José Antonio Conde es un poeta puro, superviviente, es auténtico en su literatura. José Antonio ofrece acero y piedra, lírica de cincel y amistad, de mundo y herencia. Los que disfrutamos con su “Cuenta atrás”, editada también por los Libros del Gato Negro, esperábamos esta nueva entrega, este nuevo pilar en la estructura armoniosa sincera de su poesía.
Y no decepciona. No decepciona porque abre con Julio Antonio Gómez, con su corazón de pan y justicia y con el oro de la pobreza de Mariano Esquillor, versos atemporales de una poesía social, una poesía atrapada en etiqueta, merecedora de una presencia continuada y agreste. Provocadora en tiempos de abulia y plataformas a la carta. Dice que este es “El testimonio de una deriva/el naufragio de un linaje” y que el sol marca de cruces y realidad la piel, haciendo de la ceniza el resto del fuego, todos evitamos el infierno a pesar de nuestra condición de ángeles caídos: “El sacrificio está en ruinas, /es el lenguaje de los escombros/un antiguo derecho/sometido al desaire”. Un plato caliente, una pava que se desmenuza, la marcha que revienta antes del treinta. O del treinta y uno. Si el famoso pan de los domingos alimentara, habría colas en las iglesias, pero no trigo y talentos son metáforas que de tinta se expanden, burlonas, sobre las escrituras: “Se levanta muy temprano/para escribir apócrifos en la ventisca, /como el que limpia de escarcha su abrigo/y se queda tan fresco”. Cafeína como gasolina para el mundo. Leche y azúcar. Las polillas de la avaricia se acomodan alrededor de las monedas y ya solo nos queda ver, poeta: “ver como los míos/recogen su esperma/y se van por los bazares/a malvender nuestra genealogía”. Puño purgado y hecho hombre.
Toda la rabia es herencia, es mal uso del viaje, cuando no existe destino: “Donde el padre de mi padre/todavía sigue en el surco”. Son las raíces que confunden la tierra con el asfalto: “nuestra cruzada llega/hasta los polígonos industriales”. Tiene el hueso lleno de rabia, duro y resistente, no habrá frío de vivir que lo atraviese. La máquina es el conjunto de engranajes que no permiten respuesta, la marcha atrás en la dignidad: “el dulce aliento de arrastrar la ley/como una tos crónica que se extiende/hasta los patios de la boca”. Es el tabaco, el coñac, el sol y la sombra, el polvillo mortal del asbesto, ahí, donde el descanso es, también, una forma escondida de enfermedad y muerte. La revuelta que comenzó se ha terminado, con una prima por el empate, seguir la vida como si no pasar nada, sea vil o sea silenciosa, el único contrato indefinido: “la estabilidad y la compostura, /todo en la intimidad de un motel”.
«Decía el ángel Simón que el metal se convierte en pobreza, que eso será bueno, tendrá el mismo carnet el sindicalista que el director general, las acciones son dinero vacío, como la vida una corriente de agua sucia, que se mueve, desde la presa hasta el estanque y, ahí, se ahoga: “Judas sobrevive a la reconversión”. Un turno de noche, los ojos que pesan, los vástagos que no te reconocen, aspirar a dejar en herencia un horario mejor, dicen que llegará un primero de mayo, pero el poeta solo ve cómo “escupen sangre en las aceras, en los cajeros automáticos, /contemplando el desesperar/el infame tamaño del precipicio”.
Recorrer el cinturón de metal y legañas de Zaragoza, de Ranillas a Cogullada, allí donde el fuego es tímido, y la dignidad se acaba como el tabaco. El sol amanece en horarios desangelados, busca a los trabajadores, los lleva desde los almacenes hasta la rutina: “Aquí amanece temprano:/el sol se atreve solo con los más pobres”. En Aceralia las chimeneas exhalan un sudor de óxido, uno hay más musgo que el que crece, enfermedad mohosa, en los pulmones. Él, al que el poeta recuerda, no tiene más medalla que la sirena que avisa del final de la jornada.