Europa inquieta Europa inquieta

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El aniversario de un fracaso: la idea de crear un ejército europeo que nunca llegó

Creo que hasta ahora no había traído aquí ningún fracaso, pero Europa también es la suma de sus fracasos, o mejor dicho, la transformación en otra cosa de la suma de pequeños y grandes fracasos. Hoy os voy a hablar de uno muy grande, quizá el mayor en toda la historia de la integración: la Comunidad Europea de Defensa.

El periodismo, en general, solo celebra cifras redondas en positivo… ¡ y a veces ni eso! Pero da la casualidad que este 2014, además de todas las conmemoraciones que estan por venir, también es el aniversario de algo que no llegó a ser finalmente nada, aunque sentó las bases de lo que vendría casi cuarenta años después, incluido Javier Solana.

Una furgoneta del Ejército francés en labores militares en África (EFE).

Una furgoneta del Ejército francés en labores militares en África (EFE).

En 1954, la Asamblea Nacional francesa decía ‘no’ al proyecto de integración militar y federal más ambicioso de la por entonces Europa de los seis. Una aspiración que, en mitad de la guerra fría, hubiera significado el resurgir de Europa como potencia exterior autónoma sin necesidad –al menos sin la perentoria necesidad– de acudir policías y ‘hermanos mayores’ externos.

Pero como explica Juan Miguel Ortega Terol, profesor titular de Derecho Internacional Público de la UCLM, «el papel centra la OTAN y el indeclinable protagonismo de EE UU, renuentes  a dejar de jugar el papel que ocupaban en ese periodo de polarización, limitó las oportunidades de alcanzar una política común autónoma«. Un deseo que todavía hoy no ha sido materializado ni siquiera en los mismos audaces términos que propusieron Schuman y Monnet.

La CED nació en 1952 de mano de los mismos países que habían llevado con éxito las negociaciones para la formación de la CECA, uno de los basamentos fundamentales de la UE. Pero a diferencia de la Comunidad Económica del Carbón y del Acero, la política exterior y de defensa no pasaría de ser un papel mojado, pues dos años después el tratado quedó moribundo, si bien algunas cláusulas merecen recordarse hoy.

La alianza militar occidental, que tenía unos objetivos exclusivamente defensivos, comienza su exposición de motivos con una exhortación a la paz,  un «deseo de salvaguardar los valores espirituales y morales que son el patrimonio común [europeo] y la voluntaria decisión de “asegurar el desarrollo de su fuerza militar sin que se atente al progreso social».

La Comunidad Europa de Defensa, aunque hoy parezca algo descabellado, pretendía crear un ejército europeo, unas fuerzas armadas del continente que excluyeran los ejércitos de las distintas naciones. El objetivo era doble. Por un lado se alejaría así el fantasma de una posible futura nueva guerra entre estados europeos (¡el temido nacionalismo!), y por otro se creaba un elemento más de poder físico para hacer frente a la amenaza soviética.

La CED fracasó en Francia, país que paradójicamente la había impulsado, como muchos años después también lo haría la Constitución europea. Dos ejemplos (aunque hay más: la crisis de la silla vacía, por ejemplo) del ambivalente y no siempre bien explicado papel del país galo en la (trans)formación de la Unión.

La CED fue un deseo fallido y supuso una crisis dentro del seno de la comunidad que tardaría décadas en revertirse. Pero creo que hacer pedagogía del fracaso es también necesario hoy. Muchos siguen creyendo que la UE nació como proyecto exclusivamente económico porque así parece haberse ahora materializado, pero las pulsiones federalistas, políticas y militares están también en su origen… aunque infelizmente incompletas.

Los temores de 1979 son los de hoy: las primeras elecciones europeas y la abstención

Las primeras elecciones al Parlamento Europeo se celebraron en el año 1979. Participaron 9 estados miembros (España no lo haría hasta las de 1989) y fueron –teniendo en cuenta lo que vendría en los sucesivos comicios– todo un éxito de participación: un (retrospectivamente) honroso 61.99% del electorado (en la última cita electoral, la de 2009, el porcentaje apenas llegó al 43%).

Este descenso continuado, cada 5 años, de la participación se ha explicado, por parte de los especialistas, con una suma de motivos: la ausencia de un espacio electoral uniforme (muy bien contado por Dídac Gutiérrez), el desconocimiento de funciones del PE (y su casi nula relevancia antes del Tratado de Lisboa), la incorporación de estados miembros con históricas  bajas cotas de participación en elecciones nacionales, etc.

(Mario Biani/PressEurope)

(Mario Biani/PressEurope)

Esta vez, en 2014, las elecciones serán diferentes. Las razones están, creo, suficientemente explicadas, pero dado el pobre conocimiento de la realidad diaria europea que refleja la terca estadística del Eurobarómetro, me da que de aquí al mes de mayo habrá que hacer un esfuerzo todavía mayor de pedagogía (aunque la razón última de la desafección, tiene raíces más profundas que la voluntaria ignorancia, pienso).

Todo lo anterior viene al caso porque he estado repasando la hemeroteca, la del El País, que es la mejor y es a la que tengo acceso, para echar un vistazo a cómo se contaron aquellas primeras elecciones del año 79, qué temas preocupaban y cómo se preparó a la opinión pública. No es un trabajo exhaustivo, aunque me gustaría que alguien, especializado y con más tiempo, hiciera algo así respecto a los primeros comicios en los que España participó.

El caso es que, repasando los titulares de entonces cuesta pensar que hayan pasado casi 35 años desde aquella primera llamada a las urnas. Artículo de fondo sobre el «poder teórico» del Parlamento y sobre la necesidad de «pupularizar» la entonces CEE como uno de los retos futuros y principales de los parlamentarios que salieran elegidos. Las informaciones, además, ora hablaban del «control de los hombres sin rostro», ora alertaban de la abstención, que finalmente se dio, y que Carlos Mendo en su crónica calificaba entonces de «enorme».

La apatía política, la crisis de la izquierda, el miedo a la baja participación, la perpetua ‘clave nacional’ son vicios que nacieron entonces, en aquellas primeras elecciones, y que no parece que hoy –pese a tantísimos cambios– hayan desaparecido del todo. En esencial, las preocupaciones y los temores son casi idénticos, con una salvedad: hoy el nivel de integración europea y de acción del PE es muy superior al de entonces, aunque por el contrario hoy, hay memoria de lo ya vivido, y si las cosas vienen mal dadas, las comparaciones podrían llegar a resultar odiosas.

El cataclismo oriental: Anne Applebaum y el desconocimiento de la Europa del Este

Esta pseudoguerra fría, con acierto definida por Borja Lasheras, a la que estamos asistiendo un poco estupefactos me vale de excusa para hablaros del libro que me acabo de terminar, y que por infeliz casualidad se titula La destrucción de Europa del Este (1944-1956). Su autora, Anne Applebaum, periodista, historiadora y una gran conocedora de Rusia y de la Europa oriental, ha realizado durante seis años un ingente trabajo de documentación (archivístico y de historia oral) para alumbrar una obra excepcional y necesaria.

Anne Applebaum (A. A)

Anne Applebaum (A. A)

Excepcional por el nivel de detalle ofrecido, que sin perder la visión de conjunto del trauma que supuso la ocupación del Ejército Rojo tras la caída del nazismo, consigue captar la esencia de la vida y la resistencia en las sociedades totalitarias. Y necesario porque, aunque ella no lo diga expresamente, la historia de los países del Este es –a pesar de los esfuerzos de los historiadores por comprenderla y soldarla a la del Oeste– es una terra incognita a nivel popular.

Hay todavía una evidente incomprensión, que quizá sea mutua, entre los ciudadanos de uno y otro lado de Europa, y la raíz de esa incomprensión está en los 50 años que vivieron separados. Una Europa unida pasa, en parte, por la integración coherente, sincera y verídica de esos pasados tan diferentes. Asumiendo la parte de culpa que los países de occidente tuvieron al dejar al albur de los designios de la URSS media Europa y reconciliándonos con quien hoy, más incluso que nosotros, quieren por encima de todo (y a pesar de todo) ser europeos.

El libro de Applebaum comienza con una defensa del uso del término ‘totalitarismo’ como una herramienta de descripción empírica útil. La autora es más precisa al comienzo de la obra: «Intenté llegar a entender el verdadero totalitarismo –no es totalitarismo en teoría, sino en la práctica– y el modo en que determinó la vida de millones de europeos durante el siglo XX». Con esa premisa Applebaum comienza la inmersión en la historia peculiar de ocho países –Polonia, Hungría, Checoslovaquia, Rumanía, Bulgaria, Yugoslavia y Alemania del Este– desde el «falso amanecer» de la liberación soviética, la limpieza étnica, la política, la violencia y la propaganda hasta las diferentes maneras de (sobre)vivir o dejar de hacerlo en los países ocupados.

Cabeza de Stalin derribada durante la revolución húngara de 1956. (The American Hungarian Federation)

Cabeza de Stalin derribada durante la revolución húngara de 1956. (The American Hungarian Federation)

La ocupación del Este por la URSS fue un terremoto a muchos niveles: la planificación socialista de las ciudades, el estado policial, la prohibición de la música occidental o el cercenamiento de las organizaciones juveniles y religiosas que existían antes de la guerra, y que en gran parte había luchado antes contra la ocupación nazi. Fue un experimento social y económico que pasó por diferentes fases (la ocupación en sí, el momento estalinista y el tenue deshielo posterior) y que, según Applebaum, «demuestra lo frágil que puede llegar a ser la civilización».

No quiero aburriros con nombres propios de unos y otros (una de las bondades del libro es el acercamiento microscópico a las biografías), pero sí hablaros de dos elecciones vitales en sociedades ocupadas, y que podrían aplicarse –salvando las distancias– a otros contextos: la de los «colaboradores renuentes» y la de los «oponentes pasivos». Los primeros fueron aquellos que no cambiaron nada del sistema en el que vivieron y que tampoco «se sintieron responsables de los actos más brutales» del mismo. Los segundos fueron más valientes, pues no hicieron nada voluntariamente por el sistema y conservaron sus creencias, religiosas o democráticas, en contra de lo dictado por el Estado.

Por último, una reflexión que engarza con el presente. Dice Applebaum al final del libro que «los estados poscomunistas a los que les fue mejor son aquellos que consiguieron preservar algunos elementos de la sociedad civil durante el periodo comunista». No soy un especialista en Ucrania, pero quizá vayan por ahí los tiros de la historia reciente del país.

Las nuevas fronteras de Radio Europa Libre

Creo haberos hablado ya, durante estos meses, de varios proyectos europeos, unos más jóvenes, otros de larga tradición europeísta, que a su modo completan el fresco de los que es Europa, su inquieta sociedad civil y su historia reciente. Hoy vuelvo a la tarea con Radio Europa Libre, que no solo sigue emitiendo después de más de medio siglo, sino que estos días, con la crisis ucraniana, ha vuelto a cobrar relevancia.

Radio Europea Libre os sonará, seguramente, a Guerra Fría. Y así es. Fue la emisora de radio, que financiada con fondos de la CIA y el Gobierno de EE UU, llevó la propaganda anticomunista (¡y la perversa música occidental!) al otro lado del Telón de Acero, tanto a la URSS como a sus países satélites. Como tal, Radio Europa Libre es parte de la historia de la Europa dividida en dos bloques, pero a diferencia de hitos vergonzosos como el Muro de Berlín, sigue existiendo, aunque en parte reinventada.

Los antiguos estudios centrales de REL, en Munich, en los años ochenta.

Los antiguos estudios centrales de REL, en Munich, en los años ochenta.

Su principal misión, como ellos mismos fundamentan hoy, es la de «promover los valores democráticos» a través de la información periodística en países donde no existe aún libertad de prensa o donde esta sigue siendo un derecho con frecuencia cercenado. «El primer requisito de la democracia es una ciudadanía bien informada«, dicen. Yo no tengo nada que objetar, es más, estoy de acuerdo, aunque a algunos esto les suene a vil imperialismo yanqui.

Radio Europa Libre, o Radio Libertad, contribuyó ya en las décadas de los 70 y 80 –por supuesto mucho más que el Papa Juan Pablo II y que Margaret Thatcher– al fin del comunismo en Polonia y en la República Checa. Este peculiar medio de comunicación, que sufrió atentados con bomba y demasiadas críticas injustas del propio occidente, está asociado ya para siempre a personalidades ilustres como las de Lech Walesa o Vaclav Havel.

Hoy, pese a las apariencias, el mundo es bien diferente, pero Radio Europa Libre sigue emitiendo; lo hace para 21 países, entre ellos Afganistán, Pakistán, Irán o Irak. Como se puede apreciar, sus prioridades –que también son las de la Secretaría de Estado de EE UU, que sigue financiándola– han variado geográfica y culturalmente.

La radio sigue presente en algunos de los países del antiguo bloque soviético –basta leer el despliegue mediático sobre Ucrania–, pero ha ampliado su radio de acción a oriente próximo y Asia central. En Europa misma sigue presente en regiones de pasado reciente turbulento como Kosovo, Macedonia, Serbia y Bosnia. La CIA no me paga por ello, pero os animo a que le echéis un vistazo.

El último aliento de un género muy europeo: la literatura concentracionaria

Hay un artículo imaginario en el que siempre pienso, pero jamás empiezo, que trataría sobre literatura concentracionaria y su influencia en la visión del pasado más o menos reciente. Un ‘género’, por así decirlo, de indudable naturaleza europea y del que ya van quedando cada vez menos, ay, representantes vivos.

He vuelto a pensar en él porque mi compañera del blog de al lado, la generosa Paula Arenas (@parenasm), me regaló hace unos días una biografía de Jorge Semprún, que ya hubiera devorado si no fuera porque al día siguiente me regaló otro libro tanto o más apetitoso —¡y europeo!—: Telón de acero, la destrucción de Europa del Este (1945 – 1956), de la gran Anne Applebaum.

La literatura concentracionaria es la guardiana de la memoria de Europa. De sus atrocidades y de su historia de exterminio. Es, además, una gran literatura. Los cuentos breves de Salamov, las novelas de Semprún y de Primo Levi o los recuerdos de Jean Améry, Buber-Neumann y Herling-Grudzinski son obras maestras literarias además de piezas documentales exquisitas.

Semprún, en una imagen de 2006 (EFE)

Semprún, en una imagen de 2006 (EFE)

Tengo un amigo que dice que leer a estos autores y estas obras —que hablan de frío siberiano, torturas, ‘zonas grises’, hambre y desplazamientos en masa— en tu cama, calentito, a salvo, es un ejercicio culpable, pero extrañamente placentero a la vez. Como si te invadiera la seguridad de que nada de aquello que cuentan volverá a repetirse.

He hecho un repaso de los vivos y los muertos. Desde que Semprún falleció, en 2011, los escritores todavía vivos testigos del Holocausto son Elie Wiesel e Imre Kertesz. Quizá quede alguno más, pero no lo he leído ni lo conozco. Por el lado de los testigos del gulag, todos han muerto. Herling-Grudzinski, Salamov y el más conocido de todos, Solzhenitsyn, que lo hizo en 2008.

No sé cómo leerán las nuevas generaciones a estos autores. Si los leerán o si, definitivamente, como alguno ya pronosticaba fatalmente en sus libros, el recuerdo de sus experiencias se difuminará, el tiempo impondrá una brecha insalvable e irreconocible entre lo que quisieron trasmitir y lo que se extraerá —¿migajas?— de sus recuerdos en un futuro.

Los rusos, los españoles, los italianos o franceses sufrieron todos, en mayor o menor medida, la experiencia totalitaria. Los relatos de los rusos, quizá por su concisión, porque sus experiencias traspasan lo humano y cuesta someterlas todavía más a la razón, siempre me han parecido más espeluznantes, aunque si se analizan, hay similitudes de fondo en todos ellos. Por eso estoy plenamente de acuerdo con que esa experiencia totalitaria, como dice Applebaum al comienzo de su nuevo libro, «sigue siendo una descripción útil y necesaria» para la comprensión de la historia del siglo XX. Un ejercicio humano, demasiado humano.

Por si alguno está interesado en ellos, os dejo una pequeña lista con mis obras preferidas (todas fácilmente encontrables), aunque hay muchas más, de estos y otros autores:

  • La escritura o la vida (Jorge Semprún)
  • Los hundidos y los salvados (Primo Levi)
  • Prisionera de Hitler y Stalin (Buber-Neumann)
  • El universo concentracionario (David Rousset)
  • Relatos de Kolimá (Varlam Salamov)
  • Un mundo aparte (Herling-Grudzinski)
  • Un día en la vida de Ivan Denisovich (Solzhenitsyn)
  • Nuestro hogar es Auschwitz (Tadeusz Borowski)
  • Más allá de la culpa y la expiación (Jean Améry)

Walter Hallstein y la Europa inacabada

Perdonad: hoy os traigo una obra descatalogada. Los más locos de los libros quizá podáis dar con ella como hice yo: en una librería de viejo. En este caso, en una nueva librería de viejo, de esas que proliferan últimamente por Madrid no sé si como símbolo la agonía última del papel, la crisis económica o un repentino afán por deshacerse del pasado.

El caso es que Europa incabada (Plaza&Janes, 1971) es un libro complicado de encontrar, pero muy jugoso de leer. Su autor es Walter Hallstein, que fue nada más y nada menos que el primer presidente de la Comisión Europea. Un profesor alemán de reconocidas dotes diplomáticas, protegido del presidente Konrad Adenauer y que, entre otras negociaciones, participó en la creación de la CECA y en la fallida Comunidad Europea de Defensa (algún día os hablaré de ella).

Walter Hallstein, en 1969, durante un discurso europeo. (German Federal Archives).

Walter Hallstein, en 1969, durante un discurso europeo. (German Federal Archives).

Hallstein fue un obligado soldado alemán durante la Segunda Guerra Mundial. Fue detenido y pasó el final de la guerra en un campo de prisioneros en EE UU. Con posterioridad fue rehabilitado (no había sombra en él de pasado nazi) y desde ese momento se dedicó a hacer política para la Alemania Federal. La advertencia de que la Alemania occidental no mantendría relaciones diplomáticas con estados que reconocieran a la RDA lleva su nombre: ‘doctrina Hallstein’.

Hallstein fue un federalista atribulado porque el tiempo histórico concreto que le había tocado vivir no podía estirarse lo suficiente, ni acelarse, como para que la Europa que ambicionaba se hicera realidad. Falleció en 1982, pero dejó buena parte de su idea del continente en el libro que mencioné al comienzo del post.

«Sin marcha atrás»

Europa incabada comienza con una profesión de fe muy optimista, en la línea de lo que se estilaba a finales de los años sesenta, cuando el progreso económico ininterrumpido desde 1945 parecía que nunca tocaría a su fin. Europa, para Hallstein, «no es una creación reciente», sino más bien «una entidad descubierta por segunda vez». Hallstein equipara el proceso de integración a un proceso «orgánico» que se sustenta en la cultura, la economía y la política. En las tres.

El libro sigue con cuestiones hoy un tanto olvidadas de política del momento, de diatribas sobre el incipiente derecho comunitario o sobre las instituciones: Hallstein era un partidario firme de dar mucho más poder al Parlamento Europeo del que entonces gozaba. Pero el libro acaba con la sombra de una decepción. Para Hallstein, en la Europa de entonces faltó «una fuerza resolutiva general» que impulsara la total unidad.

En su opinión, había que tener muy presente la «dimensión cronológica del problema europeo». Algo que suena muy contemporáneo, pero que está en la base de la propia unión. Según Hallstein, esta «operación política» que es el proceso de cohesión, «no tolera marcha atrás». Y concluía: «Será siempre erróneo no hacer las cosas cuando se presenta el momento oportuno».

¿Hay una historia inmediata de Europa?

El pasado reciente de Europa es una región bastante transitada y relativamente en paz. Hasta aproximadamente la guerra de los Balcanes, la historia del continente —aunque quede mucho por profundizar— es un todo más o menos consensuado. Por un lado el proceso de convergencia económica, por otro, el final de la guerra fría y el lento desacoplamiento de EE UU.

Pero hay un vacío que tiene que ver con nuestro presente, y que hace poco un buen amigo historiador (arqueólogo y profesor universitario) me comentó. La historia inmediata, también llamada historia del tiempo presente, es una disciplina historiográfica relativamente joven que trata de analizar, con las herramientas propias del historiador, la misma realidad en la que este vive.

Una mujer, en el aniversario de la matanza de Srebrenica. (EFE)

Una mujer, en el aniversario de la matanza de Srebrenica. (EFE)

Es una disciplina que yo estudié someramente con uno de sus grandes representantes en España, el fallecido profesor Julio Aróstegui, y que sé que tiene discípulos en varias universidades del país. Pese a esto, como mi amigo me dijo aquel día, la historia del presente está de capa caída. Prueba de ello, quizá, es este manifiesto impecable en su defensa… y en la búsqueda de un reconocimiento académico que aún le es en parte esquivo (¡ si fuera bien no harían falta manifiestos!)

Aquella conversación y los recientes sucesos en Ucrania me han hecho pensar de nuevo en la historia del presente, en este caso cómo sería una aproximación a una historia inmediata de Europa. La historia, al contrario que el periodismo (y que buena parte de la sociología) tiene una particularidad respecto del presente: lo trata de forma compleja. Es decir, lo aborda no a través de ‘claves’ o ‘teorías’, sino poniendo en relación hechos e informaciones que en principio no tienen por qué tener una ligazón coherente.

Europa está en uno de esos momentos complejos, donde a la crisis de crecimiento y de modelo se suman otras circunstancias locales, propias de cada una de sus variadas regiones, como la situación política en el este, la desafección ciudadana en el sur, el crecimiento desmesurado, de nuevo, de Alemania o el languidecer inexorable de Francia como potencia continental.

Está claro cómo aborda el periodismo esta Europa. Pero, ¿cómo lo hace la historia, en concreto la historia del tiempo presente? Lo primero de todo sería consensuar una fecha clave que dé sentido al periodo, si es que estamos en un nuevo periodo… lo que también podría ser objeto de debate. ¿La fecha de la entrada en vigor del Tratado de Lisboa? ¿La fecha del primer rescate de Grecia? ¿La puesta en marcha del euro como moneda común?

Partiendo de alguna de estas fechas, estoy simplemente elucubrando, se podría tratar una historia del presente de Europa que tuviera en cuenta muchas de las peculiaridades que hoy nos amenanazan: desde la incompleta unión económica a la crisis de representatividad y pasando por la pérdida de influencia internacional. Estoy convencido de que hay muchos factores que, puestos bajo el foco de las herramientas históricas, nos harían cambiar la percepción del presente.

En cualquier caso, esto de hoy es solo una introdución a algo que continuaré madurando, espero que con vuestra ayuda y con la de expertos en la materia. Con este post quería por un lado dar a conocer la historia del presente de una forma general —hay mucho teorizado al respecto, desde Koselleck a Montserrat Huguet—y haceros ver que Europa puede abordarse desde otros enfoques que no son solo la economía o solo el periodismo.

‘Captatio Benevolentiae’ tras los primeros 60

Desde fuera debe de verse como una especie de agonía que un bloguero se quede sin temas sobre los que escribir. Por eso mis amigos están siempre estimulándome con propuestas variopintas. Que si la UE y la biopolítica (¡pero no trates mal a Foucault!). Que si Gibraltar y el fútbol (¡lo petarás en visitas!). Que si Melilla y Schengen (¡algo comprometido!). Yo anoto alegremente cada una de las recomendaciones, aunque sé que me costará horrores dar salida a tanto stock impreciso de peticiones.

N.S.

N.S.

Llevo escritos algo más de sesenta post. En ellos se puede intuir la radiografía de mis intereses, mis lecturas y, por qué no, mis obsesiones. Europa no es una de ellas. Quiero decir: Europa me obsesiona solo secundariamente porque es una noble excusa que embellece –y justifica– todo lo demás. Escribir de Europa (con algo, espero, de profundidad) es una lucha constante por escapar de las tentadoras garras de eso que llaman actualidad, y que tanto nubla el entendimiento.

En estos cinco meses he tratado de ir si no siempre a la contra, al menos sí más despacio. Tiene sus inconvenientes. La tentación de la opinión, por un lado, y el deseo de resultar actual, es decir, de parecer al tanto de todo, son dos fuerzas muy poderosas. A veces, no sé si esto les sucederá al resto de compañeros o se debe a mi extraña naturaleza de casi periodista, veo nacer y crecer los temas del día, me siento tentado de emitir alguna opinión o consultar algún dato que marque la diferencia, pero acabo por bajar los brazos y dedicarme, como una hormiguita, a lo que modestamente hago mejor: reflexionar sobre lo ya pasado, con la necesaria distancia profiláctica.

He tratado en todo momento de no verme superado por esa máquina de producción en cadena de informaciones que es la UE. Sé de sobra que no he hablado de asuntos vitales de los que debería haber dicho algo. También soy consciente de que hay parcelas europeas que apenas he pisado, o si lo he hecho ha sido con una precaución excesiva. Apenas, por ejemplo, he hablado de economía o de cuestiones sociales que afectan a los ciudadanos.

Estoy tratando, a mi manera, de ser autocrítico, pero me gustaría mucho –y de ahí la razón última del post de hoy– que vosotros también me critiquéis. Que me digáis qué echáis en falta o qué puedo mejorar para los próximos sesenta post. Yo os prometo que procuraré tomar con más de diligencia que con mis amigos todos vuestros consejos y peticiones.

Ezra Pound y Gaudier Brzeska: el arte de vanguardia, la amistad y la guerra

A quien no le haya espantado el título tampoco lo hará la historia. Una historia enteramente europea por sus protagonistas (un poeta y un escultor amigos), su campo de acción (las vanguardias artísticas de comienzos de siglo XX) y por su desenlace (trágico y repentino).

Portada del libro de Pound sobre Brzseska

Portada del libro de Pound sobre Brzseska

Es una historia que desconocía, y que he leído en un libro que tengo aquí al lado conmigo mientras escribo. Un libro raro. Editado en Barcelona en los años setenta y perteneciente a una editorial de la que nunca había oído hablar: Savon, Antonio Bosch. Un ejemplar olvidado, que compré por dos euros en una librería de lance del barrio de Prosperidad.

Ambos, Ezra Pound y Gaudier Brzeska, habían nacido en el siglo XIX. Ambos habían desarrollado muy tempranamente inquietudes artísticas radicales. La diferencia es que uno de ellos acabaría siendo un poeta fundamental del siglo XX, ideológicamente controvertido, oscuro e influyente, que vivió más de 80 años; y el otro apenas fue un incipiente escultor, desertor y anarquista, de vida efímera sesgada por una bala enemiga.

«Es parte del derroche de la guerra». Así comienza el libro que Pound escribió en un honor de su amigo Brzeska, pocos años después de que este muriera, con 23 años, en el frente de la Primera Guerra Mundial. Era 1915. Los vorticistas, el movimiento de vanguardia que ambos habían contribuido a fundar, acababa ese mismo año de realizar su primera –y única– gran exposición. La Gran Guerra echaría por tierra uno de los mejores movimientos artísticos británicos de la época.

Gaudier Brzeska, en una imagen extraida de la obra.

Gaudier Brzeska, en una imagen extraida de la obra.

Brzeska, dice Pound en su libro, no quería combatir. Se declaraba anarquista y desertó alguna que otra vez de sus obligaciones militares. Entre esa actitud rebelde, un extraño y esquivo amor (con una mujer polaca de quien tomó el apellido) y sus bocetos y obras debían de hacer del joven Brezska un tipo curioso, «un gran espíritu», como le define elogiosamente Pound.

Pero la prometedora carrera escultórica de Brezska se truncó en Calais, en julio de 1915. De desertor había pasado a soldado comprometido con la causa de la guerra. Un patriota, al parecer. Fue ascendido un par de veces y pasó un invierno entero en las trincheras. Quedan sus testimonios escritos de aquellas jornadas:

Sería de locos buscar emociones artísticas en medio de estas pequeñas obras nuestras. Este mezquino mecanismo que sirve de purga a una humanidad excesivamente numerosa. Esta guerra es un gran remedio. Mi visión de la escultura sigue siendo absolutamente la misma.

Brezska, además de textos artísticos y manifiestos, escribió muchas cartas desde el frente. Pound recopila aquellas que fueron dirigidas a él, encabezadas siempre con un «querido Ezra» y seguidas de descripciones vívidas del infierno junto con deseos e ínfulas artísticas, como la de «llegar un día a Dusseldorf y recuperar los mejores Cézanne y Henri Rousseau que se encuentran allí».

A cambió Pound le envía a las trincheras paquetes con alimentos y ánimos para seguir pensando en su obra artística. Nada muy diferente de lo que hacían otros escritores y artistas y que contaba Paul Fussell en su obra la Primera Guerra Mundial y la memoria moderna. De la relación entre ambos queda un esquemático busto en piedra que Brezska talló de Pound y las referencias que éste introduce sobre el escultor-soldado en determinados pasajes de sus cantos.

 

El conde Coudenhove-Kalergi, patriota europeo y pionero de un continente unido

Sin duda no fue el primero en forjar la idea de una Europa unida, pero sí el que más cerca estuvo de imaginar el fondo y la forma de lo que ha acabado siendo la Unión Europea. Lamentablemente, Richard Coudenhove-Kalergi –un aristócrata austriaco de madre japonesa– es un nombre exótico que poco o muy poco trasmite hoy a los no iniciados.

El conde Coudenhove-Kalergi (1894 – 1972) fue un pionero audaz. Un hombre de letras exquisito –filósofo, diplomático, editor– preocupado (como muchos entonces) por la evidente decadencia del continente tras la Primera Guerra Mundial. Era, además, un pacifista convencido. Le preocupaba el nacionalismo excluyente y abiertamente etnicida que profesaban la mayoría de los Estados y soñaba con una Europa de los pueblos federal y fraterna.

El conde Kalergi (Autor y fecha: desconocidos).

El conde Kalergi (Autor y fecha: desconocidos).

Su terco empeño europeísta tiene un punto de partida: 1923. En ese año Coudenhove-Kalergi publicó Pan-Europa, algo así como un panfleto geopolítico destinado convencer de que el futuro del continente pasaba por la democracia, la paz y la unión económica y política entre los Estados (principalmente Francia y Alemania, enemigas históricas). Como veis, un visionario.

Con todo, Kalergi fracasó en primera instancia, en el sentido de que su genial idea necesitaría de varias décadas más, y otra mortífera contienda mundial, para que se hiciera realidad en la conocida como Europa de los tratados. Con todo, su empeño fue máximo. Poco después de publicar su libro, fundó la Unión Paneuropea, una asociación creada al albur de la Sociedad de Naciones de la que formaron parte entre otros Adenauer, De Gaulle o Spaak.

En la actualidad, la Unión Paneuropea sigue existiendo. Tal es así que, incluso, existe un Comité español de la misma, presidido actualmente por el periodista Ramón Pérez-Maura (en su página web podéis curiosear más nombres, algunos de ellos os llamarán la atención, seguro). Sus principios, tal y como ellos mismos los enuncian son la defensa «del patriotismo europeo», la «justicia social» y «la identidad europea basada en los valores y convicciones cristianas», en la línea del pensamiento de Kalergi.

Volviendo al conde de Bohemia, algunas de sus ideas y símbolos son hoy perfectamente reconocibles para cualquier europeo, aunque no conozca nada de su origen. La bandera que diseñó para su federación Europea era prácticamente la misma, con ligeras supresiones, que luego se adoptaría como emblema de la UE; y lo mismo sucede con el Himno de la alegría. Después de la Segunda Guerra Mundial, que contempló desde el exilio en EE UU, Kalergi volvió al a carga con nuevos proyectos.

En 1947, apenas dos años después de la derrota de Hitler, fundó la Unión Parlamentaria europea, embrión del  Consejo de Europa del año siguiente, y cimiento de algunas de las instituciones hoy existentes. Pese a todo este currículum, Kalergi fue, al final de su vida, un europeísta desencantado. Como escribe Fernando Álvarez Balbuena, politólogo y sociólogo, en la década de los sesenta el conde europeísta se quejó amargamente de la deriva excesivamente tecnocrática que estaba tomando la unión. Lúcido hasta en eso.