Cuando uno debería estar preparando el listado de los mejores discos del año me encuentro retomando la escucha de una de esas producciones que se me habían quedado por el camino, uno de esos discos que tiene magia de frontera, intensidad autóctona y letras sugerentes y que, por razones ignotas y corruptas, se habían quedado en un pequeño limbo. Repetidor sigue cocinando buenas propuestas, con el eclecticismo por bandera, con un catálogo que se sostiene siempre por la personalidad de sus intérpretes y compositores. Intuición, el nuevo disco de Fajardo, son ocho temas de sonoridad orgánica, de lamento preciso, que satisfacen distintos apetitos, todos exigentes, todos con gustos libertinos, casi tabernarios.
Abre el disco con un poco de frontera, algo entre bolero de pubis, con la imaginación de la eternidad, dioses primordiales, un muro de instrumentos que escapan a lo uno espera de un compositor español. Los arreglos de Deidad son celestiales en lo pagano, con violines de esos que harían correr el maquillaje de Bob Dylan en 1975. Intuición es una agonía de cuerda y garganta, con esa manera de llevar el sonido del jardín perdido al modo de aquel secreto del Río de la Plata llamado Pequeña Orquesta Reincidentes.
«Violines y acordeones son instrumentos cargados de sensibilidad y un punto narcótico, como en Accidentes, donde la escuela escocesa nos recuerda aquella frase de Félix Romeo, en uno de sus cuentos, donde identificaba la belleza de Low con el ruido de las varillas que limpian de agua el cristal del coche. En el camino la muerte y el sueño pueden llegar a confundirse».
Cada encrucijada esconde un demonio y una guitarra de segunda mano enterrada para el primero que llega. El cierre de la primera cara del vinilo llega con una guitarra criolla que suena a chispa, a hoguera que despierta en mitad de la noche, a la uñas de la luna rasgando la oscuridad como si fuera una pizarra, Geometría/geología no necesita más poesía que la de la melodía, que el violín que abraza a una voz cuando la mitad es el comienzo, una cinta sincrética, donde el canto de la mina se mezcla con el folk de tiralíneas de un acordeón. La fuerza de Fajardo en la voz nos recuerdan a un poseso dispuesto a dar comienzo a una nueva fe. Los rezos van de parte de cada uno.
La cara B del disco, Volcán tiene algo de arranque sagrado, de percusión animista, como una mala semilla que explota en ceniza. Hay un gradiente de densidad entre la piel y la cuerda. De ese lugar, de ese bombo hay un foco sobre el sagrado panteón de Warren Ellis, afilando el colmillo con las cuerdas de la viola y esos coros afónicos, coros que son eco, como la ceniza se puede confundir con nieve y hacerte llorar. Uno de los temas del disco, quizá el más evocador, nigromancia del amor. Después de la lava llega Aprender-desaprender con el acero sobre las cuerdas, las teclas en el pantano, la sacudida de los metales, el vodevil de los muertos vivientes que saludan a la Santa Compaña. Una especie de nana para alimentar el comienzo de Salitre, la voz tratada entre el juguete y el abandono, el candor del asbesto, las cajas de música sonando en mitad de la noche sin que nadie les dé cuerda, cerrar con sal y alquitrán las promesas incumplidas. Una belleza instrumental, una manera de sanar heridas sin miedo al dolor. El cierre para uno de los discos del año es Tindaya, guitarra, piano, espacio abierto entre la reflexión y el cierre, el desierto español tiene más piedras que arena, más soledad que sol, ¿Qué lugar es ese que buscas? Tiene nombre de olvido y sabe a cecina de ángel.
«Fajardo ha grabado un disco que suena como el sueño inquieto de Nick Cave, como el guiso especiado de Because of Ghosts o la suavidad de la laguna donde habitaba Spinetta y su encarnación como Invisible. Fajardo es parte del jardín de los presentes, del desierto de los ausentes».