La inteligencia del ser humanoes la capacidad que tiene para adaptarse a la realidad.Xavier Zubiri, filósofo. (San Sebastián, 1889 - Madrid, 1983)

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Es absurdo ponerle alambradas a un sueño

Las fronteras han dejado de existir… A los sueños no se le pueden poner alambradas. Antaño, cuando la gente ignoraba lo que había cien kilómetros más allá de su pueblo —distancia que se tardaba en recorrer varios días, normalmente— era fácil guardar la propiedad privada, el señor su territorio, el rey su reino, el Gobierno de turno su Estado. Hoy, sin embargo, los satélites, y las antenas parabólicas conectadas a ellos, permiten que hasta en la aldea más remota de la tierra un ser humano, sentado frente a un televisor que le envenena la vida a diario, pueda soñar con llegar al corazón de Europa, por ejemplo. Una Europa a la que ven todos los días celebrando, en juerga continua, su bienestar. Madrid, París, Roma, Londres, Berlín… serán, a partir de ese momento, objetivo irrenunciable para esa persona que nada tiene y, por tanto, nada va a perder. No escatimará esfuerzos para realizar ese sueño cuándo y cómo sea… Y evitará el pensar que puede encontrarse alambradas, fronteras, ejércitos o mares, por el camino, que le impidan alcanzar su objetivo.

La oleada de un centenar de inmigrantes ayer, en Melilla, “volando literalmente como una nube sobre la policía marroquí y española”, según he leído en algún periódico hoy, no es más que un nuevo aguacero descargado por esa borrasca perpetua que se cierne sobre Europa. Sin ir más lejos, desde hace un par de meses se ven de nuevo en Tánger grupos de personas —hombres y mujeres—, jóvenes y fuertes, que, otra vez, están dispuestos a llegar a Europa como sea. ¿Quién va impedírselo? Se dice que en Libia hay un millón de subsaharianos esperando para dar ese salto. Y en Túnez, en Argelia, en Mauritania… en el mismo Marruecos, quizás haya otros tantos o más. Así, pues, es absurdo poner alambradas para evitar lo inevitable. Sólo cambiando la forma en las relaciones internacionales, apoyando a los partidos democráticos de los países más pobres, siendo generosos (los ricos) con los que tienen menos; apoyando su agricultura, protegiendo sus sistemas de producción, incitándoles con apoyos reales a que se sientan protagonistas y “patriotas” en sus países, podría evitarse en gran parte (y tampoco estoy tan seguro) esa avalancha de la inmigración hacia una Europa que empieza, ya, a estar alarmada.

En la frontera más desigual del mundo

El espectáculo que se vive a diario en la frontera de El Tarajal (Ceuta) es angustioso. Cientos y cientos de mujeres de todas las edades (alguna ancianas), vencidas por fardos que abultan más que ellas, se amontonan, se pisan, se retuercen mientras intentan avanzar por un corredor limitado por alambradas de más de dos metros de altura, hasta desembocar delante de la policía marroquí. Allí, algunos policías las empujan, zarandean, a veces las insultan, mientras, despectivos y hoscos, las acorralan con desprecio. Sólo cuando les dan bajo cuerda la correspondiente propina se compadecen de ellas.

Esta es la frontera de El Tarajal, la más desigual del mundo; una línea extraña que separa a un país de otro que le supera, ¡hasta en 15 veces!, en su Producto Interior Bruto.

Entre tanto, el paisaje es desolador. De uno y otro lado se suceden las rejas, las alambradas, las puertas que nunca se abren, los muros de hormigón, los fosos y trampas para que nadie pueda moverse con libertad… El paso de Ceuta / Marruecos es un laberinto en el que cada día miles de personas (las estadísticas hablan de más de 20.000) transportan mercancías, casi siempre de ínfima calidad, desde la ciudad ceutí al país magrebí para sobrevivir simplemente o a cambio de una paga extra…

Marruecos no reconoce a este paso como una frontera propiamente dicha; no hay control aduanero por tanto. Todo se deja al azar y al trapicheo. Así, todo va a depender en cada momento de la voluntad o el humor de quienes representan la autoridad marroquí.

Hace unos días estuve una hora haciendo cola para pasar a Ceuta y otra para volver a Marruecos. Una vez más constaté lo absurdo y kafkiano de la situación. El caos, el desprecio y maltrato a las personas, el tiempo que se pierde sin saber por qué, la contaminación provocada por cientos y cientos de automóviles parados, con el motor en marcha, sin poder avanzar… Todo se antoja un disparate.

En la docena de años que llevo pasando con cierta frecuencia por El Tarajal, creo que he visto de todo; pero, lo más importante es lo que he aprendido: he aprendido a ser paciente y a entender que el mundo es como es, no cómo uno desearía que fuese. ¿De qué sirve quejarse? Al fin y al cabo es una frontera, me digo; una frontera que, además, comunica dos mundos a los que separa un abismo. Y encima, como he dicho antes, no es una frontera “reconocida” ni aceptada. De modo que lo que en ella ocurre a diario, casi siempre es imprevisible. Todo se controla a ojo de buen cubero y los “impuestos” que se pagan se acuerdan según lo que sean capaces de negociar entre unos y otros, entre los policías de turno y los sufridos (sobre todo sufridas) matuteros.