Dudas de un escritor: la batalla de Vitoria en ‘La mujer del reloj’, de Álvaro Arbina

El escritor Álvaro Arbina (FACEBOOK)

¡Feliz año nuevo para todos! Espero que estéis disfrutando de unas fiestas muy felices. Y espero que os esté dando tiempo para leer y para regalar libros. Por mi parte, os deseo un 2017 maravilloso y lleno de lecturas sugerentes (y con un toque histórico, claro que sí).

Como todavía estamos con resaca de 2016, quería empezar este año con uno de esos autores que os decía la semana pasada que han venido a la novela histórica para quedarse: Álvaro Arbina. Su ópera prima, La mujer del reloj (Ediciones B) es para muchos, la obra de género de 2016 y para mi ha sido uno de los debuts más prometedores.

El punto culminante de esta novela de intriga y aventuras en la Guerra de Independencia sucede durante la batalla de Vitoria. Lugar donde arranca la historia y de donde es el autor. Así que le pedí a Álvaro que nos contará cómo enfocó esa parte de la novela como escritor… Y con su artículo arrancamos el 2017. Os lo recomiendo: pocas veces los escritores se abren al público sobre sus dudas y su forma de trabajar. Y al hacerlo, Álvaro nos da un ejemplo de cómo sabe construir ficción.


Dudas de un escritor: la batalla de Vitoria

Por Álvaro Arbina | Escritor | @alvaro_arbina

Durante el proceso de escritura de La Mujer del Reloj me asolaron las dudas. De pronto me elevaba sobre mí mismo y me contemplaba en mi cuarto, ante el ordenador, fantaseando con historias pasadas. Adquiría una perspectiva global, fulminante, de lo que estaba haciendo. Una perspectiva que me hormigueaba en el estómago con el vértigo de un abismo.

¿Qué podía aportar yo, con veinticinco años, estudiante de arquitectura, sin formación histórica, cuando había expertos, historiadores, catedráticos, escritores consagrados mucho más preparados para hablar de la materia? Tal vez fuera mi edad, la inocencia de ignorarlo todo, lo que me impulsó a seguir hacia delante. Desde luego me acostumbré a las dudas, las deseché, arrinconándolas fuera de mi cuarto, fuera de las noches de fantasía, mientras todos dormían. Así durante dos años, entre creer y no creer, en un recorrido emocional que se asemejaba al perfil de la etapa reina del Tour de Francia, un constante sube y baja.

Hablando desde la distancia, a pesar de que sea poco el tiempo pasado, he confirmado mi certeza de que son muchos los que saben más que yo sobre la batalla de Vitoria, y sobre todo lo que rodea a la guerra contra el francés. Soy novelista, y me muevo entre las épocas como un depredador, cogiendo de aquí y de allá. No me asiento en ningún lugar, no profundizo demasiado en nada. Ayer escribí sobre principios del XIX, hoy escribiré sobre finales del XIX, tal vez en un futuro, escriba sobre el XXI. En cambio, hay gente que dedica una vida entera a sumergirse en un periodo.

Sin embargo, hay algo que sí sé hacer.

Convertir las páginas en una mirada directa de lo que fue aquella época. Conseguir esa sensación de inmersión, en la que una parte de ti empieza a vivir en otro mundo. Ver a través de los personajes, a pie de calle, entre las gentes, entre los paisajes y escenarios que entonces existieron. Traer un periodo fascinante de nuestra historia, tender un puente que lo una con nuestros días.

Fue conocida como la Guerra de la Independencia, aunque nadie llegó a independizarse de nadie. Ni siquiera hubo una nación nueva, por mucho que algunos lo intentaran y lo consiguieran durante un tiempo. Fue una guerra larga, constante y profunda, terrible en su parte anónima, esa que no aparece en los libros de Historia y que pertenece al día a día, a la memoria olvidada de los que la sufrieron: nuestros antepasados.

Conocida como guerra contra el francés, fue al mismo tiempo una guerra civil y una guerra entre naciones. Participaron Inglaterra, Francia, Portugal, Alemania, Prusia, Rusia, Austria (estos últimos en otros frentes de Europa), cien años antes que las guerras mundiales del siglo XX. Aquí comenzó el final de uno de los mayores tiranos de la historia, a la altura del mismísimo Hitler, Napoleón Bonaparte. Aquí, en esta tierra que pisamos, entre muchos edificios, caseríos, colinas, ríos y bosques que aún perduran.

Recreación histórica de la Batalla de Vitoria (2013)

Para hablar sobre ella, y sobre la batalla de Vitoria, tuve que realizar un profundo ejercicio de abstracción, a pesar de no haber vivido nunca una guerra. Cómo era vivir entre guerrilleros, el sumergirse en las vidas de esas partidas, acampar con ellos, cabalgar con ellos. Conocer el íntimo pensamiento de cada soldado. Como en el oscuro tejido de sus cabezas bulle la diversidad más contradictoria; soldados de pura sangre, veteranos de la anteriores guerras, algunos por férreos principios, otros por nostalgia del combate; jóvenes con hambre de aventura y alentados por la inevitable mitificación de la guerra; deshonrados y victimas sedientas de venganza, perezosos que buscaban no trabajar, desertores, bandidos, ladrones y asesinos que encontraban en la milicia un lugar donde poder saciar su espíritu delictivo; y por último, los más perdidos, que en realidad eran la mayoría, alistados porque iban los demás.

Participar en las emboscadas, como la famosa de Arlabán, la emboscada perfecta, dicen, en mayo de 1811, cuando unos 3000 guerrilleros (4500 según otras fuentes) pertenecientes a las bandas de Dos Pelos y Espoz y Mina, apresaron un convoy valorado en más de 4 millones de reales y escoltado por unos 1600 soldados imperiales. Sentir la inquietud de la espera, que se incrementa cuando comienzas a escuchar ese rumor lejano, que aumenta y se torna en sonidos espeluznantes: el resonar de los cascos de los caballos, la marcha de cientos de pisadas efectuadas al unísono, el redoble de los tambores. Entonces la ves, la enorme masa oscura que se perfila en el camino, las siluetas que la conforman, leves resplandores plateados de cascos y bayonetas, uniformes que empezaban a adquirir color, perfiles cada vez más nítidos de infantes y jinetes. Después el estruendo de un disparo, y una nube de humo a la que siguen nuevos disparos, y los gritos de batalla, que se precipitan como una avalancha sobre los emboscados. Y en fin, no sigo, dejémoslo para la novela.

Respecto a la batalla de Vitoria, cuya relevancia fue tal que el propio Beethoven decidió componer una sinfonía, se describe parte de la lucha que protagonizó el flanco izquierdo del ejército aliado. Cabe señalar que se trata de un hecho aislado, pero no por ello importante en la magnitud de la batalla, la cual abarcó más de 23 km. Se podría decir que ésta se desarrolló en tres puntos, el flanco derecho, donde los combates se iniciaron a las 7 horas, el centro, y el izquierdo, donde no entraron en contacto con el enemigo hasta el mediodía. Las funciones que adquiere la división de Longa durante la batalla son reales hasta el momento en que se separan del grueso aliado. Acercándose a Vitoria desde el camino a Bilbao, guiaron a las tropas del general Graham hasta los pueblos que orillaban con el Zadorra. Situaron a las divisiones anglo portuguesas a 2 km de Gamarra Mayor y se dirigieron a Gamarra Menor y Durana, directos a cortar el camino a Francia.

Imaginémonos una noche profunda. Y miles de mosquetes zarandeándose ante el tenue resplandor rojizo de un incendio en la lejanía. Bajo ellos, una sombra uniforme, de rostros y sombreros envueltos en tinieblas, que avanzan en silencio. Si nos acercamos, escuchamos sus pisadas, hundiéndose en la tierra húmeda, resonando en intimidante rumor, todas a una. Los soldados lanzan miradas de temor a ambos lados del camino, imaginando en sus mentes la presencia cercana de casacas azules. Su única seguridad son las avanzadillas amigas, unidades de hostigamiento que exploran el terreno, delante de ellos, en algún punto desconocido de la oscuridad.

Están agotados, llevan días, semanas, de marchas forzadas, subiendo hacia el norte, cruzando el Ebro, presionando a las tropas francesas. Apenas han dormido. Las tropas se detienen, varias descargas de fusilería han desgarrado la noche, y el día empieza a clarear. Un batidor informa de que las avanzadillas se han topado con infantería ligera francesa, pero han conseguido hacerles retroceder. Continúan con el avance, y con las primeras luces, los estruendos de la artillería rasgan la calma del amanecer. Se oyen a lo lejos, hacia el suroeste, los hombres se estremecen, la quietud aumenta. Los bramidos de los cañones se intensifican, y pronto comienzan leves murmullos, más amortiguados, el sonido de cientos de mosquetes, abriendo fuego en algún lugar lejano de la Llanada. Se perciben siluetas lejanas, de montes, pero enseguida se ocultan bajo nubes grises en imperceptible movimiento. Es el humo de la batalla, que ya se libra en otros lugares.

Podemos imaginarnos a esos hombres, la mayoría perdidos en tierra desconocida, caminando hacia lugar desconocido. Ellos no lo saben, atraviesan varios altos de la gran loma de Araca, serpenteando entre trochas, veredas y bosquecillos. De pronto divisan, tendidos en el embarrado camino, las siluetas inertes de varios cuerpos, víctimas del tiroteo que se había producido poco antes. Apenas tienen información de su cometido, y su imaginación vuela más allá del manto gris que les rodea. Piensan en pequeños puebluchos, al otro lado de un río que tienen que atravesar, envueltos en silencio, inmóviles; aparentemente inofensivos de no ser por las barricadas que deben taponar sus entradas, delatoras del enemigo que les espera tras las tapias y los ventanucos de las casas. Apenas hablan entre ellos, imaginemos a un soldado, que confía en su compañero, con el que lucha hombro con hombro. Ese soldado ve que su compañero confía en los que dirigen, y entonces él también lo hace. Si preguntáramos qué es lo que hace que el compañero confíe en los que dirigen, nos dirá que le sucede los mismo, que el confía porque le ve confiar a su compañero. Por supuesto, esa conversación nunca se da.

Desgraciadamente no tenemos una máquina del tiempo que nos transporte a otros lugares, a otras vivencias. Esa es una de las razones por las que existe este maravilloso invento humano del que he intentado hablar hoy. La literatura, el arte en general, son nuestra máquina del tiempo.

Y aquí lo dejo. Como siga, La mujer del reloj acabará enfadándose.

*Las negritas son del bloguero, no del autor del texto.

1 comentario

  1. Dice ser José Ignacio Corres Iñigo

    Es un buen acercamiento a las sensaciones del soldado en la batalla.

    02 enero 2017 | 16:36

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