Álvaro Arbina: «La historia es un regalo que nos hemos hecho para aprender del pasado, y a veces no le hacemos ni puñetero caso»

FOTO CEDIDA POR ÁLVARO ARBINA

Álvaro Arbina (Vitoria, 1990) no habla ni escribe como se espera de un autor de su edad. Buena prueba de ella es su segunda, y recientemente publicada, segunda novela La sinfonía del tiempo (Ediciones B, 2018). Una obra con la que intenta huir de las etiquetas de género -histórica, de misterio, thriller…-, pero que se convierte en un homenaje a todas ellas. Una novela que el propio Arbina no sabe explicar cómo nació, pero que sirve para mostrar una Belle Époque tan fascinante y misteriosa como pensábamos, pero mucho menos bella. Una obra que parece haber despertado la curiosidad de los lectores, aupándose entre las más vendidas nada más salir a la venta.

¿Por qué la Belle Époque?

Me fascinaba a todos los niveles: por las revoluciones, por las grandes intenciones, por los grandes escenarios y ambientes. Era una época de médiums y embaucadores, donde coincidía la ciencia con la Iglesia y los espiritistas. Es fascinante. Y yo quería introducir en esa época una historia a mi estilo: con intriga, con atmósfera que envuelva al lector…

Escribí hace unos días mi opinión sobre la novela y decía que tenía todos los ingredientes de los grandes géneros del siglo XIX, pero reinventados para lectores del siglo XXI…

La sinfonía del tiempo es un puzzle con muchas piezas, y cada pieza es un género diferente. He intentado hacer una gran novela, pero al estilo del siglo XXI. Cuento las cosas a la manera de siempre, pero introducidas de una manera actual, casi cinematográfica. He buscado un ejercicio de metaliteratura, un juego con los escritores de aquella época. He querido hacer una novela que no sea para devorar, sino para disfrutar, para explotar esa virtud que tiene la literatura, que te hace evadirte de todo y situarte en una burbuja, solo tú y el libro, sin la vorágine de estímulos que tenemos hoy en día. Creo que esa es una de las razones por las que el libro, después de tantos siglos, sigue vigente: por su virtud de oasis. Una sensación, por cierto, que tiene que ver mucho con la época en la transcurre la historia de la novela, tan llena de ilusionistas.

Hablas de «evasión» y hoy en día mucha gente -críticos, pero también lectores- crucifican la literatura de evasión…

Sí, porque ahora hay muchísimas novelas para devorar, que reflejan lo que tenemos en el día a día: vas con prisas, pues la novela se lee con prisa. ¿Por qué no mostrar una evasión que se contraponga a eso? Una novela no tiene que ser como la televisión, tiene que explotar sus propias virtudes.

La imagen que das de la Belle Époque, del final del siglo XIX y comienzos del XX, da juego para trazar muchos paralelismos con el hoy. Se habla de situaciones prebélicas, de espionaje, de nacionalismos… Cualquier lector deja el libro y mira las noticias en el móvil y podría ver algo que le suene…

A medida que me sumergía en la época, en su literatura, en Stefan Zweig, por ejemplo, me daba cuenta de que tenían reflexiones súper actualizadas. Y yo he intentado extraer eso y volcarlo en la novela. De hecho, una de las grandes reflexiones de la novela es esa: que la historia no se repite, pero se le da un aire. En cierto modo, la historia es un regalo que nos hemos hecho nosotros mismos para aprender de los errores del pasado, y a veces no le hacemos ni puñetero caso.

A veces… O la mayoría de veces…

Sí, cierto. En aquella época pasó algo que también lo veo como un paralelismo con nuestro tiempo: era una época de mucho progreso, de frenesí, se creían en el culmen del progreso. Y así, miraban hacia su pasado con arrogancia, y esa arrogancia es siempre peligrosa. Freud lo llamaba «desgana de cultura». Al final no dejamos de estar hechos de la misma materia, por mucho que las vestiduras cambien.

Te sirves del Macbeth de Shakespeare para mostrar, o quizá advertir, lo fácil que puede ser provocar un evento…

Ese juego metaliterario con Shakespeare reforzaba mi mensaje: él ya pensó en todo esto. Pero habla sobre lo fácil que es influir en la psicología colectiva, el peligro de perder nuestra inteligencia  individual cuando pensamos como masa, … Y es reflexionar sobre cómo demonios de una llamada época bella se acabó degenerando un horror como la primera guerra mundial.

Los protagonistas quiere «dinamitar la historia»… ¿Ahora habría que intentarlo?

Sí, por eso existen las novelas que juegan con la historia, porque planteas cosas que en la realidad es más difícil que se den. La idea que tengo yo de las novelas desde el punto de vista histórico no es reflejar la Historia tal como fue, sino es jugar con ella, mostrar una cara diferente. La literatura transgrede la realidad, no la refleja fielmente. Hay que dar algo diferente. Como hace Tarantino en su cine, con Hitler, por ejemplo en Malditos Bastardos.

Tu visión de aquella época es cruda, crítica, nada condescendiente… Está lejos de ese cierto romanticismo, a veces tan común en el género histórico, con el pasado.

La labor de la novela es esa: destapar las partes oscuras. No puedo hablar bien del siglo XIX. En aquel tiempo, se fue cociendo el desastre que supuso la Guerra Civil que todos conocemos, la del siglo XX. La novela tiene que destapar la oscuridad, lo crudo de la historia, como por ejemplo la trata de esclavos. La historia, en realidad, es sucia y violenta, y debemos recordarla. Mi novela es romántica y cruda, tiene esa doble cara.

Cómo has trabajado a la hora de recrear tantos escenarios diferentes históricos y geográficos…

La novela es como un fresco de aquellos 60 años. Tiene un punto global, porque aquella época empezó a ser, en cierto modo, global. Tuve que construir contextos, escenarios, desde cero, y unos no tenían nada que ver con otros. Partía de cero constantemente. Y la gran conexión es el mar, ese gran camino a cualquier lugar. Ha sido un arduo trabajo de ambientación. Tenía que ser verosímil, establecer conexiones entre los escenarios… No tengo que contar la historia de todos los lugares, pero debía sumergir al lector en el Londres de Dickens, en la enigmática costa vasca, en el Congo de Conrad, en la Sudáfrica de los Boérs…

¿Te ayudo tu visión de arquitecto?

Yo construyo y tengo muy pensado el edificio antes. Pero también soy consciente de que ser muy rígido no es bueno. Estoy abierto a que ideas buenas que puedan venir puedan cambiar y mejorar la historia. Me voy documentando, las ideas cobran vida, se vuelven mandonas y te van llevando. Es esa fase de la creación que ninguno sabemos explicar muy bien.

Antes hablabas del mar, como ese gran camino que conecta todos los escenarios de la novela, ¿tienes alguna relación personal con él que pudiste volcar?

Viví cinco años en Donosti, pero no en la Donosti del verano masivo, sino en la Donosti melancólica del otoño y el invierno. Me iba a correr todas las tardes solo por la costa vasca, por el monte Igueldo, por el camino de Santiago, que serpentea la costa. Y lo hacía jugando con la noche: calculaba el tiempo porque había un paso estrecho por que el no se veía nada de noche. Me decía: tengo que volver antes, para que a la vuelta no se me haga de noche por ahí ahí. Establecí una relación íntima con ese entorno, con esa atmósfera de la costa vasca.

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