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Editan en español «Mystery Train», una de las grandes ‘biblias’ del rock

"Mistery Train" - Greil Marcus (Editorial Contra)

«Mistery Train» – Greil Marcus (Editorial Contra)

Hace dos años, en una entrada de este blog titulada El mejor crítico de música no existe para las editoriales españolas, califiqué de «vergonzoso para los editores y lastimoso para los lectores» que el escritor Greil Marcus (San Francisco-EE UU, 1945) siga siendo un desconocido lejano o un autor al que debes acudir con conocimientos de inglés.

La situación ha mejorado y me parece de justicia referirme a la reciente traducción al español de dos obras de Marcus. En 2012 apareció Escuchando a The Doors [216 pgs., 19,9€], una obra menor y bastante deslabazada, y ahora sale al mercado uno de los libros clave la crítica musical del siglo XX, Mystery Train. Imágenes de América en la música rock & roll [544 pgs., 22,9 €]. Ambas ediciones están publicadas por Contra, una editorial nueva y valiente, de esas que acostumbran a condenar al sonrojo a las major de la edición y su acomodaticia política de lanzamientos basados en la banalidad superventas.

Greil Marcus (Foto: Jose Ángel González)

Greil Marcus (Foto: Jose Ángel González)

Editado por primera vez en 1975, Mystery Train propuso en su momento una tesis totalmente nueva para intentar explicar el poder del rock and roll. Marcus, en cuyos argumentos pueden encontrarse referencias a Herman Melville, Francis Scott Fitzgerald, las novelas negras de Walter Mosley o la televisión, sostiene que la música popular, al igual que cierto tipo de literatura, responde al «sentimiento de lugar» y a las leyes arcaicas y sagradas de la tierra y la sangre —el odio, el amor, el rencor, la venganza, el engaño, la verdad y la culpa— y que algunos de sus intérpretes son «heraldos» que, en el caso de los EE UU, transportan una idea del «espíritu» original del país, sus «posibilidades, límites, perspectivas y encerronas».

Lo que el lector puede encontrar en el libro no requiere, pues, de un amplio conocimiento del rock o de propensión hacía sus postulados sonoros. Mistery Train no es tanto un ensayo sobre canciones y cantantes como un viaje al territorio cultural y etnográfico estadounidense, un país al que, según Marcus, no se debe aplicar la idea canónica de democracia. «Nuestra democracia», dice el autor, «no es más que una flagrante contradicción: el credo individualista de cada hombre y mujer que conlleva la soledad y la separación, y la aspiración a la armonía y a la comunidad».

Arriba, desde la izquierda: Harmonica Frank, Robert Johnson y The Band. Abajo: Sly Stone, Randy Newman y Elvis Presley

Arriba, desde la izquierda: Harmonica Frank, Robert Johnson y The Band. Abajo: Sly Stone, Randy Newman y Elvis Presley

Para desarrollar la hipótesis de que el rock and roll es una «secreta rebelión» contra los fundadores puritanos del país y «contra la autoridad de sus fantasmas», ejercida mediante la burla de «los límites impuestos por las buenas maneras», Marcus echa mano a media docena de músicos que pueden ser apreciados como arquetipos de otras tantas formas de un país «sin costuras» y que, ensamblados, podrían ser un collage de eso que llamamos la experiencia estadounidense.

Los seis intérpretes modelan seis formas de insurrección que van siempre soldadas a la expresión roquista. El músico ambulante Harmonica Frank, que tocaba la armónica con un extremo de la boca y cantaba con el otro en ferias, calles y garitos, representa la socarronería y la mordacidad. El bluesman Robert Johnson, el misterio y la aceptación del dolor como materia expresiva. El quinteto The Band, la ruptura con el mundo circundante, la independencia y el eterno peregrinaje a las fuentes originales para volver a contaminarlas. Sly Stone, la llama de la rebelión. Randy Newman, la capacidad reflexiva y construcción de un mundo privado. Elvis Presley, la sexualidad y la «figura suprema».

Con el añadido de sustanciosas y detalladas discografías comentadas, no pongo casi ningún pero a la edición española de Mystery Train. Sólo echo en falta una traducción que conserve el ritmo entrecortado de Marcus y me pregunto la razón del empleo del término geográfico «América»  y los gentilicios «americano» y «americana» cuando es evidente que el autor los usa para mencionar a un sólo país, que en español tiene una traducción muy precisa: EE UU.

Pero el ensayo puede con ese pequeño lastre y, leido con un reproductor musical o una adecuada lista de reproducción al lado, se convierte en una necesaria biblia para celebrar el circular y necesario sacramento de rebautizo en la nunca muerta religión del rock and roll.

Les dejo con seis canciones que Marcus considera capitales para la ceremonia.

Ánxel Grove

 

El suceso musical del año: editan las cintas perdidas de Can

"The Lost Tapes" (Can)

"The Lost Tapes" (Can)

Entre 1968 y 1977 en la burguesa ciudad alemana de Weilerswist, veinte kilómetros al sur de Colonia y a tiro de piedra de la frontera con Holanda, la pausada vida luterana centroeuropea era quebrada por las vibraciones dionisíacas generadas por un grupo de  comedores de hongos psicoactivos y sustancias químicas de similares efectos aperturistas.

Los músicos de Can se encerraban en su estudio campestre y volaban. Dos de los fundadores del grupo, el teclista Irmin Schimdt y el bajista Holger Czukay, eran desertores de la música clásica, capaces de interpretar a Brahms y de reconocer que Brahms era, sobre todo, profundamente aburrido.

Del compositor Karlheinz Stockhausen, a cuyas clases académicas habían asistido ambos, aprendieron a gozar de la electrónica, el serialismo, la música espacial y el punctualismo. De la Velvet Underground admiraban la capacidad de corromper el pop con ruido controlado y feedback. De Sly Stone y James Brown tomaron la consideración del síncope como componente primario. De la música africana, la posilibilidad de alcanzar la embriaguez mística con la sola ayuda del ritmo encadenado.

Can

Can

En 1968 montaron una primera unidad de vanguardia. Se llamaban, de manera muy apropiada, Inner Space. El nombre era demasiado textual, se lo pusieron al estudio de grabación y sustituyeron el del grupo por unas siglas no menos reveladoras: CAN, de comunismo, anarquismo y nihilismo.

No era una declaración ideológica sino musical. Can practicaba la «composición instantánea» de canciones que nacían al tiempo en que eran interpretadas y mientras los músicos se comunicaban entre sí por lo que llamaban «telepatía del ritmo». Nada amigos de explicarse, sino de ofrecer descargas epifánicas que trasladaban a  los oyentes a otros confines, Czukay fue quien más se acercó a una declaración de pretensiones: «La ineptitud es la madre de la carencia y la carencia es la abuela de las actuaciones imaginativas». Ya ven, actitud punk a principios de los setenta.

A la comunidad se unieron otras almas en busca de elevación: primero el batería Jaki Liebezeit y el guitarrista Mikel Karoli y más tarde, el cantante, poeta y artista Malcom Mooney y, para sustituir a éste —aquejado de paranoia clínica—, el nómada japonés Damo Suzuki, que improvisaba las letras y siempre se negó con radical vehemencia a transcribirlas en papel.

El grupo grabó discos que asombraban por su libertad. La trilogía consecutiva Monster Movie (1969), Tago Mago (1971) y Ege Bamyasi (1972) los convirtió en el mejor grupo europeo de entonces (Reino Unido incluido) en la construcción de madejas improvisadas donde el funk rítmico se combinaba con el jazz libre, el ambient repetitivo que prefiguraba el trance y la psicodelia. Casi veinte años después comenzaron a ser citados como precursores por Joy Division, Talking Heads, John Lydon, Radiohead, The Fall, Sonic Youth, The Mars Volta, The Jesus and Mary Chain, The Flaming Lips… Incluso Kanye West ha sampleado a Can.

Era conocido que Can registraba casi todo lo que interpretaba en las largas sesiones de grabación de Inner Space, que a veces se prolongaban durante noches enteras. Sin embargo, la venta del estudio y su traslado de ciudad, hizo que las cintas se traspapelaran. Tras un trabajo de búsqueda de dos años, varias bobinas con 30 horas de grabación fueron encontradas en un viejo mueble archivador. El 18 de junio la discográfica Mute anuncia la edición del disco triple The Lost Tapes (Las cintas perdidas). Irmin Schmidt ha participado en la reconstrucción y nueva mezcla del material.

No se trata de una recopilación de descartes o tomas alternativas, sino de música original que no llegó a los discos por razones de espacio. Si juzgamos por lo único que se ha filtrado —los salvajes tres minutos y medio de Millionenspiel del vídeo de abajo—, estamos ante el suceso musical del año.

Ánxel Grove

El mejor crítico de música no existe para las editoriales españolas

Greil Marcus

Greil Marcus

Se llama Greil Marcus y es uno de los mejores críticos de música popular de la historia, quizá el mejor.

Es un insulto colocarlo en la categoría de Top Secret de este blog. En todo caso, caiga la culpa sobre la industria editorial española, que parece no darse por enterada.

Desde 1972, Marcus ha editado, recopilado o coordinado veinte libros. Algunos son clásicos en el sentido literal: perennes.

De esa larga bibliografía, el sagaz gremio de los editores de este país (publicadores, convendría llamarlos) sólo ha tenido a bien entregarnos tres traducidos al castellano. Uno de ellos está agotado y es inencontrable.

Marcus es de esa clase de críticos que no entienden la música pop (incluyo al rock, más popular que ningún otro subgénero) como vanidad y fanatismo. Su profesión no es la del enciclopedista. Marcus es un cirujano forense que no concluye la autopsia hasta no haber analizado la tierra bajo la uña del último dedo. Su erudicción erudición es más instintiva que cerebral.

Es vergonzante para los editores y lastimoso para los lectores que siga siendo un desconocido lejano o un autor al que debes acudir con conocimientos de inglés.

Un repaso, primero a los libros editados y luego a los hurtados a los lectores españoles, a los que, por lo visto, no nos consideran suficientemente preparados para leer sobre pop si al mismo tiempo es necesario pensar.

"Rastros de carmín"

"Rastros de carmín"

Rastros de carmín (Anagrama, 1993). Una historia secreta del siglo XX trazada, en flashback, porque toda conspiración es un retorno, desde Johnny Rotten hasta las vanguardias de principios de siglo.

Tristan Tzara jugando al ajedrez con Lenin, el futuro suicida Guy Debord camuflado en la deriva situacionista, la Baader Meinhof prediciendo la belleza de los Clash, los letristas de Alexander Trocchi escribiendo las canciones que cantarán las Slits, un anarquista vestido de monje que entra en Notre Dame el Viernes Santo de 1950 para anunciar la muerte de dios, los criptógrafos de mayo de 1968, Danny el Rojo antes de ser criogenizado por la política parlamentaria…

Todos los herejes de la bella Europa revolucionaria de Antonio Gramsci juramentados para matar a Bambi.

Un libro que debería ser entregado a los adolescentes al mismo tiempo que el primer preservativo o a los enfermos deshauciados antes de desenchufar el respirador.

Tras leerlo por primera vez supe con certeza que en los campos de concentración que nos aguardan la música de ambiente será de Michael Jackson.

"Mistery Train"

"Mistery Train"

Mistery train: imágenes de América en el rock & roll. Editado en castellano en 1993 por Círculo de Lectores, pero ni siquiera lo incluyen ya en su catálogo. Es decir: pusieron en la calle mil ejemplares y se quedaron tan anchos.

Fue el primer gran libro de Marcus, que lo publicó en 1975, cuando a nadie importaba quiénes eran Stagger Lee o Harmonica Frank.

La idea, que el autor desarrolla en otras obras, es que la música popular responde a las leyes arcaicas y sagradas de la tierra y la sangre: el odio, el amor, el rencor, la venganza, el engaño, la verdad y la culpa. Cuestiones simples y, por su simpleza, de enorme importancia.

Robert Johnson, Elvis Presley, The Band, Randy Newman y Sly Stone, emisarios de un código secreto, son utilizados por Marcus para rastrear las huellas, complejas y oscuras, de los errabundos que viajan a bordo del tren misterioso.

Se puede comprar en inglés.

Like a Rolling Stone: Bob Dylan en la encrucijada (Global Rhythm Press, 2009). Es el tercer libro de Marcus publicado en España, un ensayo sobre una canción, quizá la más importante del siglo XX.

Es una obra de contexto político, que sitúa la pieza de Dylan -de quien Marcus ha escrito en todas las claves- en el centro del torbellino moral de una época.

Ahora le toca el turno a lo que nos estamos perdiendo.

"Old, Weird America"

"The Old, Weird America"

 The Old, Weird America: The World of Bob Dylan’s Basement Tapes (Picador, 2011). Apareció este año como edición revisada de Invisible Republic (1997).

Es uno de los libros fundamentales sobre música y es un pecado que no esté traducido al español.

Divertido, irónico y escrito con tono literario, narra la historia de un mito (Bob Dylan) que de pronto, en 1965 y por el pecado de enchufar una guitarra eléctrica, se convierte en invisible para sus compatriotas, los mismos que hasta entonces le consideraban un mesías redentor.

Crónica feliz y desternillante sobre la música escondida que Dylan y unos cuantos amigotes se dedicaron a hacer, por placer, en una casa pintada de rosa de las montañas.

Marcus retrocede hasta las fuentes primordiales e ilumina la senda de la febril canción americana, vieja, loca, arrebatada, poblada por tramposos, asesinos, mentirosos, fabuladores y matasanos, para demostrarnos que yendo hacia atrás siempre vas hacia adelante.

La antihistoria que nunca nos habían contado sobre los lamentos de los esclavos, las baladas de crímenes rurales y los cantos de juerga alcohólica que parieron al rock and roll y toda su imaginería.

El libro del que nace Rastros de carmín y, como éste, una de las piezas mayores de la crítica musical contemporánea.

"The Shape of Things to Come"

"The Shape of Things to Come"

The Shape of Things to Come: Prophecy and the American Voice (Picador, 2006).

Es uno de los libros más complejos de Marcus y, según sus detractores (que los hay, sobre todo entre los veneradores que entienden el pop como una sucesión de altares dedicados a héroes infalibles), uno de sus grandes fracasos.

La tesis es compleja: siete ensayos que pretenden construir con una misma voz, desde momentos históricos muy distintos, el aroma bíblico, apostólico, que sostiene espiritualmente a los EE UU.

Los profetas estadounidenses que Marcus propone son, cuando menos, sorprendentes: Martin Luther King, Philip Roth, David Lynch, John Dos Passos, Dave Thomas (líder del grupo Pere Ubu) y Bill Pullman.

La conclusión, si es que hay alguna, es que en los EE UU nada está donde lo encuentras y que antes de encontrarlo debes juzgarte para, con toda seguridad, declararte culpable de no importa qué, pero culpable como para soportar la carga de un peso que lastrará tu existencia.

"A New Literary History of America"

"A New Literary History of America"

«A New Literary History of America» (Harvard University Press, 2009). El proyecto más ambicioso en el que se ha embarcado Marcus, que en este tomo de más de mil páginas se encarga de la coordinación editorial junto al crítico literario Werner Sollors.

La idea es una delicia: confeccionar un coro de voces que tracen la historia de la literatura real de los EE UU, no la de las cátedras, sino la de la vida.

El resultado no decepciona: decenas de ensayos que reconstruyen el puzzle del made in USA desde el siglo XVI hasta el hip-hop, pasando por la televisión, los dibujos animados, el cine, la ciencia y la banalidad.

Linda Lovelace merece la misma consideración que Ronald Reagan, Alcohólicos Anónimos baila en el mismo salón que Chuck Berry, Emily Dickinson viaja a Oz, Dillinger pisa la Luna…

Un libro para leer durante toda la vida.

Hay más obras de Greil Marcus no traducidas al español, entre otras Dead Elvis: A Chronicle of a Cultural Obsession (1991), When That Rough God Goes Riding: Listening to Van Morrison (2010), Bob Dylan by Greil Marcus: Writings 1968-2010 (2010) y el recién editado The Doors: A Lifetime of Listening to Five Mean Years (2011).

Me gustaría saber en qué cajones han quedado abandonados en los kafkianos negociados de las editoriales españolas. Para saber a quién maldecir en mis oraciones al diablo.

Ánxel Grove

 

Mejor sin techo que repelente en el Palace

Son 500 millones en todo el mundo según la ONU. Tres millones en la UE.

Les llamamos, para que no duela, sin hogar, sin techo o, todavía más asépticamente, homeless, bajo el manto de éter de otro idioma. Nunca importan demasiado: son población invisible, ajena a la mecánica del sistema, son uno de los top secrets que entre todos mantenemos escondido bajo la alfombra de la comodidad.

Hace unos días la prensa del mundo volvió a ejercer la consejería moral: cuidado, muchacho, la calle puede ser tu casa.

Nos mostraron a un homeless que una vez fue rico y famoso: el músico Sly Stone, inventor del funk, gran disoluto, triunfador en el Festival de Woodstock -donde los negros estaban vetados por el racismo en sordina de la mafia hippie (Hendrix actuó, sí, pero Hendrix nunca ejerció la negritud, era pálido)-, autor del primer disco moderno de soul electrónico, There’s a Riot Going’ On (1971) -escuchen Africa Talks to You ‘The Asphalt Jungle’ -.

A partir de una información bastante tendenciosa del New York Post del aprendiz de espía Robert Murdoch -el mismo diario cuyo nivel de seriedad quedó patente cuando llamó Osama a Obama-, los media de varios continentes copiaron y pegaron.

El resumen venía a ser: «Sly Stone vive en una caravana en Los Ángeles y una pareja de jubilados le da de comer». Si sustituimos el vehículo por una madriguera de tres metros por dos, el titular valdría para varios millones de jóvenes españoles que han regresado a casa de papá y mamá por culpa de gente que frecuenta los mismos salones que Murdoch.

Sly & The Family Stone, 1970

Sly & The Family Stone, 1970

Adoro a Sly Stone desde que escuché su música a los 13 años, en 1967 (en concreto, esta barbaridad que todavía me lleva a brincar) y mis primeras fiestas adolescentes llegaban al clímax de sensualidad que nos era permitido, bastante light, con Family Affair.

De otro lado, me suelo entender bastante bien con todos los heridos -por bala, enfermedad, despido patronal o deshaucio bancario- y me saca de las casillas el estigma que, incluso sin conciencia, se marca con ácido en las frentes de los débiles.

Voy a glosar a media docena de músicos que han vivido en la calle, en los márgenes de lo correcto. Son mi ejército secreto de hoy. Los prefiero a cualquier residente-repelente en el Palace.

1. Ted Hawkins (1936-1995). Nació negro y pobre en el sur de los EE UU, donde ambas condiciones garantizan una amplia probabilidad de que te envíen al reformatorio y a la cárcel, lo cual sucedió. Prefirió las aceras a los escenarios. Pese a un postrero éxito en Europa, regresó al vagabundeo y la música a cambio de propinas. Dormía en la playa de Venice, en Los Ángeles. De día ponía los pelos de punta a los turistas con su gospel dolorido.

2. Blind Willie Johnson (1897-1945). Otro tipo pobre y sureño. Desde niño, además, ciego porque su madrastra le arrojó lejía a la cara durante una disputa familiar. Hizo su primera guitarra con una lata de tabaco. No le hacía falta nada más para cantar blues. Durante toda su vida tocó y predicó la buenaventura de dios en la calle. Ni siquiera está claro dónde está su tumba. Yo sé dónde: en todo pecho hendido por la pena.

3. KRS-One (1965). El blues de nuestro tiempo es el hip-hop. Ninguna otra música ha sabido meterse en la sangre del modo abrasivo y generalista del rap en sus más dignas formas. Este cantante-compositor se largó de un hogar violento a los 14 años y vivió como homeless en Nueva York. Lawrence Krisna Parker, al que todos llaman KRS-One, tiene, entre otros méritos musicales, el de haber merecido el interés de otro tabloide repulsivo, el New York Daily News, que tildó al cantante de «anarquista» y escribió en un editorial: «Si Osama Bin Laden compra alguna vez un disco de rap, será un CD de KRS-One».

4. Seasick Steve (1941). Una vez dijo: «Los vagabundos son gente que se mueve en busca de trabajo. Los caminantes se mueven, pero no les interesa el trabajo. Los vagos ni se mueven ni trabajan. Yo he sido de los tres». Steven Gene Wold -su nombre de registro- transitó durante más de veinte años por EE UU sin tener un destino preciso. Luego se arrimó a la música -llegó a tocar con Janis Joplin- y trabajó como técnico de sonido antes de sentir otra vez la llamada del camino y largarse a Europa, donde se ganaba el pan en la calle haciendo lo que mejor sabe, cantar blues acompañado de su guitarra. Ahora es bastante famoso, pero en su mirada sigue habiendo tierra.

5. Dan Tracey (Television Personalities). Eran inteligentes y odiaban las poses en el Reino Unido o-eres-trendy-o-no-me-importas de los ochenta. Dan Tracey (1960) era el alma del grupo, los exquisitos Television Personalities. Lo pillaron robando en una tienda a finales de la década siguiente: tenía que pagar su afición al crack. Condena de cárcel, ruina y, al salir de entre rejas, la calle como hogar. Volvió a hacer discos, algunos con canciones tan deslumbrantes como All the Young Children on Crack (2006).

6. John Fahey (1939-2001). Desde mediados de la década de los setenta y durante unos veinte años, Fahey, quizá el mejor guitarrista steel de la historia, malvivió, vendiendo poco a poco su colección de acetatos clásicos, para poder comprar una botella más de alcohol. El último acto de expiación fue la entrega a la usura de las casas de empeño de su guitarra. Pasó muchas noches a la intemperie. Le importaba todo bastante poco. De ese desapego sólo excluía a su bellísima música.

Todos fueron homeless de un modo radical. No se trata de invitarles a comer. Se trata de que nos enseñen a vivir.

Ánxel Grove