Archivo de febrero, 2015

Las adolescentes pavorosas de Lise Sarfati

© Lise Sarfati

Sloane #32 Oakland © Lise Sarfati

Asia #33, North Hollywood  © Lise Sarfat

Asia #33, North Hollywood © Lise Sarfati

Eva-Claire #2, Austin © Lise Sarfati

Eva-Claire #2, Austin © Lise Sarfati

Sloane #30, Oakland © Lise Sarfati

Sloane #30, Oakland © Lise Sarfati

Cuatro adolescentes para cuatro films inexistentes aunque posibles: cuatro muchachas congeladas y víctimas de la inacción, pasmadas, figuras de cera, casi inmateriales. Nada sabemos de ellas excepto el nombre de la urbanización en la que residen.

Sabemos también, por supuesto, que no son tan simples como podríamos deducir precipitadamente en un encuentro cara a cara en el que se mostrarían turbadas y nerviosas.

La fotógrafa Lise Sarfati (1958) busca en el extrarradio de las sobrecogedoras áreas metropolitanas de los EE UU a chicas solitarias a las que introduce en un mundo que no por real es menos ajeno para ellas, víctimas de las numerosas encrucijadas previas a la edad adulta.

La retratista prefiere los suburbios porque son páramos de almas sin compañía y la soledad le permite una excusa para entrar en conversación con las modelos a las que selecciona previamente mediante el infalible método del merodeo.

No le cuesta demasiado convencerlas para que entren en el juego de participar en los semicoreografiados montajes que confecciona con ayuda de las modelos: lo que muestran, después de todo, es parte de su vida y sólo necesitan el impulso para representarlo. Sarfati, que lleva retratando jóvencillos desde hace casi treinta años, ya conoce el material: gracia angelical, diabólica inseguridad y sensualidad en pleno desarrollo.

«Me gusta acercarme y mostrar a las jóvenes. Es una excusa para volver a acercarme a mí misma cuando tenía su edad», dice en una entrevista la fotógrafa francesa, convencida de que la mímesis puede conseguir el milagro de la perpetua adolescencia.

Los retratos, añade, son la prolongación de sus sueños cinematográficos —las películas de Robert Bresson, que obligaba a la repetición constante de la filmación de cada escena para conseguir evitar toda carga sentimental y convertirla en una escenificación pura— y literarios —adora la novela Ferdydurke, donde el gran Witold Gombrowicz extendió un mapa sobre el «fervor por la inmadurez»—.

Hay algo de aterrador en los retratos de Sarfati, quien no ha podido sacudirse uno de los recuerdos más morbosos de la infancia: cuando su madre la llevaba a visitar ancianas internadas en asilos o centros de cuidados paliativos. Aunque aquellas giras por las antesalas de la muerte tenían un propósito noble —acercar a la cría a lo inevitable y hacer compañía a las mujeres agotadas y solas—, algo del pavor ante el abismo retuvo la fotógrafa.

Desinteresada de los adultos, se ha dedicado a censar a chicas impávidas a las que caza con la sensibilidad de un insecto en busca de alimento. Sabe que son porosas, que todavía son capaces de quitarse de encima el pegamento unificador de la ciudadanía, la civilización, la clase, el género, la corrección…, sabe que pueden mostrar el miedo o el vacío primordiales.

Uno de los soliloquios del protagonista de la novela de Gombrowicz que cité más arriba sobre el peligro de que la individualidad se pierda bajo la acrimonia de la madurez puede describir estos retratos de teenagers de inusual severidad:

Entonces me iluminó de repente este pensamiento sencillo y santo: que yo no tenía que ser ni maduro ni inmaduro, sino así como soy…, que debía manifestarme y expresarme en mi forma propia y soberbiamente soberana, sin tener en cuenta nada que no fuera mi propia realidad interna. ¡Ah, crear la forma propia! ¡Expresarse! ¡Expresar tanto lo que ya está en mí claro y maduro, como lo que todavía está turbio, fermentando!; ¡que mi forma nazca de mí, que no me sea hecha por nadie.

«Busco a las muchachas que me interesan, necesito verme en ellas, saber que tienen algo que enseñarme sobre mí misma, aunque sea dramático y terrible«, asegura Sarfati, buscadora de un contrapeso para los cuidados paliativos que a todos nos aguardan.

Jose Ángel González

Sloane #34 Oakland © Lise Sarfati

Sloane #34 Oakland © Lise Sarfati

© Lise Sarfati

© Lise Sarfati

© Lise Sarfati

© Lise Sarfati

© Lise Sarfati

© Lise Sarfati

‘Ojos de Hitchcock’, montajes para saborear el cine

Fotograma de 'Eyes of Hitchcock', uno de los video-ensayos de Kogonada

Fotograma de ‘Eyes of Hitchcock’, uno de los video-ensayos de Kogonada

Firma :: kogonada, con los cuatro puntos delante del nombre, siempre escrito en minúscula. Sus breves montajes son vídeo-ensayos, reflexiones visuales, sobre géneros, películas y directores. El autor recopila con mimo la expresividad de las manos en Robert Bresson, la perspectiva frontal en Stanley Kubrick o la simetría enquistada en el universo de Wes Anderson. Se recrea en cada instante como degustando los pasteles de un carrito de postres, desplegando filmografías completas de modo apetitoso y poético.

Parece ser que de origen japonés —»nací en Asia», dijo en una ocasión— pero residente en los EE UU desde niño, en este último año Kogonada ha despertado cada vez más el interés de los cinéfilos a raíz de los vídeos que difunde en Internet, muchos de ellos encargos para la distribuidora estadounidense Criterion, famosa por reeditar clásicos. En cada uno se saborea el amor por la composición de planos, la duración de las escenas, los miles de detalles sutiles que dan el acabado final a una película.

Uno de esos microbanquetes cinematográficos es Eyes of Hitchcock (Ojos de Hitchcock), de menos de dos minutos de duración, una consecución de planos con miradas de miedo, duda, demencia, terror, asombro, maldad… No permite que las imágenes transcurran tan breves como en la película, congela cada segundo haciéndolo retroceder y avanzar mínimamente, construyendo algo parecido a un gif animado, un bucle para poder examinar con calma la mirada.

Congela los ojos encendidos de la secretaria Marion Crane (Janet Leigh) conduciendo hacia el Motel Bates en Psicosis (1960) y también captura la expresión terrorífica de Norman Bates (Anthony Perkins). También hay miradas de Rebeca (1940), Extraños en un tren (1951) Vértigo (1958), Con la muerte en los talones (1959), de la escena onírica (con abundancia de ojos) diseñada por Dalí para Recuerda… (1945).

La música, del director y productor Rob CawleyAnything can happen, and usually does… On the Orient Express (Puede pasar cualquier cosa… Y normalmente pasa… En el Orient Express)— evoca los afilados violines de Psicosis, pero con una cadencia ferroviaria que Kogonada aprovecha con imaginación para hipnotizar al espectador.

Helena Celdrán

El hombre crucificado con clavos a la chapa de un Volkswagen

"Trans-Fixed" (Chris Burden, 1974)

«Trans-Fixed» (Chris Burden, 1974)

Anotación desapasionada del artista sobre la obra (Trans-Fixed, Venice, California, April 23, 1974):

En un pequeño garaje en Speedway Avenue, me subo al parachoques trasero de un Volkswagen. Me acuesto de espaldas sobre la sección trasera del coche, estirando los brazos hacia el techo. Me clavan las palmas de las manos al techo del coche con un par de clavos. Abren la puerta del garaje y el coche es empujado hacia la mediana de la avenida Speedway. A una orden mía, el motor se enciende y acelera a toda velocidad durante dos minutos. Después, el motor se apaga y el coche es empujado de nuevo al interior del garaje. Cierran la puerta.

Unas semanas  después de ser crucificado sobre el escarabajo, Chris Burden, que entonces tenía 28 años, mostró sus manos para documentar las heridas.

Las manos agujereadas de Burden

Las manos agujereadas de Burden

En la foto, el padre del arte del performance ofrece las palmas con los estigmas. Lo hace con la simpleza de un mártir mostrando la «imagen de las imágenes», como el devocionario católico llama al Cristo crucificado, al que exige una entrega extática:

Cuando estemos en nuestros aposentos, tomemos esa sagrada imagen en nuestras manos, esa imagen, signo de victoria, recuerdo de un amor incomprensible de un Dios enamorado, y besémosla con gratitud y afecto filial

Burden no pretendía rozar la divinidad con sus performances, pero tampoco dejaba de usar la propaganda, como el santo padre argentino, para hacernos ver que mártires somos todos, por eso guardaba reliquias y mostró los clavos en exposiciones posteriores.

Relic from “Trans-Fixed”, 1974

Relic from “Trans-Fixed”, 1974

La crucifixión sobre el escarabajo no fue el único exceso de Burden, el transformista diabólico que durante los años setenta convirtió su cuerpo en aparato para calibrar la resistencia, el dolor, el riesgo y otros límites menos trascendentales pero bastante importantes —la decencia y la moralidad del arte, por ejemplo—.

Burden atravesó reptando sobre el pecho, semidesnudo y con las manos atadas a la espalda, una superficie regada de cristales rotos en medio de la ciudad nocturna donde nada importa a nadie: Through The Night Softly [vídeo].

"747" (Chris Burden, 1973)

«747» (Chris Burden, 1973)

En Disappearing desapareció durante tres días sin previo aviso a nadie para comprobar cuán poco mérito hay en la presencia o invisivilidad de cualquiera.

Dejó que un ayudante disparase contra él un tiro de rifle del calibre 22 en vivo en una galería de arte: Shoot  [vídeo].

Se acostó cubierto con una lona negra en medio de una calle —Deadman— y nadie pareció considerar necesario el aviso sobre el posible cadáver hasta que, media hora más tarde, alguien llamó a la Policia.

Introdujo su cabeza en un cubo de agua hasta perder el sentido: Velvet Water.

Compró tiempo de televisión para anunciarse —[vídeo]—, burlando la legislación que prohibe a las personas individuales producir y emitir anuncios gracias a que gestionó los spots a través de una ONG.

Uno de los anuncios mostraba un primer plano de la Burden repitiendo, como un mantra: «La ciencia ha fallado. El calor es vida. El tiempo mata».

En otro, emitido en varios canales de alcance nacional, logró convencer antes a los directores de cada uno de que «Chris Burden» era un «magnate de las artes». El anuncio mostraba una sucesión de rótulos con locución coordinada con los nombres de «Leonardo da Vinci, Miguel Ángel, Rembrandt, Vincent van Gogh, Pablo Picasso, Chris Burden».

En un tercero, formulaba, dando la cara, un resumen de sus gastos en ingresos como artista en el año 1976. ¿Resultado? Un beneficio neto, antes de impuestos, de 1.054 dólares.

En la acción titulada 747, que multiplicaría su sentido en el momento histórico de hoy de paranoia provocada e instrumetalizada, vació el cargador de una pistola contra un avión de pasajeros que acaba de despegar. El FBI detuvo a Burden y presentó cargos por atentado hasta que alguien, dado el ridículo, decidió retirar la demanda porque la aeronave estaba fuera del alcance de los disparos.

Había muchas preguntas en las acciones de Burden, baratas, ambiguas, ladinas y también gratuítas (en el sentido estricto de lo económico: nunca cobró entrada ni se benefició de ayudas).

Robert Horvitz formula unas cuantas y estas tres me parecen de singular importancia:

¿Hasta qué punto estamos justificados para suspender nuestro juicio moral cuando el material del arte es humano?

¿En qué medida, en su caso, y en qué condiciones, qué moral consideramos más importante que la estética en nuestras acciones y reacciones?

¿En qué medida puede la libertad de explotarse a uno mismo extenderse a la libertad de explotar las relaciones de uno con los demás?

Chris Burden

Chris Burden

Chris Burden, cuyo aspecto de tipo peligroso, de pupilas aceradas y capaz de cualquier cosa, siempre me gustó en el autorretrato que se hizo a mediados de los años setenta, cumple en abril 69 años. Es un artista del mainstream que ha aceptado las reglas. La indecencia máxima a la que se atreve es fabricar estructuras urbanas en miniatura donde más de mil coches emulan la congestión salvaje de Los Ángeles (Metropolis II).

No cometeré la grosería de pedirle que siga siendo el arrebatado capaz de crucificarse a la chapa de un escarabajo, quizá el gran símbolo de la vida regalada y sobre cuatro ruedas que confiábamos en merecer.

Dejaré que hablé por mí la canción que dedicó al padre de los performers David Bowie con la furiosa guitarra de Robert Fripp trazando un primer plano que parece un martillo sobre chapa:

Joe el Leon entró en el bar
Un par de tragos a cuenta de la casa
Y dijo: «Te diré quién eres
Si me clavas al coche»

Jose Ángel González