La ‘venta’ del Orgullo

Por Amelia Neumayer

Cuando tenía 19 años me mudé a Nueva York para estar más cerca de mi primera novia. Encontré un trabajo de verano como captadora de socios a pie de calle de la parte de la Unión Americana de los derechos civiles. Mi primer cargo fue aprender un texto sobre el matrimonio gay. Me sentí rebelde estando en la ciudad, hablando todos los días sobre el derecho de las personas gays de casarse. En junio fui al Orgullo y recibí un montón de productos arcoiris con nombres de empresas, cosas que unos meses más tarde mi madre descubriría en mi armario (lo sé, la ironía no se me escapa) y me echaría una bronca sobre “los valores cristianos”. Dos años más tarde se legalizó el matrimonio gay en los EEUU.

El primer Orgullo conmemoró las revueltas de junio de 1969 lideradas por mujeres trans de color como Marsha P. Johnson y Sylvia Rivera que protestaban en Nueva York contra la violencia de la policía. En 1970 el primer orgullo conmemoró y continuó esta lucha. Sin embargo, en la actualidad el Orgullo parece haber perdido su carácter de reivindicación política, su herencia de revuelta, de denuncia y parece haberse convertido en una fiesta más. 

@Sharon Mc Cutcheon en Pixabay.

Las raíces del Orgullo han sido eclipsadas por las corporaciones a través de lo que se llama pinkwashing, o el lavado rosa. El término viene de la lucha de apoyo a las personas con cáncer mamario y ha sido extrapolado para hablar de cómo se usa una causa para fines lúdicos de empresas o para lavar la cara de políticos, el caso más conocido siendo con los derechos de las personas LGBTIQ+. 

¿Pero por qué debe preocuparnos el pinkwashingEn primer lugar, es una arma atractiva para corporaciones que quieren usar una causa para sacarse dinero. Pero va más allá que una cuestión de captación de fondos. No se puede entender el pinkwashing de forma aislada, es importante pensarlo dentro del contexto de homonacionalismo, concepto acuñado por la académica Jasbir Puar  -donde un Estado incorpora a algunas personas homosexuales (normalmente personas blancas, cis y con pasta) como sujetos merecedores de su reconocimiento- en una manera superficial, sobre todo a través de legalizar el matrimonio igualitario. Esta forma de reconocimiento conlleva un estatus de país moderno, civilizado, a diferencia de los países “bárbaros” o retrógrados. Los países homonacionalistas se dotan entonces del papel paternalista y colonizador de proteger a poblaciones víctimas de otros países, lo cual sirve para legitimar todo tipo de intervención violenta. 

El ejemplo más conocido es el de Israel, que con la ayuda de empresas americanas en 2005 empezó una campaña de lavado de imagen presentándose como el paraíso para personas gays en el Oriente Medio, mientras seguía matando a personas palestinas, con sus asentamientos y checkpoints violentos y con todo una política islamófoba. En EEUU el homonacionalismo asoma la cabeza con el tema del Orgullo -con el apoyo financiero de los desfiles de Orgullo por empresas que manufacturan drones o que pagan las tuberías que destrozan territorios sagrados indígenas-. La visibilidad de estas empresas en el Orgullo no es nada baladí. Al contrario, sirve para legitimar la violencia ejercida por los EEUU, como país occidental “moderno” porque acepta a (ciertas) personas gays con los brazos abiertos – al nivel nacional y también en el extranjero.

Pero el homonacionalismo no se limita a las políticas de Israel y los EEUU. El fin de semana pasado fue el Orgullo de Melilla, llamada “El XV Orgullo del Norte de África” y celebrado como “el único Orgullo en el continente africano” que proponía “darle voz a quienes no la tienen en esta parte del mundo”. Pero esta perspectiva ignora la historia de la presencia violenta y colonizadora de España en África y el miedo al moro que sigue siendo evidente en la prensa melillense. También esconde el hecho de que para el pueblo amazigh, que vivía en la región antes de las colonizaciones árabe y europeo-católico, las personas homosexuales y trans fueron considerados como una bendición especial. Aunque para las personas que organizan el evento europeizarse parece significar modernizarse, Melilla no puede negar las coincidencias con el caso israelí – también es una frontera ultra desigual y violenta, con devoluciones en caliente y denegaciones de solicitantes de asilo LGBTIQ+. 

Este tipo de «celebración» nos da un buen ejemplo del homonacionalismo como herramienta para la construcción de una nación “moderna” y por cierto “europeizada”, donde algunos cuerpos de personas gays son reconocidos por el Estado como válidos, como merecedores de protección y visibilidad, en diferencia de los cuerpos más vulnerados que no lo son. Es imprescindible preguntarnos si queremos este tipo de reconocimiento, y pensar nuestra propia posición dentro del país en que vivimos cómo cómplices en el fomento del homonacionalismo, por ejemplo apoyando el pinkwashing en eventos puntuales. 

Ahora, 6 años después de mi primer Orgullo, imagino otro Orgullo fruto de una lucha colectiva cotidiana, del diálogo continuo con las personas más afectadas por la violencia del estado y de cada ciudad, de compromiso común contra los sistemas que actúan para negar la humanidad y que ejercen violencias que no se oculten sólo a golpe de purpurina.

Amelia Neumayer es politóloga estadounidense y vive en en Melilla investigando la infancia vulnerada en la Frontera Sur. Antes trabajó en Washington DC para Human Rights Watch, donde formaba parte de colectivos anti-racistas y de solidaridad con personas migrantes. 

1 comentario

  1. Dice ser Amelia: insincera consigo misma

    Me consta que ha habido comentarios censurados en este artículo… serán las mujeres más intolerantes a la crítica que los hombres?

    16 julio 2019 | 01:56

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