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Desaparecidos en los Balcanes: presente de una guerra que terminó hace 20 años

Manifestantes en diciembre del año pasado pidiendo que se aplique la ley en la búsqueda de desaparecidos (ICMP)

Manifestantes, en diciembre de 2014, pidiendo que se aplique la ley en la búsqueda de desaparecidos (ICMP)

La pequeña e industriosa ciudad bosnia de Tuzla, situada a 120 km de Sarajevo, alberga uno de los laboratorios principales de identificación de restos humanos de la Comisión Internacional para las Personas Desaparecidas (ICMP). Tuzla, que trepó de forma efímera a los titulares de la prensa hace un año por ser el epicentro de duras protestas obreras, está también cerca unos 100 km de Srebrenica. Pero nada de lo anterior, ni las algaradas de 2014 ni su puntero centro de secuenciación de ADN, tiene cabida en la breve entrada que Wikipedia le dedica.

En Tuzla, bajo condiciones no siempre favorables, se sigue tratando de identificar a las víctimas de una guerra que terminó hace 20 años. Hay un injusto desequilibrio entre el espacio-tiempo que dedicamos a informar de las guerras y el que concedemos a las posguerras. Los conflictos bélicos son todavía rentables: a los periódicos les reportan titulares y a los (ya pocos) reporteros, prestigio y fama. Pero lo que viene justo después de la paz acostumbra a permanecer en un incómodo claroscuro que solo vuelve a iluminarse si regresan las hostilidades.

La vida tras una guerra, con sus miserias, escaseces y contradicciones se desarrolla en un escenario secundario, en un microteatro espantoso y sin apenas público. La así llamada comunidad internacional va poco a poco perdiendo interés, y los periódicos recolocan a sus contados corresponsales en lugares donde la sangre aún está fresca. La dificultad de proseguir con las identificaciones de los muertos de la guerra en los Balcanes la reconoció hace muy poco la misma directora del ICMP, Kathryne Bomberger: «Muchos políticos creen que la presión de la opinión pública para que se siga buscando a los desaparecidos ha disminuido». En las fosas comunes localizadas, y en las aún ignotas, se calcula que quedan unas 8.000 personas por identificar.

Al desinterés de las autoridades locales (su disponibilidad es directamente proporcional a la rentabilidad que vayan a obtener) hay que añadir la desbandada de los medios de comunicación, que apenas dan cuenta ya de un trabajo, el de la identificación de desaparecidos, lento, exigente y complejo. Por suerte, hay a quien todavía se interesa por aquello que ya no interesa. W. L. Tochman es un periodista polaco que en 2002 viajó a Bosnia y Herzegovina para relatar la vida cotidiana en la posguerra. Ahora, más de una década después, el libro que recoge aquella experiencia va ser publicado en español. Como si masticaras piedras: sobrevivir al pasado en Bosnia (Libros del K.O., 2015) es una crónica escrita en un lenguaje seco, casi notarial, en la que se va tasando el desgarro y la incredulidad de los supervivientes de aquel conflicto. He tenido la suerte y el privilegio de leerla antes de que salga al mercado (queda ya poquito), y no quería dejar pasar la oportunidad de hablaros de ella.

Por encima de sus virtudes estilísticas, que las tiene, Como si masticaras piedras es bonita y necesaria porque se interesa por los vivos que sobrevivieron a tanta muerte. Por las viudas y las madres que esperan con fortaleza indómita a que los despojos de hijos y maridos emerjan del magma anónimo de las fosas para enterrarlos con dignidad. Por la heroica dedicación de los especialistas forenses que, pese a la escasez de medios y el aire insano que fluye de las heridas sin cerrar, buscan la verdad escondida en la doble hélice. Por el estupor que produce en las víctimas que los verdugos de tus seres queridos no solo campen a sus anchas sino que además ocupen tu casa, usen tu vajilla, duerman en tu cama.

Estos zarpazos de incómodo realismo que la vida cotidiana deja sobre la piel de los tratados de paz son los que Tochman salva para la posteridad. Europa, pese a su refinada capacidad de autocrítica, a veces excesiva y paralizante, sigue mostrándose extrañamente ausente de los lugares de memoria donde se puso a prueba sus virtudes civilizatorias. Los esfuerzos del ICMP por identificar a los desaparecidos, el trabajo en la sombra de cientos de especialistas y el desconocimiento general es lo que hacen que este libro, aunque refiera historias de hace una década, sea un documento espléndido para expiar (explicar) el pasado. Y el incierto presente.

Daniel Utrilla: «Gorbachov y Yeltsin eran débiles y manejables. Putin no lo es»

Soy casi casi la némesis de Daniel Utrilla. Y perdón por la primera persona y por ponerme delante, pero mi disculpa es sencilla: soy seguramente más burro que él, salvo cuando se trate de ingerir hectolitros de vodka. Cometo periodismo digital, jamás he cruzado los Urales y prefiero Dostoievski a Tólstoi. Nos une el Real Madrid y Josep Pla, lo que no es poca cosa. También una forma antigua de entender el periodismo, que él logró practicar y yo –»la prisa venció a la prosa»– apenas alcancé a leer.

Daniel parece (desde la simpatía de lector agradecido) un tipo agudo y observador. Daniel es, eso sí que es seguro, un fantástico cronista. Sus piezas en El Mundo, periódico para el que trabajó de corresponsal en Moscú durante una década, son pequeñas joyas del oficio. De aquella experiencia objetiva nació su delicioso tocho subjetivo sobre Rusia, A Moscú sin Kaláshnikov (Libros del K.O., 2014), del que con entusiasmo apenas disimulado os hablé antes del verano. Esta conversación, pues, tiene su origen en aquella fascinación.

Pregunta. No sé si darle el pésame antes por Di Stéfano o por Shevardnadze… o por ambos al mismo tiempo.
Cuando el pasado 7 de julio me enteré que había muerto Di Stefano sentí el impulso de colgar una foto suya vestido de blanco como fondo de mi página en Facebook. Sin embargo, lo confieso, no sé qué tendría que pasar por o sobre mi cabeza (ni de qué tamaño) para que hiciera lo mismo con una foto de Shevardnadze. Curiosamente, recuerdo haber escrito dos cuentos sobre ellos en mi etapa de corresponsal (el sinvivir del periódico no daba tregua para narraciones de mayor alcance): uno mágico-realista sobre en Di Stefano y otro sobre Shevardnadze que se me ocurrió durante la revolución de los claveles que lo despachó del poder en 2003. Sin embargo, más allá de sus respectivos liderazgos en el Madrid y en la última diplomacia soviética, respectivamente, me cuesta encontrar puntos simbólicos de conexión entre estas dos figuras. Probablemente, porque son contrapuestas: Di Stefano encabezó la construcción de un ‘imperio’ y Shevardnazde la descomposición de otro imperio. Di Stefano forjó un Real Madrid de leyenda, el de las victorias infatigables y enceguecidas, la del “equipo invencible aunque pierda”, como recordaba el otro día Valdano; mientras que Shevardnadze fue el rostro de la perestroika, un periodo que desde Occidente se percibió erróneamente como triunfal porque suponía el fin de la bipolaridad, pero que desde Rusia se sigue asociando al desgobierno, a la penuria y al naufragio de una superpotencia.

Daniel Utrilla, asomado al balcón de la casa de Tolstói en Yásnaia Poliana (IMAGEN: Anastasia Laukkanen)

Daniel Utrilla, en la casa de Tolstói en Yásnaia Poliana (IMAGEN: Anastasia Laukkanen)

P. ¿Cómo explicaría a un chaval de 20 años al que le guste el fútbol y tenga curiosidad por Rusia la importancia de estos dos nombres?
Supongo que cuando dices «fútbol», en realidad querías decir «Real Madrid» (un error lo tiene cualquiera). Sin Rusia y sin el Real Madrid no se puede entender la historia política y futbolística del siglo XX. Ambos fenómenos, Rusia y el Real Madrid, tienen un rasgo en común que, precisamente, es el que Di Stefano trajo a Chamartín: la obsesión por la victoria (en el caso de Rusia una obsesión no solo aplicable al terreno militar, sino también al científico, cósmico, deportivo, arquitectónico, eurovisivo…).

P. Vamos a su oda a Rusia en 500 páginas… ¿A Moscú sin Kaláshnikov es un libro para hacer conversos a tu rusofilia, para explicarla, para entenderla usted mismo o simplemente constituye la racionalización de una pasión infantil?
Creo que es la crónica más subjetiva que he escrito sobre Rusia, pero a la vez la más verdadera de todas. No pretendo convertir a nadie ni sentar cátedra. Trato de indagar en una obsesión, en la gran obsesión estética de mi vida (con el permiso del Real Madrid). Porque, como decía alguien, no recuerdo quien, pero seguro que no era Shevardnadze, «somos nuestras obsesiones». Por otra parte, escribir con humor sobre un país al que la prensa occidental pinta como el más ceñudo del planeta era un verdadero reto. Los rusos son un pueblo muy divertido, y no se los puede conocer leyendo solo la prensa.

P. El libro sigue dos líneas, una amable, divertida, cuando habla de su Real Madrid y de su Moscú (a pesar del frío, las distancias y las rubias esquivas de piernas infinitas); y otra un poco más melancólica, casi irónica, sarcástica, que reluce cuando hace juicios sobre el periodismo. ¿Tan mal le ha tratado? ¿Le tachaban demasiados juegos de palabras y metáforas?
Al periodismo se lo debo profesionalmente todo (incluido este libro). Trabajar de corresponsal en Rusia fue mi sueño desde muy joven. Pero a lo largo de los once años que desempeñé el oficio aquí en Rusia, fui sintiendo cómo la profesión que amaba se iba convirtiendo en otra cosa (la prisa se impuso a la prosa). A ello se une el desgaste de once años sin desconectar un solo día el teléfono móvil, lo que puede desfigurar un sueño hasta dejarlo irreconocible. Al final, con la precipitación de las crónicas de internet, tuits, blogs, video-análisis y la muerte paulatina del diario de papel (atropellado por falta de tiempo y de recursos), acabé por no reconocer la profesión que amé, la de ese reporterismo que Gabriel García Márquez equiparó con un «género literario» y que me gustaría volver a practicar algún día. De hecho mi libro, como todos los que publica Libros del K.O. es a fin de cuentas una crónica, una crónica sobre fondo blanco (nevado y merengado) sobre mi vida en Rusia, y que he tenido el placer de escribir a lo largo de un año. Me queda la satisfacción (que reflejo en mi libro) de haber tenido la suerte de practicar la profesión del corresponsal tal y como se venía practicando desde que se inventó allá a finales del siglo XIX: viajando, observando, tomando notas y escribiendo con tiempo para pensar el adjetivo (como hacía Pla mientras liaba sus cigarrillos) o esas metáforas tan liadas que a mí tanto me gustan. En cuanto a si me tachaban juegos de palabras, confieso que intentaba contenerme dependiendo del género (no es lo mismo escribir una noticia sobre una fusión petrolera que un blog sobre un buscador de yetis), pero debo decir que El Mundo es un periódico que da mucha libertad estilística a la hora de escribir los temas. Al menos a mí me la dieron, y eso es algo que motiva al periodista y por lo que le estoy profundamente agradecido. La forma ha sido siempre para mí tanto o más importante que el contenido. Por eso, entre otras razones, no me gusta el periodismo digital, porque descuida la forma. Y la firma.

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P. Por las páginas de su libro aparece de vez en cuando el nombre de Limonov, al que todos nosotros –los no rusófilos– empezamos a conocer gracias a la novela o lo que sea de Carrère. Escribí una reseña de su libro hace unos meses, y en un comentario, un chico francés fanático de su figura (de la de Limónov) me dijo que estábamos equivocados respecto a él, que el mito creado por Carrère no se corresponde a la realidad… ¿Le gustó el libro de Carrère? ¿Y el Limónov de carne y hueso?
La magia de la literatura (y una de las razones por las que considero que es superior al periodismo) es precisamente esa: que pueda abordar personas y hechos desde puntos de vista impensables y mucho más profundos, poliédricos (¿metafísicos?) y originales que los de la prensa diaria. Objetivamente, Limónov es un personaje residual de la realidad política rusa al que los periodistas extranjeros (yo incluido) no se han tomado nunca demasiado en serio, por esa mezcla explosiva de bolchevismo y ultranacionalismo de corte fascista que gasta. En cambio, Carrère tuvo el atrevimiento de meterse en el alma del personaje y de hacerlo trascender más allá de sus caricaturescas circunstancias vitales (quizá por eso el propio Limonov reconoce que no se reconoce del todo en el retrato, según leí el otro día en la entrevista que le hizo mi amigo Rodrigo Fernández, corresponsal de El País). Al margen de la simpatía o rechazo que a cada cuál le despierte Limónov, el libro tiene el acierto de humanizar al personaje, con sus sueños, virtudes y bajezas. El periodismo no suele llegar tan hondo en la disección de las almas (que son la materia prima de la literatura). Carrère ha logrado hacer eterno lo coyuntural, y ahí reside el mérito del libro. Si en lugar de Limónov hubiera escogido al polémico ultranacionalista Zhirinovski o a cualquier otro personaje de la oposición política rusa el resultado habría sido parecido. A mí lo me que me gusta y cautiva del Limonov de Carrère no es su peripecia política (por peregrina que sea), sino su carácter completamente ruso, una mezcla explosiva y contradictoria de vitalismo, mística pagana, literatura, orgullo, patriotismo, sexualidad desatada (todo ello mezclado con suficiente alcohol como para parar un Transiberiano). Creo que Carrère conoce muy bien a los rusos y nos ofrece un espécimen en carne viva. ¡Chapó!

P. Siguiendo con Carrère. Su opinión sobre Putin me ha recordado en parte a la semblanza que tú mismo esbozas de él. Un concienzudo estadista, un hombre de Estado (con sus debilidades humanas), incomprendido por Occidente (tanto por la prensa como por los políticos) y que gobierna en virtud de un ‘algo trascendente’ que los europeos parece que han desterrado de su oficio…
En un primer momento tuve la ocurrencia de que ‘Putin’ no apareciera en esta ‘crónica sentimental de la ‘Rusia de Putin’ pues quería desterrar el discurso político de mi libro, para que predominase el elemento antropológico; pero enseguida me di cuenta que era imposible, no solo por la entidad del personaje, sino porque solo alguien como Julio Camba (que se iba en los años 20 a EE UU a escribir sobre las elecciones y se permitía el lujo de enviar artículos sobre el chicle o los bailes de los negros sin mencionar a los candidatos) era capaz de hacer eso, de centrarse únicamente en el factor humano. La dimensión antropológica me interesa por dos razones: primero, porque el choque cultural es una fuente constante de humor; y, en segundo lugar, –y volviendo a la pregunta– porque para entender a los líderes políticos, primero hay que entender a sus pueblos (cosa que al egocentrismo occidental a veces le cuesta mucho). En este sentido, hay que decir que Putin es muy ruso, de ahí que sea tan popular entre su pueblo, algo que también le cuesta entender a Occidente. En relación a esto, me gustaría rescatar una idea que aparece en El Imperio de Kapuscinski: La de que Occidente nunca se ha llevado bien con los líderes rusos fuertes. Se ofusca y no sabe tratar con ellos. Creo que por una mezcla de miedo e incomprensión. Gorbachov y Yeltsin eran débiles y manejables. Putin no. Cuando Obama se disponía a lanzar un ataque sobre Siria en 2013, Putin le espetó: «Me dirijo al señor Nobel de la Paz: piense en las víctimas inocentes que causará su ataque». Hacía mucho que un líder ruso no se atrevía a tratar de tú a tú a uno estadounidense. Putin ha recuperado ese orgullo de superpotencia que se perdió con la perestroika y que muchos rusos añoraban.

P. Usted, como Anne Applebaum, os referís con frecuencia al ‘putinismo’. ¿Qué es? ¿En qué se diferencia del ‘obamismo’, el ‘merkelismo’ o el ‘berlusconismo’?
Más allá del simple intento de abarcar un periodo histórico, en mi caso yo al -ismo del ‘putinismo’ le conferiría un cierto matiz de surrealismo (de hecho se suelen llamar ‘putinismos’ sus habituales salidas jocosas de tono, como cuando en un G8 le preguntaron si se consideraba un demócrata y respondió que «desde que murió Mahatma Gandhi» no tenía «con quien poder hablar». Esa faceta campechana no llega a los telediarios de Occidente, donde se lo suele mostrar siempre ceñudo o empuñando rifles, a ser posible con gafas negras. Putin es un tipo de líder realista-mágico (el realismo por delante), sobre todo cuando comparece dándole la mano a una morsa, besando un esturión o guiando a las cigüeñas con ala delta. A mí todo esto me parece muy raro, muy divertido y tremendamente literario, lo que contrasta con la grisura funcionarial de nuestros políticos. Además, yo de pequeño quería ser Félix Rodríguez de la Fuente y estas cosas me ponen.

P. Ucrania, Transnistria, Moldavia… ¿qué quiere hacer Putin en su patio trasero? ¿Con qué armas política cuenta y qué legitimidad tiene ante su población? Da la impresión que la oposición a Putin se ha desinflado en los últimos meses…
Si analizamos con cierta perspectiva lo ocurrido en Ucrania desde el golpe de Estado de Kiev del pasado mes febrero, hay un hecho objetivo a día de hoy: Putin no ha invadido militarmente el este de Ucrania, pese a que los agoreros de la prensa occidental se rasgaran las vestiduras desde el primer momento vaticinando lo contrario, en medio de una histeria mediática. De hecho, hubo quien comparó a Putin y a Crimea con Hitler y los Sudetes, e incluso quien vaticinó la entrada de tanques rusos en Tallin, Riga y Vilnius. Durante aquellos días recuerdo que me impactó un titular de la prensa española que decía algo así como: “la OTAN se refuerza en el Este ante el avance de Rusia”. Tuve que leerlo varias veces porque no lo entendía, pues los únicos que se han extendido aquí hacia las fronteras rusas en últimos veinte años (y siguen haciéndolo) son los militares de la OTAN. Luego entendí que por «avance» se referían a la anexión de Crimea («reintegración» según los rusos). Pero Crimea es diferente y no tiene que ver con el conflicto del sureste ucraniano (hasta Limonov, el fiero opositor a Putin, defiende la rusidad de Crimea y su reincorporación). La península de Crimea fue parte de Rusia desde el siglo XVIII hasta que Nikita Jrushchov se la regaló a la Ucrania soviética en 1954 en un gesto descabellado de dadivosidad, de la misma forma que podía haberle regalado un puñado de misiles intercontinentales, un iceberg del Ártico o el mausoleo de Lenin. Más allá de los lazos étnicos e históricos (en Crimea fue bautizado el príncipe Vladimiro que cristianizó Rusia), a mí me gusta enfocar la rusidad de Crimea desde un punto de vista más literario, ya que allí guerreó el joven Tolstói como oficial de artillería (léase El Sitio de Sebastopol) y allí cazó mariposas el niño Nabokov (publicó su primer trabajo entomológico fue publicado en 1920 bajo el título ‘Mariposas de Crimea’). Los menciono a ellos porque, junto con García Márquez, conforman mi Trinidad personal de genios de las letras. Lev Tolstói y Vladímir Nabokov son los verdaderos ‘sherpas’ de mi libro en todo lo que tiene de exploración del alma rusa.

P. Esto es un blog de Europa, así que para justificar la entrevista, vamos con la pregunta comodín: ¿Qué consejos daría a los funcionarios de la UE para que entiendan mejor Rusia, además de que, claro, lean su libro?
Glev Pavlovski, antiguo asesor del presidente ruso, dijo hace unos años en una conferencia en Moscú que lo preocupante no es que exista un pensamiento antirruso, que existe por inercias de la Guerra Fría, sino que haya un pensamiento ‘arruso’, es decir, que ignora o no se interesa por Rusia. De ahí nace un poco la idea del libro, la de interesar al lector por Rusia a través de vías culturales o antropológicas no tan trilladas en los medios de comunicación, que se centran con ahínco en la zona oscura.

P. Desahóguese, ‘la Décima’ ha sido como…
… como tocar el cielo con las manos a bordo de la nave Vostok que catapultó al primer ‘galáctico’ aquel mítico 12 de abril de 1961. Aquel día mágico (el de la Décima, no el del vuelo de Gagarin) estuve en el estadio Da Luz por obra y gracia de mis amigos Alberto Fernández Salido (que me llevó en coche de Madrid a Lisboa, donde le dije que reservara hotel en febrero) y Miguel Magro (atlético redomado que vive en Bakú y que me consiguió milagrosamente una entrada). Cuando Sergio Ramos marcó ese gol en el minuto 93, ese gol que conecta con tolo lo que hablábamos antes de Di Stefano y la obsesión por la victoria, salté como un resorte (la ignición), me rocé terriblemente las tibias con el asiento de delante y me hice dos rasgaduras sanguinolentas en carne viva cuya cicatriz aún no ha remitido. 24 de mayo de 2014: de Lisboa al cielo. La Décima era nuestra ‘Crimea’: tenía que caer por su propio peso.

La forja de un rusófilo: para entender a Rusia y a los rusos, hay que leer a Daniel Utrilla

Voy a hacer lo que nunca hago: escribir sobre un libro sin haberlo acabado de leer. La razón es doblemente caprichosa: el asunto del que trata está de forma permanente en la agenda europea… y además es que no sé si terminaré o no el libro (de tan bueno que es me da pena llegar a la última página, como quien prueba todas las mandarinas que quiere comerse y se deja la mejor para el final, aun con el peligro de que alguien se la zampe antes, o te robe el libro).

A Moscú sin kaláshnikov (Libros del K.0., 2014) es una maravilla de más de quinientas páginas escrita por un obseso de Rusia, del periodismo («allá tú»), de Tólstoi, de los juegos de palabras y, last but not least, del Real Madrid. Todo en Daniel Utrilla –corresponsal durante más de una década– remite a dos vectores: su pasión desmedida por los goles blancos y su entusiasmo no menos enfermizo por la historia, el presente, el idioma, las ciudades rusas y sus habitantes.

Putin, en una rueda de prensa (EFE).

Putin, en una rueda de prensa (EFE).

«Me siento rejuvenecido porque de nuevo existe aquel clima en el que me desenvolví, esa atmósfera de Guerra Fría«. Habla Oleg Nechiporenko, un exagente del KGB. Corría el año 2006 y acaba de estallar el caso Litvinenko, que vino a ser algo así como el despertar eslavo tras el dócil acomodo al capitalismo salvaje importado a uña de caballo desde Occidente y los años graciosamente regados en vodka de Yeltsin.

Daniel Utrilla (del que me han hablado maravillas, no solo etílicas) llevaba ya por entonces un lustro en Moscú como corresponsal de El Mundo, moviéndose como pez en el agua (del lago Baikal: guiño, guiño) entre una galería de tipos frikis, a los que extraía el jugo de la Rusia real para mezclarlo con el de la Rusia imaginaria y componer así un cuadro constructivista de su oficina: «una habitación de 17 millones de kilómetros cuadrados».

La Rusia que retrata Utrilla, la del cambio de siglo, el ascenso y caída de los oligarcas, la llegada de Putin, la crisis y luego el renacer patriótico, es una Rusia –como él dice– demediada, como el protagonista de una de las fábulas de Italo Calvino (otra de las cosas por las que Utrilla me cae simpático: sus lecturas son las mías, aunque mi porcentaje de autores rusos sea muchísimo menor, por razones obvias… y casi que de salud mental).

Un país permanentemente entre dos aguas, las de la descomposición del comunismo y las del ciclón del turbocapitalismo, con unos ciudadanos que miran con un ojo a Europa y con otro a Asia (él usa la instructiva comparación entre dos grandes de su literatura, Tólstoi y Turgénev): «La clase media es una utopía inalcanzable en un país de extremos, y los estratos sociales se superponen como piezas de Tetris colocadas al tuntún».

A través de la mirada rusófila de Utrilla, el país de Putin se despliega como una matrioska comprensible para un europeo que nunca ha puesto un pie más allá de los Urales. Un país «grandullón que, de alguna manera, sigue conservando esa mirada pueril, soñadora e insolente de la niñez«. Una nación supersticiosa y gigantesca de ciudadanos «orgullosos y competitivos» y al mismo tiempo aún convaleciente de su pasado febril, traumático: el de la descomposición de un sistema y la asunción brusca de otro.

Para entender en su esencia última lo que ocurre hoy en Rusia, desde el escándalo de las Pussy Riot a la invasión de Crimea pasando por la soberbia putinesca hacia EE UU, hay que leer este libro, que es una crónica de crónicas, un fresco humorístico (Utrilla es un Camba casi ruso) y también una necrológica del viejo periodismo, aquel que, ay, «garantizaba la calidad del producto, la depuración del estilo, la consulta de expertos, el poso maduro de la observación».

Utrilla está de broma casi todo el rato (y no es fácil mantener la tensión en un tocho así) salvo cuando habla de lo que es hoy el periodismo; entonces se pone melancólico y gélido, y dice verdades como puños sobre los «gurús de la crónica exprés» y los despachos de agencias (también, cuando menciona a las rusas de piernas imposibles, como él dice, le sobreviene cierta nostalgia indisimulable). Lo de las rusas no sé, lo del periodismo lo comparto.

Cuando le dije a Diego González (él y su estupendo blog ya han salido por aquí) que me había comprado A Moscú sin Kaláshnikov en la Feria del Libro me respondió con entusiasmo, que no se le apaga con la edad (no es que sea tan mayor, solo que le conozco hace ya mucho): «El de Daniel Utrilla es prodigioso. Narración político-periodística-autobiográfica de primer nivel. Y encima el tío es más merengue que Paco Gento». No hay más que añadir. Seguir leyendo y disfrutar.