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«Canciones Inexplicables 2001-2009» de Nacho Vegas (Limbo Starr, 2023)-primera parte-

No se puede medir el tiempo en canciones. Pero lo intentamos. Miro a mi alrededor. La química sigue. Es distinta. Los abrazos han envejecido, los abrazos han rejuvenecido. Ya no somos inconscientes y eso nos asusta. Pero siempre quedará Nacho Vegas. Para darnos cuenta de que fue grande. De que nos hizo sentir mejor. De que, con él y con Limbo Starr, volvimos a creer en el pop, en la poesía, en el instante detenido. ¿Te lo creíste entonces? SÍ. No voy a mentir. Nacho Vegas fue el comienzo del siglo. Fue el humor y la toxicidad, la risa y el humo. Luego, después, no es su problema, ni el tuyo. Por eso encontrarme este recopilatorio (valiente y con un punto de fan aleatorio) me ha llevado a lugares donde no recordaba haber estado. Pero cuando he regresado, me he dado cuenta de que estuve muy bien.

Estas son las canciones. Estos son los recortes. Esta es parte de la vida. «Canciones Inexplicables 2001-2009» de Nacho Vegas

En la sed mortal: abrir el recopilatorio con el piano, con el susurro de los mosquitos. Ya os lo he contado. O quizá no, han pasado muchos años. La letanía me llegaba hasta ponerme el alma tan dura que no sabría explicarlo. Porque veníamos de pensar que Nacho Vegas iba a ser el mesías y, además, entregaba como los grandes, un disco doble. Porque se le caían las chutas, la plata, las cuerdas sin afinar, porque se le caían las canciones. Esperábamos a Nacho Vegas, quería saciarnos de vida al límite, estúpidos prototipos de alcohólicos, fanzineros con vocación de funcionarios. En el número 8 de Confesiones de Margot, Alberto Navajas firmaba una entrevista con él, acababa de aparecer Miedo al zumbido de los mosquitos, donde el órgano se colaba, el hammond que era más de Jacques Brel que de Gram Parsons. No sé si eran las escaleras del Morrison o las de la taberna Alice Kyteler, pero sí que fue El Pibe Daniel el que me pasó los dos cedés, tostados. La letra de Dani, el Pibe Daniel, el gran pinchadiscos. Excesivo, así, sin más. 2002. No sé si había vuelto ya de Buenos Aires o estaba por marcharme. No creo que sea importante. Sí que había conocido la plata en las manos temblorosas de Andrés Calamaro, El salmón tenía dos años y Honestidad Brutal alguno más.

Que te vaya bien, Miss Carrusel: todo comenzó con Patricia. Pati, que era la que estaba en la vanguardia, ella sabía. Ella me dijo: «escucha, escucha esto, Octavio». Y la mandolina de la señorita Carrusel. La versión de Fare Thee Well, Miss Carrusel de Townes Van Zandt. Yo tenía que irme, tenía que huir, se había acabado la fe, no había nada, se había evaporado Ray Loriga. Leíamos a Barry Gifford. No, en realidad yo leía a Gifford, leía «Gente nocturna» en la edición de Plaza y Janés, en la serie Mayor. Sí, la de tapa dura, la tapa negra, la de Loriga, Prado y Romero. Pero qué tiene que ver Van Zadt con Gifford.

Tiene que ver con que me compré “Seis canciones desde el norte” donde Barry Gifford surgía en toda su plenitud, después de Miss Carrousel llegaba Baby Cat Face. Fuimos a verlo con Irene Tremblay (Aroah) de telonera en La Casa del Loco el 30 de noviembre de 2001. Fui con los Margot. Lo vi tocar en su primera gira, fascinado por su narrativa, por su actitud hiératica y trascental. Supongo que estábamos todos atiborrados de malditismo, de Nueva Orleans, tú y yo. Veníamos, permítanme la enumeración, de las botas de piel de serpiente, de las chupas de cuero y el último tupé de Nicolas Cage en «Corazón salvaje», venía de comprarme el cedé y de escuchar Baby Please Don’t Go de los Them en la voz de Van Morrison, veníamos de David Lynch y Baladamenti.

«Pero también veníamos (o venía) de «Perdita Durango» dirigida por Álex de la Iglesia, con Romeo «El santero» (aún no estaba Martín Mantra en mi vida) y con Rosie Pérez haciendo de Perdita. Isabella Rossellini y Rosie Pérez eran, a la vez, Perdita Durango y, a pesar de todo, el mundo parecía tener sentido. Y con Screamin’ Jay Hawkins. Como había estado Harry Dean Stanton en «Corazón Salvaje», después de recorrer el desierto desde París hasta Texas. Pero también, y esto prometo que es lo último, compré en un VIPS, sí, en un VIPS, la biografía de Jack Kerouac escrita por Barry Gifford. Estábamos en el alambre y parecía que, esta vez, Nacho Vegas sería el encargado de darnos el empujón».

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Algunas palabras sobre Arrowsmith de Kurt Busiek y Carlos Pacheco (DOLMEN, 2023)

La edición de la obra cumbre de la dupla Busiek&Pacheco por parte de DOLMEN es un tributo a la belleza, una deuda saldada con uno de los ilustradores de nuestra vida, el tristemente desaparecido Carlos Pacheco. DOLMEN nos ofrece, en dos entregas, los volúmenes I (“Tan elegantes con sus bonitos uniformes”) y el II (“Tras las líneas enemigas”) de una de las distopías más hermosas e intrigantes de la cultura pop occidental.

DOLMEN nos regala una historia que parte de un punto de ruptura curioso: la Paz de Carlomagno, donde las fuerzas mágicas del mundo se hacen presentes y se integran, en mayor o menor medida, en las distintas sociedades y naciones de la Tierra. A partir de ahí, la divergencia con nuestra línea temporal aumenta con las décadas, con guiños perennes, con recordatorios de los potenciales What if? Y, aunque solo sea por Pacheco, unas atractivas miguitas sobre la naturaleza de la ordenación política en la Península Ibérica. Decir que el mapa que aparece en las primeras páginas de los dos volúmenes podría ser el potencial queroseno de miles de elucubraciones es quedarse corto… Albión y Columbia, Imperios que van y vienen… todo allí, todo perdido, todo detenido en el tiempo tras el fallecimiento de Carlos Pacheco.

Belleza artúrica (nunca es casualidad que uno esté leyendo los últimos tomos del Hellboy de Mignola estos días), el Cáliz Sagrado (que abunda por nuestra geografía, cada uno más falso que el anterior), Columbia y una historia de amor entre el soldado y la enfermera, en la mejor tradición de la narrativa de mediados del siglo pasado. El tebeo nos coloca en un tiempo y un lugar concreto: lo que sería la I Guerra Mundial en nuestra línea temporal, pero aquí, ambos bandos están apoyados por distintas razas y fuerzas de carácter sobrenatural. Recorrer el mapa con el dedo, la valija de piedras preciosas, los materiales que hacen fluir las energías, conocer una precuela, imaginar la penicilina enfrentada a la magia¿Qué lugar ocupa el cristianismo en este mundo donde lo pagano se ha hecho verdaderamente carne? Todo es parte de este enfrentamiento, grises por doquier, fuerzas aéreas, vampirismo, licantropía, tabernas, el punto infernal (y vuelvo a Mignola) que siempre se le añade a los ejércitos de Prusia, de la gran Alemania, ¿y Hitler?

No parece casualidad que se elija ese momento para comenzar la narración: es inevitable volver a Tolkien, soldado y escritor, que construyó su Universo personal tras haber pasado en el 11.º Batallón de Servicio de los Fusileros de Lancashire donde sirvió como oficial de comunicaciones en la batalla del Somme en Francia en 1916 con la Fuerza Expedicionaria Británica. Tolkien soñó con elfos y enanos, Tolkien creó la versión contemporánea de los dragones mientras superaba la “Fiebre de las trincheras”. Y todos nosotros, todos los que nos acercamos a Arrowsmith, venimos con Tolkien bien leído.

Leo la historia y pienso en la última reinterpretación de la I Guerra Mundial en la película SOLO, ambientada en el universo de la Guerra de las Galaxias. Sí, allí el Imperio Galáctico se enfanga (nunca mejor dicho) en una batalla en el planeta Mimban contra los insurgentes locales y el mítico Han Solo acude, como soldado raso, a combatir en una lucha de trincheras que, si uno recupera el arte de la película, verá cómo se construye a partir de un mundo donde la más alta tecnología se junta con el barro y los vapores tóxicos.

«Es fundamental para entender el libro (sobre todo la segunda parte) el concepto las líneas magnéticas que recorren el mundo, el folklore convertido en energía mágica, el dolor cuando uno es apartado de su lugar… es bello y es intenso. Es sumergirse en un estadio ajeno de belicismo, de sociedad… porque uno de los temas fundamentales de Arrowsmith es el racismo. Sí, no solo en la parte de los distintos colores de piel entre los humanos, no: Busiek y Pacheco aumentaron todas las opciones de odio al introducir nuevas razas en la ecuación».

El final del segundo tomo nos deja con la miel en los labios. La muerte de Carlos Pacheco, el mito que alimentó a los jóvenes lectores de Fórum en los años ochenta, dejó la historia inconclusa. Yo, personalmente, prefiero pensar que dejó un mundo abierto para que cada uno construyera su final o diera forma a nuevas historias con las viejas reglas. Son postales pintadas con los mismos colores que se usan para los sueños. Pacheco y su obra, inmortal, alcanza un estadio superior en estos dos tomos.

Al final, cuando cierras la última página, contemplas el penúltimo boceto, piensas en aquellas grapas de Clásicos Marvel, portadas a 150 pesetas o en la edición de “Siempre Vengadores” y no puedes evitar emocionarte.

Porque uno puede asumir el paso del tiempo, saber que la magia se esfuma y acaba, pero a uno siempre le gustaría que genios como Pacheco nos siguieran acompañando en el viaje, que mantuvieran la llama de la ilusión encendida. Bello y más bello. Nutritivo y pasional. No se puede pedir más. Bueno, sí, que DOLMEN ha editado una imprescindible recopilación de esos años de Carlos Pacheco en Fórum y que si tienes como yo los años suficientes para haber vibrado con Italia 90 y la saga Inferno, te encantará.

Canciones de amor de Isasa (Repetidor, 2023)

Solo un sello como Repetidor se atrevería a un gesto de belleza pura, una grabación de guitarra, de nylon destilado. Escapando al sistema decimal, nueve canciones, abriendo con Aigua, descarado arpegio en un tiempo controlado. Música ambiental y orgánica, música de calefacción y carbón pobre, intenso, casi nutricio en «Berenjenas rellenas», voces ausentes, como raspadas contra el suelo y que se congelan por cinco duros ganados a unos críos al gilé, nada más en «De Lajares a Coferte«, tema dedicado a su compañero de discográfica, Fajardo. Como si el verdadero nombre se ausentara en la grabación, como si las guitarras superpuestas vinieran traídas por un viento benigno, hay más de siete minutos en «Carta a mi joven yo» que, muda melodía, es como una playa en el invierno austral, acelerada por un niño que no sabe que existe Luis Alberto Spinetta, pero lo intuye, un Nick Drake de ojos bizqueantes, que no quiere mirar al sol, solo disfrutarlo. Es de un minimalismo nada forzado, como el sabor del agua fresca tomada directamente de la piedra, del comienzo de todo, como un confeti de estrellas que en cada acorde de «Firmamento», auscultan el pecho del gigante sobre el que vivimos, uno que duerme bajo la nana del metal, la máquina, la música. Es el único instante en el que la distorsión aleja la pureza, donde las cuerdas tañen como en una percusión improvisada, en un eco.

Hablé con el productor de las legañas, el hombre con cara de sueño, no hablé, solo le escribí para darle la enhorabuena, no contestó, da igual, estamos en esto por el sueño perfecto que nos ofrece «Nana alicantina», con unos susurros que parecen humanos durante un instante. ¿Quién ofrece sus oídos para recibirlos? Había algo, lo encontré entre la letra pequeña: autoarpa de Lorena Álvarez, la voz de Trice, los sintetizadores y el piano del productor Carasueño. La cáscara es el recuerdo de la semilla, así el «Pistachito» tiene un fulgor eléctrico, casi un destape sucinto, un fundido a gris contra la pared de la colmena, como un esbozo de banda sonora que discurre, ciega, camino de una vida dócil, una ciudad minada a la espera del «Primer amor», como esos primeros acordes que no distinguen de afinación o apasionamiento. La luz es el principio del fuego y la edad, un ábaco para asegurar la llegada del olvido: un disco evocador que termina con menos de tres minutos de «Zoe», un disco que es como la noche, que acumula todo lo que miras, todo lo escuchas, hasta hacer que se construya el horizonte.

Algunas palabras sobre Sombras en la bajamar de José Luis Rodríguez García

Es muy complicado adentrarse en un libro póstumo, más todavía si se trata de un autor polifacético, un verdadero amanuense de la palabra escrita como José Luis Rodríguez García.Editado por Comuniter, quizá lo único que salve al lector sea la belleza intrínseca que acompaña la sencillez de la historia. José Luis Rodríguez García se despidió de la literatura creando su propio paraíso, sus Islas Marquesas, allí donde la playa descansa en invierno y la espuma de las olas es ceniza del penúltimo cigarrillo. “Sombras en la bajamar” es un libro de adioses, una historia que transcurre en la parte de atrás de los lugares destinados al turismo, esos espacios desconocidos para el visitante, allí donde sobreviven los oficios básicos, donde crecen los jóvenes, donde los yonquis se intoxican y los camareros descansan entre turno y turno. Mientras uno lee la historia va tomando notas, anotaciones entre las líneas de su autor. Un personaje principal, huido de su propia existencia, acumulando olvido como su padre acumula colecciones y novelas inéditas, un protagonista que habla de farmacéuticas obesas que se llevan al límite con la gula como su amante lo hace con los narcóticos. Durante un instante enhebro un par de ideas sobre el existencialismo en el siglo XXI para escapar hacia delante, dejarme atrapar por la lírica de los más básico: arena de playa, empleos agotadores, rostros que se intercambian.

Siniestros personajes que son paracaidistas en la localidad; cigarrillo en la comisura de los labios, whisky y soledad. Vidal, el otro foco de la novela, no necesita bañarse en el agua del mar. Su lugar es el lugar donde el tiempo se termina. Y recibe la visita de su hija, icono de sensualidad, y de su mujer, ejemplo de elegancia. Es como si José Luis Rodríguez García quisiera atrapar en ámbar las piernas de la Nouvelle Vague y los peinados del Free cinema entre los diamantes enterrados en sus recuerdos.

«Pienso en mis abuelos, a finales de los sesenta, de los primeros veraneantes en Salou. Habitando su bungalow desde el comienzo de la Semana Santa hasta el final de las fiestas del Pilar. Ellos contemplaban el círculo de la vida en el pueblo de la costa, cuando se apagan las luces de las ferias, se encienden las estufas de gas y los trenes reducen su frecuencia en la estación».

Un poco de belleza se escapa entre las rendijas, aquel Carmine Falcone de “El largo Halloween” de Joseph Loe y sus hija y toda la galería de sospechosos en azules y negro. Ese es el color de “Sombras en la bajamar”, donde la muerte es un estadio, lo que hay después del postre y la copa, cuando ya no hay problema para reservar mesa en el restaurante italiano donde trabaja el protagonista. Un ciego que vende cupones y cabalga en un caballo blanco. Sabe de su color por la forma en la que trota. Porque José Luis Rodríguez García era poeta y filósofo. Su manera de estudiar la vida tenía mucho de lírica. Así que los ojos de Vidal tenían que ser azules. Como los de Geoffrey Firmin en “Bajo el volcán” de Malcolm Lowry. Y los del protagonista recuerdan a los de Arturo, una de las sombras de “Al final de la noche”, una de las mejores novelas de José Luis Rodríguez García. El final de la noche está en el mismo lugar donde se erige la playa de “Sombras en la bajamar”. Y el ciego pregunta: ¿De qué color es la sombra? Piensa en sombra y en luna, pero no hay nada de eso, todo lo cubre la niebla. Escribe el autor: “Lo que se pierde jamás se recupera/es como estornudar/todo se va al carajo”.

La novela juega con algunas referencias pulp, como si quisiera despedirse con un toque ligeramente gamberro: Roberto Alcázar, Portugal, la ambientación de la novela fallida de Ray LorigaZa Za, emperador de Ibiza”, Orson Welles, Jim Morrison o Babe Ruth. O esa afición por el coleccionismo que aparece, como un siluro curioso, cada cierto número de páginas.

Ya he hablado de la espuma de las olas invernales, como resto de la tos de las sirenas enfermas. Una sucesión de nombres de mujer. Recuerdos. Todos quieren huir, al Brasil, a Nueva York, a Barcelona, a Buenos Aires. Vidas infrautilizadas, almas a las que se les acaba la batería y sus cargadores están estropeados. Un tiro en la cabeza, los personajes de Samuel Beckett en “Final de partida”, enterrados en la arena de la playa, dentro de sus toneles.

El Mediterráneo cierra. Cerró hace quince años, como Vidal, como un número de teléfono que la compañía ha cortado. La muerte y el final del verano. Todo es un suicidio, pero también un recuerdo. El ámbar. Como la otra sombra de “Al final de la noche”, como las “Sombras en la bajamar”. Un maestro que se marchó dejando este pequeño tesoro que, ahora, como el Rodrigo Fresán de Canciones Tristes, nos permite visitarlo una y otra vez al leer el libro. Cito, para terminar: “Es lo bueno de las huellas/en la nieve./Terminan por desaparecer”.

Algunas palabras sobre Tu piel es la galaxia de Jose Domingo (Autsaider Cómics,2022)

Fotonovela y disco. Instantáneas y canciones con ritmos de Corosimo y los Saicos. No se puede pedir más. Editado por Autsider Cómics, uno se encuentra en plenos setenta, cuando la Teoría de Conjuntos quería explicarlo todo y acabó siendo fragmentos analógicos con los que montar videoclips caseros. Un espejo, la soledad, el vacío, la filmación, una versión aséptica de «Doble cuerpo», películas de Andy Warhol, metraje y más metraje recopilado por Morrissey. Paul, claro. Un Super 8 en mitad de la habitación. Recuerdos del futuro.

En la calle dejarse atrapar es una vulgaridad, desmenuzar tu rostro como si fuera una manera de recoger los restos del tiempo: los edificios vuelven a ser colmenas pequeñas donde poder mirarte, esconderte, buscar el reflejo en los agresivos mutados que se esconden tras las ventanas de una ciudad que siempre está durmiendo. Y escuchas las canciones, escuchas «Tu piel es la galaxia» y te das cuenta de la belleza que ha construido Jose Domingo. Una fotonovela que desmenuza tu rostro, un sentir que cada acción que realizas es única. Fotonovela de plata, de extraterrestres sacados de una década perdida y devueltos, con el sonido de violines, al interior de una historia del Dr. Alderete. Cómo suena la guitarra, el fuzz, el pedal, la psicodelia andina.

Y si el disfraz ya no asusta y si mi aspecto no hace cambiar a la gente de acera, abandonar el vagón, moverse de su asiento… entonces no has logrado tu objetivo. Un libro, una fotonovela, un bolero, todo es tan sugerente que emociona. Con esa sensación de lejanía, de momento íntimo, «Todo lo que dices está bien», claro. Las fotos son ambientes detenidos, urbanidad infame, construcciones y arquitectura olvidada.

«¿El albergue de un maniquí abandonado es un escaparate encendido toda la noche en una tienda de ropa en mitad de los ochenta? ¿Sigue sucediendo eso en las ciudades? La luz no parpadea».

Pienso en Javier y en Antxon, en Helena, pienso en los miniaturistas, en Brian Duffy, artistas de la foto fija, del negativo, de la película comprada y a punto de caducar.

«Fue entonces cuando descubrí que mi sombra tenía miedo. Tenía dedos de plata, como en la canción de «La luz». Vértigo y altura, ¿y si la sombra está asustada? ¿La vas a dejar atrás? No, salta con ella. ¿Dónde está el agua? Solo veo los antiguos coche que circulan por la ciudad de la furia».

Matemáticas y simetría. Urbanismo euclídeo. Ya he hablado de eso antes. Paz, celdillas encendidas, televisor sin antena, electrones chocando contra la pantalla, canales olvidadas al final de la numeración que marca el mando a distancia. Rostros de almas muertas que se superponen en esta fiesta de los maniquíes. Si los miras directamente dejarán de bailar.

Separación de cuerpo y perplejidad, separación de alma y carne, de tiempo y espacio, ¿qué segundo atrapa el instante entre hoy y mañana?

«Quizá al dormir escapes. Eliges no vivir, pero no quieres la muerte, así que solamente te queda el sueño. Dormir y soñar es un estadio parejo, cercano al salto, a destrozar el vidrio del espejo. ¿Me sigues? Luces de reflejo, tú, el que está ahí, ¿eres feliz? ¿Y tus padres? ¿Siguen vivos? ¿Les hablarías de mí? Me vale cualquiera de los recuerdos que tengas».

La estética de Holy Motors de Leos Carax. Un instante. No pido más. La zona intermedia de Berlín, el futuro con el que soñaba Ian Curtis, el papel albal, David Lynch en su asignatura de astronomía acústica. La canción «Aguas».

Un fugaz recuerdo de la peluca y las gafas de sol. El papel, sí, ahora lo recuerdo, la canción de Charly García, «Plateado sobre plateado». Volvemos al principio. Candy Darling envolviendo en plata las paredes de la Factory. Píldoras y más píldoras. ¿Y si ellos eran quienes queríamos ser? Estoy en una ciudad construida a base de los sueños de otras ciudades, de los restos que se derrumbaron y nadie recogió.

Ellos llaman y yo, hago fotos de los libros que nadie entiende. Televisión, esquinas, recuerdos de la geometría aprendida en una parada de autobús escolar. Medicación. ¿Sueños, sonidos? ¿Son los mismos en equilibrio o se desplazó la química? Fotonovelas que «Pintan calaveras». Restos revelados en lugares perdidos. Sonidos en cintas analógicas cuando las llamadas se hacían en alta fidelidad.

Mi padre en la UCI, su corazón, Richard Feynman explicando los misterios del mundo con un lápiz del número dos y unas hojas de papel amarillo. ¿Recuerdas de lo que hablamos al principio? No era rebeldía, ni nigromántico, ni folklórico. La conquista del espacio. Ellos usaron un número exacto. Necesario. Ellos nos tenían el cariño de la imitación. Uno por uno. Ahora, que se nos separan, descubrimos que el sol, la luna, la noche y el día, todo les obedece. Solo nos queda escapar bajo el mar.

Manual de estilo de Camellos (2022)

Camellos son la esencia pura de la calle, de la pandemia que abusa del más débil, atrapados en la memoria de un septiembre que nunca llegará, cantan con Josele Santigo en el tema que abre el LP, el magnífico «Cambios de humor«, autos de choque con monedas de cinco duros, antes lo evitaba, ahora lo busco. Me estoy adelantando. Pero hay problemas que uno no puede tener, si llega «La hora llorar«; mejor que te pillen las plataformas que se dejaron los Stukas la última vez que se pasaron por el piso de Cuatro Caminos, un libro de Haro-Ibars en la Cuesta de Moyano y un joint con las hojas del Monográfico.

«¿Has llamado ya a tu mamá? Porque mi padre era uno de los Temptations, ¿y el tuyo? «Compañero de piso», ¿Dónde guardas el perico, fray? Problemas del primer mundo en una urbe que se devora a sí misma. Empezando por los pies y antes de quedarse calva».

Entre el Lou Reed de 1974 y el fantasma de Pepe Risi fraseando contra una pared de La Elipa llega «Suena bien«. Nunca olvidemos que las guitarras de los Rolling Stones las tocaba mejor La banda trapera del río desde los años ochenta. Ven aquí y te lo demuestro. Voz, guitarras y sección rítmica, un parque, un mechero, las sustancias que elijas. Venimos de «Adicciones», donde ya nos han prometido que a los cuarenta lo dejo. Yo tengo 44 y solo tomo lo que viene con receta. Aunque a veces quede en los rincones algo de polvo que pide una aspiradora a gritos. Pero eso es otra historia, muchachos. En el paquete de Camel sale un dromedario, España nos roba. Pues cómprate un arma más grande. Edita, claro, Limbostarr.

Algunas palabras sobre Clase baja de José Antonio Conde (Los libros del gato negro,2023)

José Antonio Conde es un poeta puro, superviviente, es auténtico en su literatura. José Antonio ofrece acero y piedra, lírica de cincel y amistad, de mundo y herencia. Los que disfrutamos con su “Cuenta atrás”, editada también por los Libros del Gato Negro, esperábamos esta nueva entrega, este nuevo pilar en la estructura armoniosa sincera de su poesía.

Y no decepciona. No decepciona porque abre con Julio Antonio Gómez, con su corazón de pan y justicia y con el oro de la pobreza de Mariano Esquillor, versos atemporales de una poesía social, una poesía atrapada en etiqueta, merecedora de una presencia continuada y agreste. Provocadora en tiempos de abulia y plataformas a la carta. Dice que este es “El testimonio de una deriva/el naufragio de un linaje” y que el sol marca de cruces y realidad la piel, haciendo de la ceniza el resto del fuego, todos evitamos el infierno a pesar de nuestra condición de ángeles caídos: “El sacrificio está en ruinas, /es el lenguaje de los escombros/un antiguo derecho/sometido al desaire”. Un plato caliente, una pava que se desmenuza, la marcha que revienta antes del treinta. O del treinta y uno. Si el famoso pan de los domingos alimentara, habría colas en las iglesias, pero no trigo y talentos son metáforas que de tinta se expanden, burlonas, sobre las escrituras: “Se levanta muy temprano/para escribir apócrifos en la ventisca, /como el que limpia de escarcha su abrigo/y se queda tan fresco”. Cafeína como gasolina para el mundo. Leche y azúcar. Las polillas de la avaricia se acomodan alrededor de las monedas y ya solo nos queda ver, poeta: “ver como los míos/recogen su esperma/y se van por los bazares/a malvender nuestra genealogía”. Puño purgado y hecho hombre.

Toda la rabia es herencia, es mal uso del viaje, cuando no existe destino: “Donde el padre de mi padre/todavía sigue en el surco”. Son las raíces que confunden la tierra con el asfalto: “nuestra cruzada llega/hasta los polígonos industriales”. Tiene el hueso lleno de rabia, duro y resistente, no habrá frío de vivir que lo atraviese. La máquina es el conjunto de engranajes que no permiten respuesta, la marcha atrás en la dignidad: “el dulce aliento de arrastrar la ley/como una tos crónica que se extiende/hasta los patios de la boca”. Es el tabaco, el coñac, el sol y la sombra, el polvillo mortal del asbesto, ahí, donde el descanso es, también, una forma escondida de enfermedad y muerte. La revuelta que comenzó se ha terminado, con una prima por el empate, seguir la vida como si no pasar nada, sea vil o sea silenciosa, el único contrato indefinido: “la estabilidad y la compostura, /todo en la intimidad de un motel”.

«Decía el ángel Simón que el metal se convierte en pobreza, que eso será bueno, tendrá el mismo carnet el sindicalista que el director general, las acciones son dinero vacío, como la vida una corriente de agua sucia, que se mueve, desde la presa hasta el estanque y, ahí, se ahoga: “Judas sobrevive a la reconversión”. Un turno de noche, los ojos que pesan, los vástagos que no te reconocen, aspirar a dejar en herencia un horario mejor, dicen que llegará un primero de mayo, pero el poeta solo ve cómo “escupen sangre en las aceras, en los cajeros automáticos, /contemplando el desesperar/el infame tamaño del precipicio”.

Recorrer el cinturón de metal y legañas de Zaragoza, de Ranillas a Cogullada, allí donde el fuego es tímido, y la dignidad se acaba como el tabaco. El sol amanece en horarios desangelados, busca a los trabajadores, los lleva desde los almacenes hasta la rutina: “Aquí amanece temprano:/el sol se atreve solo con los más pobres”. En Aceralia las chimeneas exhalan un sudor de óxido, uno hay más musgo que el que crece, enfermedad mohosa, en los pulmones. Él, al que el poeta recuerda, no tiene más medalla que la sirena que avisa del final de la jornada.

Algunas palabras sobre La voz impresa de la Movida de Matías Uribe

El mito de la prensa musical española, Matías Uribe, recopila en un libro las entrevistas realizadas a los distintos grupos que pasaron por Zaragoza por los años de «La Movida». Una revisión ochentera de periodismo de trinchera, cuando las noches del músico y el plumilla se cruzaban, cuando no solo había reseñas, también existían las críticas y, muchas veces, provocaban la ira de los artistas. El crítico, el que tenía criterio, el que había escuchado todo. El libro solamente se puede conseguir en la principal plataforma de venta online y el texto que hoy presentamos en Motel Margot está sacado, en su mayor parte, de la edición impresa del suplemento Artes&Letras del Heraldo de Aragón.

Por supuesto no podía faltar la doble selección musical (éxitos y rarezas) de las bandas y solistas presentes en el libro: Primera parte y Segunda parte

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Algunas palabras sobre LOS RODRÍGUEZ Sin documentos de FOUCE, HÉCTOR / DEL VAL, FERNÁN (Sílex Ediciones,2023)-segunda parte-

aquí la primera parte

Seguimos en el camino, seguimos escuchando, saboreando, encontrando las claves básicas y las menos conocidas de la grabación de Sin documentos y el excelente libro que Sílex ha publicado sobre la obra, escrito por Héctor Fouce y Fernán del Val el año pasado. Dejamos en la primera parte a una banda acabando las canciones, una banda que tenía el éxito en varios temas y la eternidad en otros. Pero también una banda que se deshacía con el dinero y la fama golpeando en la puerta. Sigamos el camino. De Madrid a Buenos Aires y vuelta otra vez.

En las dedicatorias Miguel Abuelo. Miguel Ángel Peralta. Y Albert King. Y el primer Bob Dylan, el Dylan que comenzaba a fluir entre la juventud española, impregnando los libros… y también Guille Martín, el primer bajista, que se acabaría convirtiendo en la diestra de Andrés en sus años solistas (además del resto de bajistas: Daniel Zamora y Candy Caramelo). Y Alfonso Pérez, el tipo que fue capaz de darlo todo por ellos.

Después del lanzamiento: las reseñas

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Algunas palabras sobre LOS RODRÍGUEZ Sin documentos de FOUCE, HÉCTOR / DEL VAL, FERNÁN (Sílex Ediciones,2023)-primera parte-

Desde Sílex ediciones se lanzan a la aventura arqueológica, pop, necesaria, de recuperar la historia detrás (y delante y, sobre todo, dentro) del capital disco Sin Documentos de Los Rodríguez. Con la mano exquisita de Héctor Fouce y Fernán del Val, se analiza la situación histórica que provocó que la banda hispano-argentina redefiniera un cambio de siglo a base de multitud de electricidad especiada. Desde otra mirada, desde los ojos subjetivos de los distintos huéspedes del Motel Margot vamos a recordar qué pasaba en la piel, los pulmones, el corazón y, a veces, la nariz, de los duendes que poblaron el alma de aquellos genios y cómo influyó en su carrera posterior, tanto grupal como solista. Vengan con nosotros en este viaje, en este recuerdo.

Con un Calamaro dispuesto a volver a la Argentina. Con unas maquetas en cintas TDK. El horno todavía está caliente en Buenos Aires y, además, los tiempos de los apagones en los estudios Panda parecen haber terminado, Alfonsín ha sido sustituido por Ménem (una pequeña errata en el libro sitúa la fecha en 1999, cuando, evidentemente, son diez años antes) y estamos en los años de la paridad, la falsa sensación de euforia. Fito Páez, el tecladista de Charly, con una irregular carrera solista como la de Andrés ha vendido millones de discos con “El amor después del amor”. Andrés graba su parte vocal en “La rueda mágica”, con García al lado. Se da cuenta de que los solistas funcionaban, el Plan Austral moría, los dólares, las pesetas, el peso. Fito y Cecilia se gastaban cien mil pesetas en una tarde comprando ropa sin salir del hotel.

A Calamaro, tras los años en el rancho de Ariel en el mejor barrio de Madrid, comiendo pasta, ligando con muchachas de Malasaña, ejerciendo de Peter Pan castizos, le empezaba a cansar. Se daba cuenta de que en España no había estrellato. No había estrellas del rock. Y él quería trajes de Armani y quería Nueva York y Miami. Quería el sushi y el champán con el que calentaban Cerati y compañía antes de ponerse duros con la Merluza. En la valija, acabada la relación con Pasión (discográfica de la que hemos hablado mucho en Motel Margot, por su magnífico catálogo, desde Más Birras hasta Antonio Vega y con el olfato de publicar el primer LP de la banda, “Buena suerte”) buscan su sitio.

Como confiesa Andrés a Nathy Peluso: “Éramos demasiado viejos y demasiado yonquis” y ella se ríe, a lo que Calamaro añade la coda: “Cosa que era formalmente cierta”. En Pasión las adicciones estaban presentes, pero los noventa no entendía de confrontación puritana. Pero Alfonso Pérez, que había vendido DRO a Warner, pero seguía siendo el tipo que levantó GASA, que le hizo el aguante a Corcobado, que escribió letras para su mujer en Esclarecidos, que tenía a un miembro de Alphaville sentado junto a él en el despacho, recibe la cinta del mánager el día de antes de Navidad (ojo al guiño con la canción “Parte del aire” incluida en el disco “La, la, la” que grabaron conjuntamente Luis Alberto Spinetta y Fito Páez en 1986).

Todos conocen la historia, de Alfonso Pérez, la cinta, las compras, el contrato, el cara a cara con Warner, de aquí no me bajo. La mañana del 24 de diciembre. La valija de Andrés, Aerolíneas argentinas. La maqueta, la maqueta de “Algo se está rompiendo”. Una demo que ya suena a canción. Las Grabaciones Encontradas, el Hornero Amable. Y toda la mitología del disco, de la historia, tiene su momento cumbre en el encuentro de Ariel, Andrés y Alfonso en Café Gijón, donde Francisco Umbral protegía su perennemente irritada garganta mientras atravesaba Madrid, hambriento de cuchillo, manzanas y leche. Un disco gestado en el Café Gijón, un disco robado a Buenos Aires.

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