetas rudimentarias con piedras y plásticos donde se refugian cuando se hartan de pescar, después de estar horas y horas sosteniendo la caña para arrebatarle al mar algún valioso pescado que luego venden al borde de la carretera. A veces, la meseta se rompe y la carretera baja hasta un río seco que ha abierto una brecha profunda en la roca, formando lagunas que se adentran en la planicie varios kilómetros. Otras veces es la policía la que interrumpe esta marcha monótona hacia el oeste: además de pedir el pasaporte quieren saber dónde vamos, de dónde venimos, a qué nos dedicamos, cómo se llaman nuestros progenitores y antepasados… Recogen información, eso es todo. En general, son amables. Hay que tener paciencia.

Unos 100 km al sur de Tan-Tan está el pueblo de Sidi Akhfennir, que es como una aparición entre tanta soledad. Con él termina, de momento, el acantilado y el mar se hace visible en la playa. Aquí se solicita el permiso para visitar el Parque Natural de Khenifiss, a 30 km; se trata de unas lagunas, al mismo borde del mar, donde hibernan flamencos y toda clase de aves. Las lagunas están rodeadas de dunas enormes; espectaculares. La visita merece la pena. Un paseo en barca durante algunas horas será suficiente. Antes, a la salida del pueblo, hemos dejado atrás La courbine d´Argent, un pequeño hotel de 10 habitaciones (40 € la noche) que regenta Paul Italiano, un francés que organiza jornadas de pesca para sus huéspedes si lo desean.

Desde aquí a Tarfaya… piedras y arena, indistintamente. Y otra vez los pescadores solitarios (en la más absoluta miseria) que, 50 kilómetros antes de llegar a este pueblo pesquero que fuera español hasta 1958, vuelven a aparecer diseminados siguiendo la línea del acantilado que ha vuelto a surgir… Tarfaya es como un pueblo fantasma. La carretera de acceso está parcialmente cubierta de dunas; algunas calles también. El puerto medio derruido y en obras… Y cuatro edificios oficiales, la guarnición militar, una oficina bancaria, correos, algunos cafetines… Eso es todo. Bueno, y un pequeño pedestal en el arenal del paseo de la playa, sobre el que hace equilibrio una avioneta, casi de juguete, que recuerda que Antoine de Saint-Exupéry, autor de El principito, hacía escala aquí cuando trabajaba en el servicio de correos francés y cubría la ruta entre Toulouse y Dakar. Por la calle apenas hay vida y, mires dónde mires, la arena acecha siempre.

Para enfilar a El Aaiún, la carretera gira hacia el sur dejando a la izquierda el cabo Juby. Los 99 kilómetros que faltan para llegar hasta la que fuera capital del Sahara español, El Aaiún, son pura monotonía: algún lago salado seco y el pueblo de Tah, antigua frontera de esta provincia española con Marruecos. Una veintena de casas, un puesto de policía, la gasolinera y el monumento que recuerda que desde aquí iniciaron 350.000 marroquíes la Marcha Verde, es todo lo que ofrece el lugar. Luego ya no queda más que esperar que pasen los kilómetros hasta que la presencia de una laguna, los cuarteles y los controles policiales anuncian que hemos llegado a El Aaiún.