«Canciones Inexplicables 2001-2009» de Nacho Vegas (Limbo Starr, 2023)-primera parte-

No se puede medir el tiempo en canciones. Pero lo intentamos. Miro a mi alrededor. La química sigue. Es distinta. Los abrazos han envejecido, los abrazos han rejuvenecido. Ya no somos inconscientes y eso nos asusta. Pero siempre quedará Nacho Vegas. Para darnos cuenta de que fue grande. De que nos hizo sentir mejor. De que, con él y con Limbo Starr, volvimos a creer en el pop, en la poesía, en el instante detenido. ¿Te lo creíste entonces? SÍ. No voy a mentir. Nacho Vegas fue el comienzo del siglo. Fue el humor y la toxicidad, la risa y el humo. Luego, después, no es su problema, ni el tuyo. Por eso encontrarme este recopilatorio (valiente y con un punto de fan aleatorio) me ha llevado a lugares donde no recordaba haber estado. Pero cuando he regresado, me he dado cuenta de que estuve muy bien.

Estas son las canciones. Estos son los recortes. Esta es parte de la vida. «Canciones Inexplicables 2001-2009» de Nacho Vegas

En la sed mortal: abrir el recopilatorio con el piano, con el susurro de los mosquitos. Ya os lo he contado. O quizá no, han pasado muchos años. La letanía me llegaba hasta ponerme el alma tan dura que no sabría explicarlo. Porque veníamos de pensar que Nacho Vegas iba a ser el mesías y, además, entregaba como los grandes, un disco doble. Porque se le caían las chutas, la plata, las cuerdas sin afinar, porque se le caían las canciones. Esperábamos a Nacho Vegas, quería saciarnos de vida al límite, estúpidos prototipos de alcohólicos, fanzineros con vocación de funcionarios. En el número 8 de Confesiones de Margot, Alberto Navajas firmaba una entrevista con él, acababa de aparecer Miedo al zumbido de los mosquitos, donde el órgano se colaba, el hammond que era más de Jacques Brel que de Gram Parsons. No sé si eran las escaleras del Morrison o las de la taberna Alice Kyteler, pero sí que fue El Pibe Daniel el que me pasó los dos cedés, tostados. La letra de Dani, el Pibe Daniel, el gran pinchadiscos. Excesivo, así, sin más. 2002. No sé si había vuelto ya de Buenos Aires o estaba por marcharme. No creo que sea importante. Sí que había conocido la plata en las manos temblorosas de Andrés Calamaro, El salmón tenía dos años y Honestidad Brutal alguno más.

Que te vaya bien, Miss Carrusel: todo comenzó con Patricia. Pati, que era la que estaba en la vanguardia, ella sabía. Ella me dijo: «escucha, escucha esto, Octavio». Y la mandolina de la señorita Carrusel. La versión de Fare Thee Well, Miss Carrusel de Townes Van Zandt. Yo tenía que irme, tenía que huir, se había acabado la fe, no había nada, se había evaporado Ray Loriga. Leíamos a Barry Gifford. No, en realidad yo leía a Gifford, leía «Gente nocturna» en la edición de Plaza y Janés, en la serie Mayor. Sí, la de tapa dura, la tapa negra, la de Loriga, Prado y Romero. Pero qué tiene que ver Van Zadt con Gifford.

Tiene que ver con que me compré “Seis canciones desde el norte” donde Barry Gifford surgía en toda su plenitud, después de Miss Carrousel llegaba Baby Cat Face. Fuimos a verlo con Irene Tremblay (Aroah) de telonera en La Casa del Loco el 30 de noviembre de 2001. Fui con los Margot. Lo vi tocar en su primera gira, fascinado por su narrativa, por su actitud hiératica y trascental. Supongo que estábamos todos atiborrados de malditismo, de Nueva Orleans, tú y yo. Veníamos, permítanme la enumeración, de las botas de piel de serpiente, de las chupas de cuero y el último tupé de Nicolas Cage en «Corazón salvaje», venía de comprarme el cedé y de escuchar Baby Please Don’t Go de los Them en la voz de Van Morrison, veníamos de David Lynch y Baladamenti.

«Pero también veníamos (o venía) de «Perdita Durango» dirigida por Álex de la Iglesia, con Romeo «El santero» (aún no estaba Martín Mantra en mi vida) y con Rosie Pérez haciendo de Perdita. Isabella Rossellini y Rosie Pérez eran, a la vez, Perdita Durango y, a pesar de todo, el mundo parecía tener sentido. Y con Screamin’ Jay Hawkins. Como había estado Harry Dean Stanton en «Corazón Salvaje», después de recorrer el desierto desde París hasta Texas. Pero también, y esto prometo que es lo último, compré en un VIPS, sí, en un VIPS, la biografía de Jack Kerouac escrita por Barry Gifford. Estábamos en el alambre y parecía que, esta vez, Nacho Vegas sería el encargado de darnos el empujón».

Cosas que mueren bajo el sol: de las mismas sesiones que «Actos inexplicables» aparecido como inédito en un recopilatorio de RockDeLux. Yo coleccionaba rarezas, mi vida era una rareza, hacía mezclas con versiones imposibles, era una paradoja. Me gustaba lo ajeno. No estaba conforme con lo que traía en el bolsillo. ¿Una papela? No, era más de bourbon. Cómo bebía, cómo acabó doliendo. Un compositor que escribe y graba semejante cantidad de temas en un periodo de tiempo tan corto demuestra una especie de contención seminal básica. «Hasta los perros se ponen tristes después de eyacular».

Añada De Ana La Friolera: estoy recorriendo con el dedo índice mi vida. Y la de Nacho. Y los años de la química y el alcohol. Y los fanzines. Y el sexo y el fracaso. Esperábamos a Nacho Vegas, quería saciarnos de vida al límite, estúpidos prototipos de alcohólicos, fanzineros con vocación de funcionarios. Veníamos, repito, de hacerle una entrevista en un fanzine que vendíamos a un euro con una mixtape grabada en uno de esos ordenadores pentium. Alberto Navajas y Patricia Estevan. Ellos sabían de qué iba aquello antes que nadie.

Las inmensas preguntas: En Zaragoza, en Zaragoza, estaba El Mar de Dios y el Bacharach, estaba El Páramo y el Azul, el Zorro y la Casa Magnética. Y yo hablaba con Luis Díez, el pintor, de los tiempos anteriores, de los años perdidos. Del Monográfico, el pirata de Nick Cave en el que hace una versión enferma de All tomorrows parties que me enseñó el pintor Luis Díez. Él también estaba en el ajo. Nos gustaba Julio de la Rosa, nos gustaba Limbo Starr entero: no podía dejar de escuchar el primero disco de Abraham Boba, el de las «Hermanas Sánchez«, escribí un libro con ese disco, caminé a un trabajo cada tarde, con reseca, con tabaco rubio light, con orfidal, con café. Boba acabó siendo teclista de Nacho Vegas y de Julio de la Rosa. No sé en qué orden, la verdad. Las preguntas que nos hacíamos las contestaba Limbo Starr aquellos años. He saltado de mi vuelta de Buenos Aires hasta la Expo de Zaragoza. Entre medio empiezo a escribir en serio. Empiezo a besar en serio. A quemar pitillos y quemar relatos. En la Lata de Bombillas, en el Fantasma de los ojos azules, ahí se fragua Los Amores Ridículos de Fantasma #3 en 2005. Luego llegará el desembarco de Tachenko y más Abraham Boba y aquel Ornamento y delito haciendo una versión de Boba de «Las masas». Y, mientras, una y otra vez, Nacho, Nachete, con humor, con sapiencia, vidrioso, riéndose de sí mismo. Pero estamos en «Las inmensas preguntas», el EP que la incluye, «El género bobo» tiene la portada de Luis Díez. Aún recuerdo aquel instante. Cuando Luis me dijo que iba a encargarse de la ilustración de la portada.

Canción De Palacio #7: Vamos hacia atrás. Vamos hacia delante. Atrás porque cuando escuché ese tema me di cuenta de que había algo de gloria y sarcasmo, de devoción y maldad en la poesía de Vegas. Abstracta y con un punto de parábola, la salmodia de Canción desde palacio número 7 (tema que abría el EP de Canciones desde Palacio, editado en 2003), era combustible para un millón de poemas. Sigo usándola, sigue en mis mixtapes, en mis cintas virtuales. Un té y una multinacional. Crece y crece, sin acabar de entrar en ebullición. Es más una infusión que un café. En aquel disco, en aquel EP estaba también ese primer acercamiento a la rumba psicótica que era La Canción de Isabel. Volvería sobre el tema una y otra vez, una pareja, el frío, la muerte, la droga, el paro. Se acerca a Bambino, intoxicado. Yo en la fábrica de cajas escuchando y escuchando aquel tema. Una y otra vez. Bambino, por ti y por nosotros, Vegas escribió «La rumba del sabor amargo» que aparecería al año siguiente. Más tarde, en el disco compartido con Enrique Bunbury, incluirían un tema del repertorio clásico de oscuro crooner racial, Bravo. Pero esa es otra historia. Vamos hacia delante, lo he prometido hace unas líneas. Mi amigo, mi hermano Luis Cebrián, apareció un día con un ejemplar de este EP. Un regalo en una época difícil. Ahí estaba siempre, guardado, hoy, mañana, pasado, desde las raíces del palacio acabará por crecer la vida.


Nuevos planes, distintas estrategias: Pronto llegaremos a Marlén y os hablaré del vinilo que recorría los pasillos del hotel Overlook. Nacho Vegas había ido adelantando el maná con dos EP´s, uno detrás de otro, en el año 2005. Las canciones acabarían en su Desaparezca aquí. En este tema había de todo: un guiño a los fans para que siguieran el hilo, una vez más, Kevin Ayers y su disco Shooting at the Moon (de 1970, sonido Canterbury, con Mike Olfield al bajo), había metales y lalala, que llegarían pronto en forma de hermano Panero, había supervivencia. Como si tuvieras ganas de bailar. Como si no estuvieras muerto. 2005 es el año del hospital. Paro un momento, me detengo, vuelvo atrás: no es Kevin Ayers de quien quiero hablar. Quería hablar Ollie Halsall, de otro ilustre español de adopción en los ochenta, que fue capaz de pasar de Soft Machine a tocar a Caetano Veloso puesto de anfetas, producir a Ramoncín y Desperados o ser, sobre todo, un Chatarrero de Sangre y Cielo, la banda con más agujas por vena cuadrada de la historia de nuestra música (quizá hasta la llegada de Manta Ray).

Creo que Desaparezca aquí es mi LP favorito de Nacho Vegas. Vegas metido hasta las cejas en Brett Easton Ellis, utilizando una frase de «Menos que cero» para el título y con temas como “Ella me confundió con otra persona” o “Perdimos el control” que era el bajón de las pastillas naranjas (las que te encendían los ojos y el corazón), “Nuevos planes, idénticas estrategias” o “Perdimos el control”. Un single perfecto (sí, ese del que estáis esperando que hable) y las demás tan bellas que casi dolía cada vez que las escuchabas.

Crujidos: los dos siguientes temas del recopilatorio son parte del último LP de Nacho, el último antes de que empiece a vender el pescado aunque huela un poco, «El manifiesto desastre». Antes de las fotocopias y la política de primero o segundo de rojo. Quizá empezaba a estar limpio. Eso es mejor, es mejor no morir de sobredosis,echar tripa y soltar lugares comunes mientras deambulas por agrupaciones, confederaciones, bocadillos mixtos y distintas cooperativas donde lo que abundan son los piolets. Empieza Xixón. Cuando Pablo und Destruktion tomó Amsterdam de Jacques Brel (pasada por Scott Walker y David Bowie) y cantó al puerto de Gijón habían pasado una docena de años, pero ya llevábamos varios asumiendo que se había terminado lo bueno. O lo malo.

Crujidos es lúcido, es una mandolina con algo de sanación, cristalmina con coros de amor, con renovación de los votos, una moneda, una muchacha rubia: después del disco con Enrique Bunbury y el Verano Fatal con la Rosenvinge, había sintetizadores y percusiones que no habían aparecido por las canciones de Nacho. Se fue de la ciudad, como si fuera una solución, en el juego de la oca, abandona la amapola y pide lirios y rosas. Qué belleza de canción, por cierto. Qué órgano y qué coros. Repaso, claro, quién hace las voces, quién es el ángel, dímelo tú…

Dry martini SA: Escribí en la reseña del concierto de la sala Oasis, la noche que presentaba la Zona Sucia. Dry Martini S.A, una de las pocas concesiones al pasado, aunque fuera al más cercano, sirvió para comenzar a salivar. Un guiño para fieles, Hablando de Marlen, extraída del vinilo, “Esto no es una salida”. Cuando uno puede disfrutar en directo un tema del calibre de Canción de palacio#7, la eternidad se detiene para que uno se tome una bebida espirituosa y descanse dentro de estructuras de cristal. Parece que iba bien encaminado. Imaginas a Paco Marhuenda orgulloso de que Nachete se leyera «La razón» entera. Las esperas en las estaciones de autobuses o en las de los aeropuertos con complejos. Dice Charly García que los amores de verdad solo suceden en los aeropuertos. El fraseo de Nacho Vegas es único. Nunca, nadie y digo NADIE ha hecho algo así en España. Cuando repite una y otra vez «Pero qué mal/(Nacho has vuelto a hacerlo mal)/Fatal/(lo hiciste mal)/Era un sueño y ahora es real» con su voz doblada como si fuera otra persona, hay algo que me hace necesitar un abrazo. Quizá algo de contacto o de cacheo, como en los libros de Dennis Cooper (o sexo anal) que los fans de Nacho comprábamos porque decía que aparecía en directo con una camiseta del autor de Guía (que publicó en aquella efímera, pero maravillosa aventura que fueron los libros de Acuarela donde yo, de nuevo gracias a Alberto Navajas, descubrí la obra de Michel Houellebecq en 2000 con los poemas de Renacimiento).

El hombre que casi conoció a Michi Panero: Antes hablábamos de «Desaparezca aquí». Daba igual. Todo se lo comía esta canción. Era el funeral vikingo. Era convertir la apatía en un arte, era ser capaz de liofilizar el malditismo en unas pastillas y hacérnoslo tragar con unos tragos de humor. Porque Michi Panero era un cachondo. Porque hablaba de televisión y se metía con Julia Otero. Ahora no se atrevería nadie. Hoy te meten antes en la cárcel si llamas «modistilla gallega» a la Otero que si quemas una foto del Rey. Pero, claro, estamos hablando de Nacho, del Nacho que se reía de sí mismo, de los enanos con bandejas de farlopa y las noches árticas. Bajaba el pistón del mito y subía el del artista. Porque un compositor con un éxito sigue siendo un artista. Estaba en mi primera casa, la que tenía un pasillo larguísimo lleno de fantasmas, donde durmió un tiempo Sergio Algora, mientras se negaba a seguir la cola del sintrom. Allí el pintor Luis Díez (sí, otra vez Luis, claro) me explicaba que la portada del EP de “El hombre que casi conoció a Michi Panero” era una mezcla de una película de Sinatra («El hombre del brazo de oro», sobre un batería con problemas de adicción a la morfina y, lógicamente, un pulso como para robar panderetas -espero disculpen la broma-) y capturas de “El Desencanto” de Jaime Chávarri. Michi Panero era el Panero definitivo, estéril y cirrótico.

El poeta Ángel Guinda, ángel sin alas, de ducados y amor puro, conoció a Michi Panero. Y junto a él escuché el tema. Una vez y otra. Copié y copié. Cerré un círculo y lo volví a abrir. Y los recibo en batín. Escuchando el tema te das cuenta de cómo el profeta del sufrimiento recibió el título de exaltados enajenados. Quizá sí, quizá un poquito. Pero esa canción, esa melodía, esos coros. Es una delicia. Podría ser un tema de Los Brincos. O de La Costa Brava. Llevo años tratando de seguir a pies juntillas la máxima que cita Nacho en el disco, una frase lapidaria, la única realidad en el mundillo de la creación minúscula e intrascendente: Se puede ser cualquier cosa en la vida, excepto un coñazo. No os pensabais que me iba a ir de aquí sin hablar de la versión al piano de la Rosenvinge, ¿verdad? Digo que solo he ido dos veces a ver a Vegas en directo. Miento. Fui tres.

Cuando presentaron «Verano fatal». Y fue grandioso. No por el disco, o por el EP, como quieras llamarlo. Lo fue por la versión de «El hombre que casi conoció a Michi Panero» y, sobre todo, por la mercurial, fruto del Dharma más absoluto, de Shepard y Joni, de los Coyotes, de las arañas de Marte y los pájaros con guitarras de doce cuerdas, la versión de «Días grandes de Teresa». Por un instante me pareció ver a Bob sobrevolando la sala y ofreciendo la absolución. Aunque suene a cántico de fútbol… ¿Pero cómo no te voy a querer, Christina? Y Nacho, claro.

Os animo a darle la vuelta al vinilo y seguir leyendo.

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