La inteligencia del ser humanoes la capacidad que tiene para adaptarse a la realidad.Xavier Zubiri, filósofo. (San Sebastián, 1889 - Madrid, 1983)

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Siempre que se baja… Y vuelta a Tiznit

Bajar, bajar… hasta Dakhla, la antigua Villa Cisneros, son 503 km más; a los que hay que añadir otros 327 hasta la frontera mauritana. Pero el objetivo de este viaje era llegar a El Aaiún y darse la vuelta. No obstante, para los interesados, puedo contarles en unas pocas líneas más que, hasta Dakhla, la monotonía del paisaje se repite como el eco. Eso sí, la vieja Villa Cisneros, asentada en una lengua de tierra que se adentra en el mar 40 km —que conozco por otros viajes—, merece una visita. Todavía se respira en ella el aire español de aquellos años 60 y 70 anteriores a la descolonización. La iglesia, algún restaurante, el hotel-parador, alguna que otra villa…

Y dicho esto, nos damos la vuelta por donde hemos venido; es decir, dejamos El Aaiún para llegar a Tiznit (539 km) que, que aunque parece una barbaridad la distancia, no resulta pesado hacerla pues la carretera es recta y despejada, está en buen estado, y apenas tiene circulación. Así que, sin prisas, a media tarde avistamos la ciudad de la filigrana en la plata. No sin antes haber disfrutado de una sorprendente borrasca, 90 km antes de llegar a Guelmim, con agua a raudales… ¡En el desierto! En Tiznit hay hoteles de todos los precios para pasar la noche. Por la mañana, dado que estamos de vuelta, alguien comentan que les gustaría llevarse un recuerdo; de todos modos, merece la pena una visita pausada al zoco de los plateros… Pulseras de plata (desde 6 euros), anillos, collares, prendedores y adornos... La vista se ahoga de tanto mirar; los escaparates son, a la postre, la repetición de la monotonía. Observo que hay mucho “barbudo integrista” regentando el negocio de la platería, algo que nunca había visto hasta ahora por aquí.

Pero, para los que la plata no tiene mayor interés, lo mejor es sentarse en la Plaza al-Machouar, en cualquier café, en el Au bon accueil por ejemplo, y disponerse a observar tranquilamente a los parroquianos que llegan, que entran y salen sin cesar mientras discuten o shablan pausado en cirnculoquio… Observar a los campesinos que llegan y piden el desayuno tradicional de por aquí: café, un platito con aceite y abundante pan…Y una botella de agua de manantial para ayudarse, supongo, a bajar tanta miga. Aquí podría uno pasarse el día entero mirando. Más hay que irse ya porque nuevas sorpresas aguardan.

De Tiznit a Sidi Ifni

Los 91 kilómetros que separan a Agadir de Tiznit discurren en línea recta hacia el oeste sobre una gran planicie. Poco a poco la carretera se aleja de las vegas feraces del río Sus y se adentra hacia el desierto por un páramo. Tiznit fue fundada en 1882 por el sultán Mulay el Hasan en el trascurso de una campaña militar, está rodeada de una muralla de 5 kilómetros y tiene seis puertas principales. Actualmente su población ronda los 80.000 habitantes. Tiznit bulle siempre en medio del secarral; la ciudad es lugar de encuentro habitual entre pastores y los campesinos de esta zona del desierto. Pero, sobre todo, es conocida por las joyas bereberes de plata, que, aseguran, trabajan bien aquí y no suelen ser caras.

Mas, tras la obligada visita al zoco de los joyeros, conviene huir del calor enseguida —aquí ya arrecia— y acercarse a Aglou Playa, un fondeadero señalado ya en las cartas navales del siglo XV. En verano no cabe un alfiler en este pequeño enclave con pinta de pueblo abandonado, batido por los vientos atlánticos; pero, en esta época del año, en marzo, apenas se pierden por aquí algunos jubilados europeos que plantan sus caravanas frente al mar mientras pasean por la playa solitaria, pescan, o conversan con los lugareños. Tiene algunos cafetines y un par de pequeños hoteles que están abiertos todo el año… aunque nadie haga uso de ellos.

La carretera (recién hecha; hasta hace poco era una pista de tierra) enfila ahora a Sidi Ifni, 60 km más al oeste. Discurre sobre una planicie desértica que, como un tobogán, baja hasta el lecho de cada río o torrentera que rompe hacia el acantilado. En estos lugares siempre hay una cala soleada y, en ellas, casi siempre también, algunas viajeros europeos con sus caravanas aparcadas que celebran y gozan del sol invernal como los lagartos. Poco a poco comienza a haber ya nuevas construcciones diseminadas por la zona; son casas rurales regentadas por emigrantes retornados o por algún que otro europeo desencantado de la civilización. Sidi Ifni emerge de pronto, enfrente, sobre una plataforma rocosa que muere a pie de playa —una playa magnífica— donde, ahora sí, los dos camping que hay para caravanas están a rebosar. Hasta 57 de estos artilugios rodantes, modernos, que son como hoteles de cuatro estrellas, conté ayer mismo allí aparcados. Sus moradores —pude leer las matrículas— eran franceses en su mayoría, alemanes, algunos holandeses y noruegos…