El Titanic de la época bella

Fotogama de la película ‘Titanic’ (1997)

Álvaro Arbina está conquistando a los lectores con su segunda novela, La sinfonía del tiempo (Ediciones B, 2018). En el siguiente artículo, Arbina se adentra en la época en la que ambienta su novela y desgrana sus claves.


El Titanic de la época bella

Por Álvaro Arbina | Escritor |

Cuarenta años de paz en Europa, sin sobresaltos, con las guerras sólo en la periferia, en las fronteras de la civilización, en los Balcanes y los confines coloniales. La ciencia esclarecía los últimos misterios de la naturaleza, encogía el mundo y creaba inventos y técnicas revolucionarias para la industria y las economía de los grandes países. Y así surgían, en cadena, en dominó imparable: las aeronaves y la conquista del éter, la electricidad, la radiotelegrafía y la transmisión de la palabra terrenal por todo el planeta, la desintegración del átomo, las vacunas contra la peste, la rabia y la difteria, los hogares con agua corriente, sin lumbres ni hollines que los incendiaran.

Las ciudades también crecían, y escapaban de los grilletes medievales con amplias avenidas, higiénicas y alumbradas. La máquina había reunido a los pobres alrededor de la industria, convirtiendo a labradores dispersos en obreros unidos. Las masas, dóciles y silenciosas durante decenios, aisladas en sus comunidades rurales, descubrían en las ciudades el poder de su cuerpo unido. Había reivindicaciones proletarias, de luchas por sufragios universales, por el voto de la mujer, por mejores condiciones de trabajo. Las jornadas laborales se reducían y la gente descubría una idea invisible hasta entonces, reservada a las familias mas pudientes: el tiempo libre, el deseo de embellecer cuerpo y espíritu. Huían las apariencias dignas del pasado, las barbas y los vientres gruesos, los opresores corsés, las enaguas y las sombrillas de encaje, todo por bombachos, por faldas cortas, por figuras ágiles y jóvenes, curtidas bajo el sol y el deporte, exhibidas sin pudor en piscinas mixtas. Había una calma segura, confiada, que incitaba a las excursiones promiscuas, con muchachas osadas que moldeaban su vida lejos del dominio paternal, saliendo con chicos, sin institutriz y sin miedo a chismorreos. Los temores eran espejismos del pasado y se replegaban como la prudencia, avergonzando a quien los tuviera. La bicicleta, el automóvil y los ferrocarriles eléctricos encogían la Tierra, la volvían menos inhóspita y más accesible, despertando el deseo de viajar, de sentir la curiosidad oculta de conocer mundo.

Así despertaba el siglo XX. Con la humanidad avanzando hacia la perfección, hacia idealismo liberal, imparable y a velocidades de vértigo. Como en un vapor, como en un gran Titanic, sin mirar hacia el pasado porque la Historia, para algunos, era un manchón negro del que avergonzarse: ese origen cavernario, ese salvajismo animal de épocas anteriores, de guerras, hambrunas y revueltas.

Sin embargo, tras aquel entusiasmo, surgía en algunos una vaga inquietud, la de sentirse en un viaje vertiginoso hacia lo desconocido. Algunos veían en aquel trastorno la grieta por la que se filtraría la subversión de todos los principios, el fin de una era. Bajo aquel espejismo feliz, se ocultaba la codicia de los Imperios, que se revolvían dentro de sus fronteras, excitados de progreso y de poder, cansados de tanta calma y de colonias mal repartidas, deseosos de salir y jugar con su fortaleza inquieta. Un crecimiento que había cultivado el orgullo nacional, la creencia en el vigor superior de uno mismo, el entusiasmo contagiado de un ascenso imparable. Y así se acumulaban años de crisis diplomáticas, de intereses vitales que ensanchaban hasta rozar unos con otros, resueltos al límite como en la Conferencia de Londres de 1912, con motivo de la crisis de los Balcanes. Parecían globos de paz, los Imperios, inflados durante medio siglo, elevados al cielo, dilatados sus tejidos hasta límites insospechados que tentaban al estallido. Tras esa aparente casta naturaleza de la ciencia, tras ese afán por el saber, se escondían los turbios intereses de esas nuevas pujanzas imperialistas, que pretendían extender su dominio a todas las áreas existentes. El verdadero propulsor del conocimiento era el orgullo nacionalista, la superioridad racial, la búsqueda de la riqueza, el provecho propio.

La sombra de una gran guerra siempre estuvo ahí. La distancia, los años de paz, habían convertido la guerra en leyenda. Pocos en Europa la recordaban y en algunos lugares, algunos jóvenes, incluso temían más no vivirla, como había sucedido siglos antes a generaciones que tampoco la conocían. La guerra era inmune a la corrosión del tiempo y empleaba sus letargos para teñirse de romanticismo. Pero había una fe incondicional en la razón. La razón de una civilización que se creía en el culmen del progreso, la razón que evitaría cualquier desvarío, cualquier acuerdo mundial para matarse entre unos y otros. La razón y la moral de Europa, su espíritu puro y colectivo capaz de evitar cualquier cataclismo.

Sigmund Freud, que exploraba el alma humana en su clínica de Viena, lo había llamado desgana de cultura. La monotonía burguesa, el hastío de la placidez, los viejos instintos de sangre que se cocían con el tiempo, lentamente, hasta borbotar con furia. Todos alardeaban del progreso, de la excelencia alcanzada como especie humana, un orgullo peligroso, arrogante e ingenuo al mismo tiempo, que los devolvería, precisamente, al inicio del progreso. Y así avanzaba el Titanic, sin mirar atrás, sin mirar a ese pasado del que avergonzarse, a ese regalo llamado Historia que nos hacemos a nosotros mismos, como especie humana, para no cometer los mismos errores.

*Las negritas son del bloguero, no del autor del texto.

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