El paso del paganismo al cristianismo

La última oración de los mártires cristianos, Jean-Léon Gérôme (1883) (WIKIPEDIA)

Isabel Abenia acaba de publicar La última sibila (Ediciones B, 2018), una novela protagonizada por una sibila del Oráculo de Delfos y que se adentra en la época romana, en un tiempo espiritualmente convulso donde el paganismo se replegaba y el cristianismo ascendía. En el artículo de hoy, la autora reflexiona y analiza precisamente ese paso entre religiones.


El paso del paganismo al cristianismo

Por Isabel Abenia | Escritora | @IsabelAbenia

El Edicto de Milán del año 313 legalizó la libertad religiosa en el mundo romano, permitiendo el paso del politeísmo pagano a una doctrina monoteísta que acabó imponiéndose, el cristianismo. Pero la mutación ideológica no fue inmediata para mentes acostumbradas a la existencia de múltiples dioses, y el arrianismo visigodo es prueba palpable de ello, ya que esta herejía no reconocía que Dios fuese a la vez uno y trino y consideraba que la Santísima Trinidad eran tres deidades distintas. En la actualidad tampoco parece estar claro en la práctica, los católicos creemos en un solo Dios, pero seguimos venerando a otros seres divinos a los que igualmente dedicamos nuestras plegarias. Los hay devotos de una Virgen concreta pero no de otra, como si se tratase de una diosa local que nada tuviese en común con la de la tribu adyacente; rezamos a santos y santas, patrones de un lugar o especialistas en conceder un favor concreto; también extendemos el fervor religioso a ángeles y arcángeles, como si fueran deidades menores, démones o genios protectores propios de las civilizaciones antiguas. Probablemente la nueva religión surgida hace veinte siglos se asemeje más de lo que pensamos a las precedentes, porque una transformación demasiado radical no capta fácilmente nuevos adeptos y las civilizaciones tienden a aceptar más fácilmente los credos ligados a sus costumbres pretéritas.

La religión nace y evoluciona con el ser humano, es intrínseca a él como conjunto de ideas y subsecuentes manifestaciones surgidas a consecuencia de la contemplación del entorno, la preocupación por el destino y las reglas que rigen su vida. Cuando la población era escasa y dispersa, existió un paganismo primitivo en el que había dioses distintos en cada asentamiento, pero sobre todo diosas. Muchos autores contemporáneos avalan la teoría de un arcaico matriarcado generalizado y así debía creerse en la antigüedad, a tenor de la afirmación del poeta y filósofo Hesíodo: «durante generaciones, las mujeres con astuta mente de zorra gobernaron el mundo, mientras los seres masculinos vivían sometidos a ellas acatando sus normas». Otros historiadores defienden que el matriarcado es solamente una invención mítica o limitada a determinadas poblaciones, y que mejor debe hablarse de matrilinaje y matrilocalidad. Sea como fuere, en épocas remotas y en casi todas las civilizaciones, la deidad principal era una omnipotente Gran Diosa, invocada por sus mil nombres, Gaia, Gea, Tierra, Cibeles, diosa Madre… y asociada a los ritos de fecundidad y producción de alimentos, asuntos fundamentales en los asentamientos neolíticos de un mundo apenas habitado y poco desarrollado tecnológicamente. Las mujeres eran piezas clave en unas sociedades que contemplaban el nacimiento de un nuevo ser como algo milagroso, por lo que también se les atribuía una serie de cualidades mágicas además de cierto poder social. Esa presunta relevancia disminuyó a causa de diversos factores que no es posible analizar pormenorizadamente en este texto, hasta que los hombres tomaron el control total y, consecuentemente, los dioses varones arrojaron a las deidades femeninas de sus templos o les obligaron a compartirlos con ellos. Hay constancia de una respuesta sibilina en la que la pitia délfica asegura al gran poeta Homero: «buscas una patria, pero tú no tienes patria, sino matria; la isla de Íos es tu tierra madre, la que te recibirá cuando mueras»; demostrando la veneración a una diosa Tierra que había gobernado el mundo. La actual devoción mariana bien pudiera ser reflejo de la necesidad ancestral de adorar a una divinidad femenina, cuestión que san Ildefonso de Toledo encumbró en el siglo séptimo de nuestra era.

De cualquier forma, la sociedad desembocó en un sistema patriarcal y se impusieron las deidades masculinas en toda civilización desde que tenemos constancia escrita. Ra se convirtió en el dios principal en Egipto, Marduk en Mesopotamia, Zeus en Grecia y Júpiter en Roma, todos ellos «padres de dioses y hombres», pero no únicos, porque siempre iban acompañados por un séquito de deidades de ambos sexos que de alguna forma dependían de él; el cambio de la figura de una diosa madre a un dios padre es una manifestación evidente de que el concepto de paternidad comenzó a predominar sobre el de maternidad, además de un politeísmo generalizado, temas que trato en mi novela La última sibila.

Durante los dos primeros siglos de nuestra era, el Imperio romano fue adueñándose del mundo más allá del Mediterráneo, imponiendo su cultura y normas pero adoptando con tolerancia un sinfín de divinidades extranjeras. Y fue esta liberalidad religiosa la que benefició enormemente al cristianismo, que iba adentrándose poco a poco, pero con fuerza, en las numerosas tierras que poseía Roma. Inicialmente, el Mesías judío era otro dios más al que añadir a las múltiples deidades etruscas, griegas, frigias o egipcias a las que se rendía culto en el Imperio y a los romanos les resultaría impensable que esa nueva secta de seguidores de uno de los cientos de profetas que proliferaron en aquellas épocas fuese a acabar con sus múltiples dioses y a imponer en gran parte del mundo un concepto hebreo, el monoteísmo, la existencia teórica de un solo dios omnisciente y todopoderoso.

Las reacciones al nuevo dogma fueron diversas y se intensificaron con el paso de los años y los distintos gobernantes. Suetonio relata que el emperador Claudio emitió una orden de expulsión contra los inmigrantes y esclavos judíos de Roma, pero no por cuestiones religiosas, sino a causa de las revueltas y agitaciones que provocaban en nombre de Cristo, al igual que sucedió en épocas de Nerón y Domiciano. Una de las primeras evidencias documentadas de preocupación debida concretamente al culto cristiano es una carta del gobernador de Bitinia, Plinio el Joven, al emperador Trajano, en el año 112. En ella asegura el remitente que a los denunciados por cristianos les preguntaba si lo eran, y «a quienes confesaban les he preguntado por segunda y tercera vez, amenazándoles con el suplicio; a los que perseveraban los he mandado ejecutar… de otros, poseídos por la misma locura, he tomado nota en tanto que ciudadanos romanos para ser enviados a Roma». Continúa hablando de las pruebas a las que les somete, consistentes en ejecutar ritos y sacrificios al emperador y a los dioses paganos, y obligándoles a blasfemar contra Cristo. Pero abrumado por tal cantidad de «contagiados de esta superstición, gentes de toda edad, condición y sexo y presentes en tantas ciudades y aldeas», el gobernador solicita asesoramiento al propio emperador. La respuesta de Trajano es algo confusa, como posteriormente aseguraría Tertuliano, ya que se muestra de acuerdo con el examen de conducta al que son sometidos y confirma el castigo para aquellos que se reafirmen en ser cristianos, pero aconseja no perseguirles de oficio ni dar crédito a las denuncias anónimas, e incluso aboga por el perdón si se arrepienten.

Esta relativa benevolencia conllevaría la proliferación de la nueva fe, actitud que cambió radicalmente cuando los romanos fueron conscientes de que el alcance de la nueva doctrina suponía un grave problema para el Imperio. Es especialmente destacable la obra del filósofo Celso, escrita en la segunda mitad del siglo II y titulada Discurso verdadero contra los cristianos; en ella se les acusa de ignorantes, supersticiosos, pobres y peligrosos, lo que llevó a incrementar las persecuciones y torturas de los seguidores de Cristo, hombres y mujeres que se convirtieron en mártires de la religión cristiana, hasta la fecha del edicto citado al principio del artículo. Con altos y bajos en su historia, el cristianismo continúa readaptándose a unos tiempos de escepticismo, revolución científica y tecnológica, y de relativa tolerancia hacia todo tipo de creencias. Quizás sea esta maleabilidad la clave del éxito para que una religión perdure, o el defecto que la haga desaparecer en el futuro.

*Las negritas son del bloguero, no de la autora del texto.

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1 comentario

  1. Dice ser manolin

    Te olvidas de Teodosio que decretó el cristianismo como única y oficial religión del imperio.

    24 octubre 2018 | 10:46

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