Europa inquieta Europa inquieta

Bienvenidos a lo que Kurt Tucholsky llamaba el manicomio multicolor.

Archivo de la categoría ‘Historia’

La forja de un rusófilo: para entender a Rusia y a los rusos, hay que leer a Daniel Utrilla

Voy a hacer lo que nunca hago: escribir sobre un libro sin haberlo acabado de leer. La razón es doblemente caprichosa: el asunto del que trata está de forma permanente en la agenda europea… y además es que no sé si terminaré o no el libro (de tan bueno que es me da pena llegar a la última página, como quien prueba todas las mandarinas que quiere comerse y se deja la mejor para el final, aun con el peligro de que alguien se la zampe antes, o te robe el libro).

A Moscú sin kaláshnikov (Libros del K.0., 2014) es una maravilla de más de quinientas páginas escrita por un obseso de Rusia, del periodismo («allá tú»), de Tólstoi, de los juegos de palabras y, last but not least, del Real Madrid. Todo en Daniel Utrilla –corresponsal durante más de una década– remite a dos vectores: su pasión desmedida por los goles blancos y su entusiasmo no menos enfermizo por la historia, el presente, el idioma, las ciudades rusas y sus habitantes.

Putin, en una rueda de prensa (EFE).

Putin, en una rueda de prensa (EFE).

«Me siento rejuvenecido porque de nuevo existe aquel clima en el que me desenvolví, esa atmósfera de Guerra Fría«. Habla Oleg Nechiporenko, un exagente del KGB. Corría el año 2006 y acaba de estallar el caso Litvinenko, que vino a ser algo así como el despertar eslavo tras el dócil acomodo al capitalismo salvaje importado a uña de caballo desde Occidente y los años graciosamente regados en vodka de Yeltsin.

Daniel Utrilla (del que me han hablado maravillas, no solo etílicas) llevaba ya por entonces un lustro en Moscú como corresponsal de El Mundo, moviéndose como pez en el agua (del lago Baikal: guiño, guiño) entre una galería de tipos frikis, a los que extraía el jugo de la Rusia real para mezclarlo con el de la Rusia imaginaria y componer así un cuadro constructivista de su oficina: «una habitación de 17 millones de kilómetros cuadrados».

La Rusia que retrata Utrilla, la del cambio de siglo, el ascenso y caída de los oligarcas, la llegada de Putin, la crisis y luego el renacer patriótico, es una Rusia –como él dice– demediada, como el protagonista de una de las fábulas de Italo Calvino (otra de las cosas por las que Utrilla me cae simpático: sus lecturas son las mías, aunque mi porcentaje de autores rusos sea muchísimo menor, por razones obvias… y casi que de salud mental).

Un país permanentemente entre dos aguas, las de la descomposición del comunismo y las del ciclón del turbocapitalismo, con unos ciudadanos que miran con un ojo a Europa y con otro a Asia (él usa la instructiva comparación entre dos grandes de su literatura, Tólstoi y Turgénev): «La clase media es una utopía inalcanzable en un país de extremos, y los estratos sociales se superponen como piezas de Tetris colocadas al tuntún».

A través de la mirada rusófila de Utrilla, el país de Putin se despliega como una matrioska comprensible para un europeo que nunca ha puesto un pie más allá de los Urales. Un país «grandullón que, de alguna manera, sigue conservando esa mirada pueril, soñadora e insolente de la niñez«. Una nación supersticiosa y gigantesca de ciudadanos «orgullosos y competitivos» y al mismo tiempo aún convaleciente de su pasado febril, traumático: el de la descomposición de un sistema y la asunción brusca de otro.

Para entender en su esencia última lo que ocurre hoy en Rusia, desde el escándalo de las Pussy Riot a la invasión de Crimea pasando por la soberbia putinesca hacia EE UU, hay que leer este libro, que es una crónica de crónicas, un fresco humorístico (Utrilla es un Camba casi ruso) y también una necrológica del viejo periodismo, aquel que, ay, «garantizaba la calidad del producto, la depuración del estilo, la consulta de expertos, el poso maduro de la observación».

Utrilla está de broma casi todo el rato (y no es fácil mantener la tensión en un tocho así) salvo cuando habla de lo que es hoy el periodismo; entonces se pone melancólico y gélido, y dice verdades como puños sobre los «gurús de la crónica exprés» y los despachos de agencias (también, cuando menciona a las rusas de piernas imposibles, como él dice, le sobreviene cierta nostalgia indisimulable). Lo de las rusas no sé, lo del periodismo lo comparto.

Cuando le dije a Diego González (él y su estupendo blog ya han salido por aquí) que me había comprado A Moscú sin Kaláshnikov en la Feria del Libro me respondió con entusiasmo, que no se le apaga con la edad (no es que sea tan mayor, solo que le conozco hace ya mucho): «El de Daniel Utrilla es prodigioso. Narración político-periodística-autobiográfica de primer nivel. Y encima el tío es más merengue que Paco Gento». No hay más que añadir. Seguir leyendo y disfrutar.

La EFTA, una alternativa fracasada a la UE

Hay proyectos fracasados que en su día estudié en paralelo a las que sí tuvieron éxito y que había olvidado por completo. Uno de estos olvidos es la EFTA. Un par de martes atrás, gracias a la columna semanal de Xavier Vidal-Folch que la mencionaba tangencial y despectivamente, recuperé parte de lo aprendido.

El conocido como Tratado de Libre Comercio Europeo fue hijo de su tiempo, los años sesenta del siglo pasado. Nació como alternativa en todos los sentidos, menos ambiciosa a la CEE (ahora UE). Digamos que fue una modesta alianza económica para aquellos que aún no estaban preparados para ingresar en la Comunidad Económica Europea o bien por motivos diferentes no querían hacerlo.

Firma del acuerdo entre la EFTA y la CEE, en 1972.

Firma del acuerdo entre la EFTA y la CEE, en 1972.

Reino Unido fue su principal impulsor, y convenció a otros países europeos Noruega, Portugal, Suiza, etc. para embarcarse en una aventura comercial que no quería rivalizar directamente con la recién creada CEE, pero sí promover una suerte de mercado interno entre sus socios, aunque con unos déficits de funcionamiento y competencias tan importantes que a la postre la condenaron a no crecer más y estancarse.

Doce años después de su fundación, la EFTA firmó un acuerdo de libre comercio con la CEE, y algunos de sus miembros de más peso, como Reino Unido, dieron el salto a la Comunidad Económica. Hoy, la EFTA está formada apenas por cuatro estados, Islandia, Suiza,  Liechtenstein y Noruega. Algunos de ellos rechazaron formar parte de la UE, y otros como Islandia están en negociaciones para entrar algún día.

El club podría reducirse… aunque también ampliarse, si llegara el caso que Reino Unido (con su deriva euroescéptica) quisiera abandonar la UE y reingresar de nuevo en la EFTA. En cualquier caso, la EFTA es un ejemplo de que la complejidad de las alianzas existentes en el continente, y de que no todo lo que hoy está claro y seguro, un día lo estuvo (y las alternativas preexistentes eran muchas).

La EFTA es una alianza de intereses económicos, pero no es una alianza política. Ni lo es ni lo quiso ser nunca. Su naturaleza es otra, menos profunda y de menor calado histórico que el proyecto europeo. Por eso, cuando se dice a manera de crítica que uno de los déficits actuales de la UE es que nació como un proyecto puramente económico, no se está contando la verdad, o al menos toda la verdad.

La UE nació con un doble impulso, económico y político, y esa fuerza interna federalista es lo que la hizo crecer y diferenciarse de proyectos solo superficiamente similares, pero mucho más taimados, entre ellos la EFTA, «un club fracasado», «un perfecto dislate», en opinión del siempre juicioso y preciso Vidal-Folch.

Todo esto de la EFTA, en principio ajena a nuestros intereses, ha vuelto a las conversaciones en los últimos meses por la insistencia de ERC. En el caso de que Cataluña se separara de España y tuviera que dejar la UE, según Esquerra,  una opción pudiera ser la de unirse a estos cuatro países que conforman la EFTA. El argumento de ERC es que esto les permitiría las ventajas de una ZLC, pero sin los peajes de la UE. Sin ser un experto, cuanto menos parece una vía dudosa.

 

‘Dani el Rojo’ deja Europa: uno de los iconos del ‘mayo del 68’ abandona la política

Uno, que es más orteguiano de lo que en el pasado se hubiera atrevido a reconocer, gusta de escarbar en este tipo de despedidas para extraer de ellas el jugo generacional. Daniel Cohn-Bendit, ‘Dani el rojo’, una de las figuras mediáticas (¡menuda contradicción, situacionistas!) del ya lejanísimo ‘mayo del 68′ parisino y longevo y combativo eurodiputado alemán (que nació francés y se sintió siempre ciudadano europeo), abandona.

Cohn-Bendit, encarándose con un gendarme durante el mayo parisimo (prodavinci.com).

Cohn-Bendit, encarándose con un gendarme durante el mayo parisimo (prodavinci.com).

El rebelde que un día fue y el burócrata en que algunos dicen que se acabó convirtiendo, dice adiós a la política, que junto con el fútbol fueron sus pasiones irrenunciables durante décadas. Gradas como barricadas. Escaños como terrenos de juego, tan verdes como sus convicciones ideológicas. Las que todavía mantiene.

Para escribir este post le he quitado el polvo a un libro, La revolución y nosotros, que la quisimos tanto (Anagrama, 1998), que leí hace muchos años y que no pensaba volver a rescatar nunca. Lo leí cuando el destello del pasado revolucionario estaba empezando a apagarse en mí, y al final acabé poniendo más escepticismo que pasión en su lectura (a pesar de la extraordinaria versión de Joaquím Jordá, traductor y genio documental).

En aquella obra, documento de lectura obligada para los estudiantes, Cohn-Bendit despliega su genio particular, su verbo tenso y fluido para, y veinte años después de las barricadas del Barrio Latino, preguntar(se) qué fue del aquel desmayo, como graciosamente llamó a aquellos años intrépidos Savater en un viejo artículo. Es un libro de entrevistas a los antiguos compañeros contestatarios Abbie Hoffmann, Jerry Rubin, Serge July, etc pero lo mejor no está en ellas.

El calificativo de <<sesentayochista>> se ha vuelto peyorativo, <<progre>> directamente en una injuria, y sé que suele murmurarse a mis espaldas que soy un <<has been>>.

El libro está escrito a mediados de los ochenta del siglo pasado, y ya entonces parte del recuerdo de aquel año estaba tan distorsionado y edulcorado que hasta uno de sus principales protagonistas era capaz de analizarlo críticamente.

Me harté del papel de referencia viviente, de especie de monumento al que se rinde homenaje los días de aniversario.

Cohn-Bendit nunca fue comunista, pero tenía el pelo rojo, de ahí el apelativo. Su despedida final de Estrasburgo, entre besos y abrazos, logra emocionar a quienes ni de refilón compartimos anécdotas de juventud. Emociona porque ‘Dani el rojo’ ha sido un eurodiputado laborioso, vehemente, crítico, batallador y nada contemplativo. Ha intervenido siempre, como una mosca cojonera, simpática y un poco infantil, como su icónica imagen de siempre.

Su intachable federalismo europeo, su fe ecologista, son ideas nada caprichosas, meditadas y maduradas durante años haciendo política desde dentro, y son una referencia para las nuevas generaciones. Aunque ahí, precisamente, se asienta la falla. Cohn-Bendit, me temo, será siempre recordado más por el año en que el planeta se inflamó que por sus dos décadas de servidor público en las instituciones; por su infructuosa rebeldía de juventud que por su hábil reformismo de madurez.

VÍDEO: Una intervención suya en el PE, donde manda callar a Martin Schulz, cuando todavía no es presidente del mismo, y exhorta a Barroso a cambiar sus políticas. Su capacidad oratoria y habilidad para sacar de quicio da igual que fueran prebostes gaullistas que europarlamentarios siempre fue notoria.

 

Europa y sus ciudades: tres reflexiones que nunca antes habrás visto escritas juntas

No es exagerado afirmar que el espíritu de las ciudades ha modelado Europa. Es tan solo una obviedad para cualquier observador atento de su historia. La urbe europea, desde el burgo medieval a la megalópoli actual, es un vestigio material fundamental de nuestro pasado. Territorios de personas libres (o cada vez más libres) luchando —sin ser conscientes,  desde su anonimato— contra el topos del menosprecio de corte y la alabanza de aldea.

Una vista de París (EFE)

Una vista de París (EFE)

Y eso que hasta anteayer Europa fue un continente eminentemente rural. Anteayer es, concretamente, hace 65 años, cuando de las ruinas comenzaba a surgir un embrión de paz y prosperidad. La tensión entre el campo y la ciudad ha sido una constante en la historia europea (también debemos entender la PAC como una solución a ese conflicto), y el mundo rural sigue muy presente en el imaginario de los urbanitas, aunque ahora con otras connotaciones (irse al pueblo).

Este preámbulo es una forma de engarzar con tres referencias a las ciudades europeas. La primera la he extraído de El artesano, del sociólogo Richard Sennett, un autor que incomprensiblemente se me había atragantado y gracias a la insistencia de mi amigo Jesús Bermejo finalmente he leído con muchísimo provecho (¡y lo seguiré haciendo!). La cita se enmarca dentro del capítulo dedicado a los ‘lugares de resistencia’:

Desde sus orígenes, el centro de la ciudad europea ha sido más importante que su periferia; las cortes, las asambleas políticas, los mercados y los centros de culto religiosos más importantes han tenido su sede en el centro de la ciudad. Este énfasis geográfico se traducía en un valor social: el centro es probablemente el lugar más compartido por la gente.

La segunda pertenece al imprescindible La Vieja Europa y el mundo moderno, el breve opúsculo del recientemente fallecido Jacques Le Goff, historiador francés al que, quizá os acordéis, dediqué un obituario de urgencia (aunque ahora que estoy, aquí os dejo otro mucho mejor, publicado en El Mundo ). Le Goff hablaba de las ciudades de los años noventa:

Las tropas de parados, de <<nuevos pobres>>, de drogados, de delincuentes de los barrios bajos urbanos sirven de eco en la actualidad a esos marginales, a esos excluidos. Europa supo superar esos miedos y esas crisis. Debe hacerlo hoy sin esperar a que las ciudades que fueron los focos de civilización de Europa estén sembradas de más cadáveres de vencidos por la exclusión.

La tercera referencia es la más curiosa de todas. Como solía repetir un profesor al que apreciaba, los historiadores estamos obsesionados con el futuro, por eso estudiamos el pasado. En cambio, se ve que ha habido gente, y todavía la hay, que tiende más a investigar el futuro (no sé si obsesionados con el pasado). Estas investigaciones, leídas desde ese futuro aludido, mueven a la risa, a la ingenuidad y a veces a la sorpresa (por lo acertado de la proyección).

Así pasa con una joya de enciclopedia alemana, traducida al español en los años 70 y publicada por el Círculo de Lectores, que he conocido gracias a mi compañera Melisa Tuya. Es una obra de divulgación con vocación optimista, pacifista y hasta cierto punto rigurosa; entre los volúmenes dedicados a La Tierra, La Técnica o Las Ideas, hay uno dedicado al Futuro (que fue el que Melisa me prestó).

En él, algunas de las «novedades pronosticables» que hacen los autores son del todo —y afortunadamente— equivocadas (la población mundial no es hoy de 15.000 millones de habitantes) y otras son sorprendentemente ciertas (la televisión tridimensional, o la prensa llegando a un «receptor casero»). Pero en lo que nos ocupa, las ciudades y Europa, me ha llamado la atención la visión lóbrega del concepto de ciudad futura (automática, hubiera dicho Camba) que imaginaban. Según la enciclopedia:

La URCCE (Unión de Grandes Aglomeraciones Urbanas Europeas) prevé una megalópolis que llegará de Liverpool a Ginebra e incluirá 200 millones de habitantes en un complejo sin solución de continuidad. Doxiadis, proyectista de la ONU, prevé un fusionamiento de las alfombras de casas hasta formar la ecumenópolis que rodeará La Tierra.

Desconozco si la URCCE existe o existió alguna vez (la ONU de momento sí, aparece en la prensa de vez en cuando) y en qué quedó todo ese magno proyecto. Pero lo cierto es que aunque Europa sigue conservando ciudades diferenciadas, los límites entre sus habitantes se estrechan. Hasta cierto punto, la predicción de los autores del libro no era disparatada: aunque físicamente no vivamos todos juntos, sin solución de continuidad, los urbanitas europeos nos hemos ido asimilando y homogeneizando según un modelo y unas pautas.

*Actualización: Cambié la imagen a sugerencia de un lector.

Del ‘Núremberg financiero’ al ‘Día D’ de la sanidad: ¡cuantísimas metáforas excesivas!

Una frivolidad, que quizá no lo sea tanto, para poner un punto y seguido al grave asunto de las elecciones europeas. Os propongo un juego. De los siguientes conceptos, ¿cuáles de ellos forman parte de los programas de los partidos políticos y cuáles son inventados?

‘Septembrismo antinuclear’, ‘Día D de la Sanidad’, ‘New Deal verde’, ‘Euroescepticismo thermidoriano’, ‘Núremberg financiero’, ‘Comuna de París para los banqueros’, ‘Primavera europea’, ‘Concilio Vaticano II de la laicidad’ y ‘Plan Marshall para pymes’.

Hay que tener mucho cuidado con las comparaciones históricas, y emplearlas poco o nunca. Son engañosas, a veces hasta horteras, engañosamente fáciles de crear y levantan unas expectativas en los votantes —¡y en los medios de comunicación!— que raramente acaban por ser satisfechas.

'El pincel mágico', de Equipo crónica (Fundación Juan March)

‘El pincel mágico’, de Equipo crónica (Fundación Juan March)

Hace muchos años, una luminaria del pensamiento definió Disney World como un gulag occidental. Hoy, a menudo los políticos sin ideas suelen recurrir a este tipo de metáforas como forma de obscenidad para hacer comparaciones degradantes o grandilocuentes: llamar nazis a los que defienden el derecho al aborto, goebbelesianos a los que mienten o sentirse víctimas de una caza de brujas cuando te rebaten con argumentos dialécticos.

Muchos de los términos que he escrito al principio del post son del todo falsos. Algunos me los he inventado yo y otros —los mejores— el casi futbolero @afilamazas. Pero todos, falsos o verdaderos, son tristemente verosímiles. Y eso, más que decir algo positivo sobre nuestra capacidad de ingenio, evidencia la poca originalidad de pensamiento político de nuestros días.

Levantar falsas expectativas de cambio recurriendo a éxitos del pasado es engañar y engañarse. Porque todos sabemos, en este nuestro 18 de Brumario de Internet (quién da más), que si los grandes hechos de historia se repiten, lo hacen en forma de farsa.

  • NOTA: Los conceptos que sí aparecen en los programas de las europeas son: ‘Núremberg financiero’, ‘New Deal verde’ y ‘Primavera europea’.

IU y UPyD, los únicos partidos que defienden una asignatura de Historia de Europa

Hará cosa de un mes me quejaba, con la ingenua indignación del que se cree un incomprendido (o del que piensa que nunca le van a terminar de comprender del todo), del poco interés de los Estados miembros de la UE por promover una asignatura de Historia de Europa en las escuelas e institutos.

No debía ser una idea tan extravagante o extemporánea como creía, pues leyendo estos días los programas electorales de los partidos españoles, me he llevado una grata sorpresa… alguna tenía que haber entre los varios centenares de páginas de prosa tortuosa y anémica.

Todos los programas electorales de los partidos españoles de cara a las europeas (NS)

Todos los programas electorales de los partidos españoles de cara a las europeas (NS)

Dos partidos contemplan algo así como una asignatura de historia común. UPyD asegura, en el punto 4.4 de su programa, que «es necesario establecer políticas europeas para el estudio, protección y conservación del patrimonio histórico-artístico europeo, de promoción de la creación cultural, y de difusión de la cultura europea en la educación obligatoria«.

Pero es Izquierda Unida la formación que más explícitamente se refiere a ello. Así, en el punto 6 de la penúltima sección de su programa (el más completo y preciso de todos), se asegura que «la búsqueda de una cohesión identitaria es prioritaria» para que se permita «construir y enlazar una historia común de Europa«.

Además, IU exige otra cuestión importante muy relacionada con el pasado, y que ningún otro partido español contempla en su programa. Se trata de la elaboración de una nueva ley que «obligue a la apertura de los archivos históricos y documentales de la Unión». Una legislación que haga, por fin, «accesibles los fondos a cualquier investigador o ciudadano que quiera profundizar en nuestras raíces comunes».

De acuerdo en que son dos temas quizá menores, sobre todo si se los compara con las grandes líneas maestras económicas y sociales de los partidos. Pero es un matiz relativamente nuevo en la agenda de las formaciones y un cambio de mentalidad que merece la pena resaltar por encima de ideologías y programas. Otra cosa, claro, sería cómo cada uno de estos dos partidos acabaría desarrollando el contenido de su propuesta…

El Grand Tour, el erasmus de los aristócratas

De aquella exposición sobre los tesoros artísticos del Westmorland solo recuedo la sensación de estar muriéndome de sueño y un primoroso (aunque fugaz en mi mente) grabado romano de Piranesi. Fue en 2002, en un museo de Murcia, cuando volvía de haber visitado Cartagena con la clase del ilustre profesor José María Luzón. Me acompañaba un amigo que recordará todavía menos que yo. Si recuerda.

El Westmorland fue uno de los navíos que transportaba de vuelta a Inglaterra las reliquias, obras de arte y enseres de todo tipo reunidos durante el Grand Tour, un protoerasmus del que gozaron los hijos (solo varones) de la aristocracia europea (inglesa, pero también alemana u holandesa) desde el siglo XVII. Una aventura iniciática, un rito de paso —que podía durar años— en el que jóvenes adinerados completaban su formación intelectual, artística y lingüística.

Un óleo de de 1757 Giovanni Paolo Panini en el que se recopilan los tesoros de la antigua Roma (The Metropolitan Museum of Art).

Un óleo de de 1757 Giovanni Paolo Panini en el que se recopilan los tesoros de la antigua Roma (The Metropolitan Museum of Art).

El Westmorland, al contrario que muchos otros buques que sí llegaron a su destino, acabó en un puerto español tras ser asaltado por barcos franceses en 1779. Allí, su valioso contenido fue vendido y se diseminó por España. Aquella exposición de la que os hablaba al comienzo fue el resultado de varios años de investigaciones sobre el patrimonio que albergaba su bodega, y que iba desde cuadros de Mengs a chimeneas.

El Grand Tour está considerado hoy como el origen del turismo moderno. Y en parte es así. Lo más parecido a los paquetes de viajes organizados de nuestros días, pero que en vez de tener como objetivo grupos de jubilados o solteros, eran aprovechados por unos pocos (los que podían pagar la complicada logística: desde cocineros a maletones con libros) para cultivar su espíritu y vivir aventuras civilizadas alejados de la sombra paterna.

Pero el Grand Tour, dejando de lado aquello que lo hacía prohibitivo e impensable para el 99% de los europeos de la época, albergaba una naturaleza profunda que hoy denominaríamos cosmopolita. El reconocimiento de las aportaciones culturales de otros territorios (en un periodo de guerras casi continuas entre los Estados) o la curiosidad por aquello que ahora resulta obvio, pero entonces lo era menos: el pasado compartido del continente.

Algunos de los que hicieron el Gran Tour fueron luego reconocidos hombres de letras, como Goethe o Stendhal, y sus libros son para nosotros patrimonio cultural de todos los europeos sin distinciones. Su aprendizaje sentimental, cultural y civilizatorio debe bastante, además de a su genio personal, a aquellas pintorescas y privilegiadas expediciones.

PD: Me ha sorprendido, no lo conocía, que algunas universidades privadas, como la Antonio de Nebrija, ofrecen la posibilidad —imagino que a los estudiantes que puedan pagárselo, no parece que den becas— de realizar un Grand Tour, de seis meses, un año o de un verano. Quién pudiera.

Jacques Le Goff, gran medievalista europeo

En una extensa y reposada entrevista publicada inesperadamente en la Revista de la Asociación Española de Neuropsiquiatría, el historiador Jacques le Goff, que acaba de fallecer en París a los 90 años, decía que las secuelas de las Cruzadas  —de aquel arrebato de intolerancia religiosa— siguen siendo visibles todavía en nuestra Europa unida.

Le Goff, en su casa de París (www.papalepapale.com)

Le Goff, en su casa de París (www.papalepapale.com)

Le Goff, fiel a la tradición historiográfica aprendida de sus maestros de Annales, fue un estudioso entusiasta de la ‘larga duración’, una de las escuelas que revolucionó los métodos y la investigación histórica en el siglo XX. Frente a la importancia concedida hasta el momento al acontecimiento aislado, Lucien Febvre, Fernand Braudel y compañía reivindicaron una historia omnicomprensiva, de largo alcance, ambiciosa en el tiempo y rigurosa en los aspectos metodológicos, con la apertura a otras ciencias humanas, como la sociología.

Le Goff era toda una institución en Francia, más allá del mundillo, a veces un pelín miope, de la investigación histórica. Era un humanista, un erudito respetado, alejado del habitual perfil del intelectual francés, combativo y cizañero. Su magisterio y su huella en las nuevas —ya no tanto— generaciones de historiadores de todos los países ha sido extraordinaria.

El primer libro suyo que yo leí, al comenzar la carrera, y que recuerdo con afecto, fue su entretenido El hombre Medieval (luego vinieron otros, no demasiados y ni tan siquiera sé si los mejores, mi fuerte no es la Edad Media: Mercaderes y banqueros y La civilización del Occidente medieval…).

Pero Le Goff, y aquí la razón de este post de urgencia, fue un testigo a la vez que un hacedor de Europa. Primero conoció durante su infancia de las terribles consecuencias de la Primera Guerra Mundial; más tarde, ya en su juventud, luchó en la resistencia contra los nazis. Aquella experiencia fue la brecha biográfica que le condujo, inmediatamente después, al estudio de la historia, gracias a sus excepcionales dotes intelectuales.

Le Goff maduró, además, una idea de Europa donde el pasado seguía teniendo una importancia capital en el presente (una perogrullada que no es tal). Las mentalidades colectivas, el desarrollo de la individualidad a lo largo de los siglos, la economía, etc. Algunas de sus obras, como Europa contada a los jóvenes o ¿Nació Europa en la Edad Media? son pequeñas joyas. Le Goff tenía la modestia del sabio. «Yo no tengo una cabeza filosófica ni me gusta la filosofía de la historia», decía en aquella entrevista que citaba al comienzo.

Defendía el oficio desde el rigor, pero dudaba de su condición de ciencia. Descanse en paz.

 

El desorden del discurso europeo

Uno siempre espera más de un opúsculo que de un ensayo de 500 páginas. Está la seguridad de que te llevará menos tiempo el leerlo. Y está la esperanza de descubrir en él pensamientos encapsulados y directos: enseñanzas magras, pulidas, que justifiquen su poco volumen y ahorren el tener que rebuscar entre decenas de capítulos.

Pero no hay nada más frustrante que leer un opúsculo, un panfleto (siempre en el buen sentido) y no encontrarte apenas cargas de profundidad. Me ha pasado este fin de semana lluvioso, mientras leía de un tirón Europa como discurso (RBA, 2014), el primer libro de Toni Ramoneda, que lleva por subtítulo aclaratorio –y gancho publicitario– «un ensayo sobre democracia real».

El libro es un intento de desarrollar el «pensamiento crítico» a través del análisis de los diferentes discursos que genera la Unión Europea. Discursos que sirven para fomentar «la cohesión social» y que buscar un «compromiso democrático». Ramoneda analiza, basándose en las tesis de Paul Ricoeur, el presente de la UE desde tres vectores: el de los motivos, el de las razones y el de los deseos.

discursoseuropeos

La tesis del libro, aunque tampoco estoy muy seguro de ello, tienen que que ver con la dificultad de las instituciones europeas de generar discursos coherentes y creíbles sobre la realidad del presente. Términos antaño diáfanos, como laicismo, izquierda o derecha, representan hoy una amalgama confusa de conceptos que infecta los pilares clásicos del discurso sobre los que se levantó Europa: seguridad, solidaridad y justicia.

Postmodernidad. Post-democracia. «Totalitarismo discursivo». Falta de invocación a un demos. Los «mercados» y la «tecnocracia» han creado un ecosistema en donde los antiguos discursos tranquilizadores no sirven. Europa se construyó contra la identidad y contra la guerra, pero superada esa fase, se ha creado un hueco en donde la utopía, como motor de los nuevos discursos que deberían engarzar a las generaciones, está ausente.

Este hueco ha sido rellenado con una polifonía de voces, una incertidumbre donde los discursos sobre la realidad corren el riesgo de anestesiar las funciones básicas del contrato social. Ramoneda se pregunta, con justicia: «¿Votar en Europa no es un ejemplo de esta actitud post-democrática que nos lleva a renunciar al ejercicio político de la restricción de poder?».

Sinceramente no lo sé. Creo que hay preguntas en su libro muy sugestivas y análisis certeros. Como cuando incide en la contradicción que supone que la UE tenga una agenda perfectamente marcada para los 7 próximos años, y que al mismo tiempo trate de fomentar el disenso político. O seguridad en el futuro o legitimidad: las dos cosas al mismo tiempo, no. Pero hay un amago no logrado de ser profundo e ininteligible que recorre toda la obra y que rechazo.

He tratado de sintetizar las tesis de Ramoneda, limpiarla de cuestiones más o menos filosóficas (él es doctor en las llamadas Ciencias de la Comunicación, que mucho de científico no tienen, todo sea dicho), pero sigo sin comprender por qué, al comienzo de cada capítulo, hay una cita futbolística, de Míchel, Mourinho y Guardiola. Giros de la posmodernidad, supongo.

¿Por qué no una asignatura de Historia de Europa en los programas escolares?

En su Segunda Intempestiva, Nietzsche contrapone el sentido histórico, que mata la vida, con la capacidad de olvido (lo no histórico), inherente al hombre y que eleva su ser vital. Con lo que ha pasado estos días a propósito del fallecimiento de Suárez, algunas chuscas metáforas amnésicas comparando su enfermedad con la cultura de la CT y simplificaciones un tanto gruesas, estoy por darle la razón al solitario de Sils-María.

Pero tranquilos, esto no pretende ser un obituario más de Suárez (los ha habido lamentables, como este de Luis García Montero, pero también justos, preciosos e inteligentes) y la Transición, sino un comentario al hilo de la enseñanza educativa de la Historia. Porque, si todos –y yo lo recuerdo– estudiamos La Transición como un hito y le dedicamos horas y horas de aprendizaje, no sucedió lo mismo con la historia reciente de Europa.

Un aula de Instituto de Educación Secundaria, en una imagen de archivo

Un aula de Instituto de Educación Secundaria, en una imagen de archivo

En los programas escolares, la historia de la integración es una historia hasta cierto punto ajena. Sí, se hace mención a los principales acontecimientos del último medio siglo y a cómo España se incorpora a la CEE, pero se hace desde la lejanía profiláctica de una historia que no es propia. A los escolares se les introduce en el relato europeo igual que en el relato de la Secesión americana: sin polemizar.

La prueba de ello es que, al contrario que sucede con determinados episodios de nuestra historia como país (la guerra civil, la misma Transición de franquismo a la democracia), no ha habido un debate, ni lo hay, sobre cómo enseñar la historia de Europa… lo que en España se traduce en que a nadie le importa la manera en que se haga. La UE sigue siendo un ítem ajeno en los libros de texto porque se explica como un añadido, no como el núcleo (y el futuro) de nuestra historia.

No sé de qué forma se podría revertir esta situación, afortunadamente no soy un pedagogo, profesión de riesgo, pero quizá la mejor fuera la más drástica: introducir directamente una asignatura que llevase por título ‘Historia de Europa’ e incluir en ella, como un apartado más, la reciente historia de España (o de Italia o de Alemania…). Hoy, mientras tanto, en los programas educativos Europa sigue estando considerada una historia en fragmentos.