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"Sin música, la vida sería un error". (Friedrich Nietzsche).

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Mi problema con la prolactina

Siempre pensé que me gusta revolcarme en mi propia miseria de cuando en cuando, pero ahora resulta que mi pasión por las canciones tristes viene determinada por la adicción a una hormona que genera mi propio cuerpo, la prolactina. Curiosamente la misma que se encarga de generar la leche materna y e inhibir la potencia sexual. Afortunadamente esas no me afectan.

Esa es la principal conclusión a la que ha llegado David Huron, un profesor de Ohio con el suficiente tiempo libre y fondos como para investigar sobre cosas como ésta. Según explica en su libro The Science of Sad Music, los sujetos con una elevada capacidad de generar prolactina y una tendencia a la adicción por la misma empatizan mejor con ese tipo de canciones.

Para realizar su estudio, el profesor sometió a los participantes a la escucha de la canción más triste que tenía a mano: «Wicked Game» de Chris Isaak. En el lado de la música alegre, optó por clásicos del bluegrass. «Cuando vives una experiencia dolorosa, como la muerte de tu perro, recibes una inyección de prolactina que evita que la pena se te vaya de las manos», ha explicado Huron a la revista San Francisco Classical Voice. «Al recibir la prolactina sin que exista un dolor psicológico real, te sientes bien». Es decir, que según Huron disfrutamos de una canción triste porque nos proporciona una efímera sensación de tragedia inexistente, algo que paradójicamente nos resulta placentero.

Quizá habría que preguntarle a Huron por qué al escuchar determinadas canciones no obtenemos placer, sino todo lo contrario. Todos sabemos que una canción te puede hundir el día.