Es muy complicado adentrarse en un libro póstumo, más todavía si se trata de un autor polifacético, un verdadero amanuense de la palabra escrita como José Luis Rodríguez García.Editado por Comuniter, quizá lo único que salve al lector sea la belleza intrínseca que acompaña la sencillez de la historia. José Luis Rodríguez García se despidió de la literatura creando su propio paraíso, sus Islas Marquesas, allí donde la playa descansa en invierno y la espuma de las olas es ceniza del penúltimo cigarrillo. “Sombras en la bajamar” es un libro de adioses, una historia que transcurre en la parte de atrás de los lugares destinados al turismo, esos espacios desconocidos para el visitante, allí donde sobreviven los oficios básicos, donde crecen los jóvenes, donde los yonquis se intoxican y los camareros descansan entre turno y turno. Mientras uno lee la historia va tomando notas, anotaciones entre las líneas de su autor. Un personaje principal, huido de su propia existencia, acumulando olvido como su padre acumula colecciones y novelas inéditas, un protagonista que habla de farmacéuticas obesas que se llevan al límite con la gula como su amante lo hace con los narcóticos. Durante un instante enhebro un par de ideas sobre el existencialismo en el siglo XXI para escapar hacia delante, dejarme atrapar por la lírica de los más básico: arena de playa, empleos agotadores, rostros que se intercambian.
Siniestros personajes que son paracaidistas en la localidad; cigarrillo en la comisura de los labios, whisky y soledad. Vidal, el otro foco de la novela, no necesita bañarse en el agua del mar. Su lugar es el lugar donde el tiempo se termina. Y recibe la visita de su hija, icono de sensualidad, y de su mujer, ejemplo de elegancia. Es como si José Luis Rodríguez García quisiera atrapar en ámbar las piernas de la Nouvelle Vague y los peinados del Free cinema entre los diamantes enterrados en sus recuerdos.
«Pienso en mis abuelos, a finales de los sesenta, de los primeros veraneantes en Salou. Habitando su bungalow desde el comienzo de la Semana Santa hasta el final de las fiestas del Pilar. Ellos contemplaban el círculo de la vida en el pueblo de la costa, cuando se apagan las luces de las ferias, se encienden las estufas de gas y los trenes reducen su frecuencia en la estación».
Un poco de belleza se escapa entre las rendijas, aquel Carmine Falcone de “El largo Halloween” de Joseph Loe y sus hija y toda la galería de sospechosos en azules y negro. Ese es el color de “Sombras en la bajamar”, donde la muerte es un estadio, lo que hay después del postre y la copa, cuando ya no hay problema para reservar mesa en el restaurante italiano donde trabaja el protagonista. Un ciego que vende cupones y cabalga en un caballo blanco. Sabe de su color por la forma en la que trota. Porque José Luis Rodríguez García era poeta y filósofo. Su manera de estudiar la vida tenía mucho de lírica. Así que los ojos de Vidal tenían que ser azules. Como los de Geoffrey Firmin en “Bajo el volcán” de Malcolm Lowry. Y los del protagonista recuerdan a los de Arturo, una de las sombras de “Al final de la noche”, una de las mejores novelas de José Luis Rodríguez García. El final de la noche está en el mismo lugar donde se erige la playa de “Sombras en la bajamar”. Y el ciego pregunta: ¿De qué color es la sombra? Piensa en sombra y en luna, pero no hay nada de eso, todo lo cubre la niebla. Escribe el autor: “Lo que se pierde jamás se recupera/es como estornudar/todo se va al carajo”.
La novela juega con algunas referencias pulp, como si quisiera despedirse con un toque ligeramente gamberro: Roberto Alcázar, Portugal, la ambientación de la novela fallida de Ray Loriga “Za Za, emperador de Ibiza”, Orson Welles, Jim Morrison o Babe Ruth. O esa afición por el coleccionismo que aparece, como un siluro curioso, cada cierto número de páginas.
Ya he hablado de la espuma de las olas invernales, como resto de la tos de las sirenas enfermas. Una sucesión de nombres de mujer. Recuerdos. Todos quieren huir, al Brasil, a Nueva York, a Barcelona, a Buenos Aires. Vidas infrautilizadas, almas a las que se les acaba la batería y sus cargadores están estropeados. Un tiro en la cabeza, los personajes de Samuel Beckett en “Final de partida”, enterrados en la arena de la playa, dentro de sus toneles.
El Mediterráneo cierra. Cerró hace quince años, como Vidal, como un número de teléfono que la compañía ha cortado. La muerte y el final del verano. Todo es un suicidio, pero también un recuerdo. El ámbar. Como la otra sombra de “Al final de la noche”, como las “Sombras en la bajamar”. Un maestro que se marchó dejando este pequeño tesoro que, ahora, como el Rodrigo Fresán de Canciones Tristes, nos permite visitarlo una y otra vez al leer el libro. Cito, para terminar: “Es lo bueno de las huellas/en la nieve./Terminan por desaparecer”.