Se nos ve el plumero Se nos ve el plumero

"La libertad produce monstruos, pero la falta de libertad produce infinitamente más monstruos"

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¿Todos contra Rajoy? No, contra Sarkozy
Palabritas de JAMS en video casero

He pasado varios días fuera de Madrid (desconectado de Internet) en dos congresos: uno en Guadix, de Periodismo Digital, y otro en Marbella, de Editores de Publicaciones Periódicas). Haré un resumen de las conclusiones en cuanto pueda.

Cuando regresé anoche a casa y leí los 80 comentarios (y de tan buena calidad) al último post de «Periodismo basura…» me quedé tan impresionado como cuando vuelvo a 20 minutos después de pasar unos días fuera de la compañía.

Tengo la convicción de que la empresa que dirijo funciona mejor cuando yo no estoy. Y lo mismo me ha pasdo con el blog. En cuanto dejo de escribir unos días, los comentaristas se sueltan el pelo y enriquecen el blog por su cuenta. Me encanta. Y les agradezco mucho su participación y el debate sosegado y constructivo que han aportado Pericles, Imagina, Saltaparapetos y hasta David, el malaguita, entre otros.

Lo que siento es no disponer hoy de tiempo para contribuir al debate del último hilo. Pero lo repasaré mañana.

Hoy apenas he leído los diarios pero me han gustado el editorial de El País y el artículo de Santos Juliá. Corto y pego ambos aquí abajo y me pongo a plantar pensamientos y petunias por el jardín y tomates y pimientos en la huertecilla (de dos caballones, oiga). Si lo hago ahora mismo moriran durante la semana.

Además, tengo que rebajar el tamaño de mi ego, que ha vuelto muy inflado del Congreso de Guadix, donde he recogido el Primer Premio Arroba de Periodismo Digital que me ha concedido los jóvenes de la Asociación de Periodistas Digitales de Andalucía (APDA) pero, que en realidad, se lo ha ganado a pulso el equipo que hace 20minutos.es .

El Presidente de la APDA, Antonio Mafredi, me entregó una copa accitana preciosa con una arroba como esta «@» en medio. Pero no quedó ahí la cosa: también me dieron una arroba auténtica (de las de antes del sistema métrico decimal)

equivalente a 16 litros de vino del país.

Nos beberemos esa arroba de vino en 20minutos.es para celebrar el éxito en usuarios únicos obtenido en la úlitma medición de OJD Interactiva .

Nuestro 20minutos.es, con más de 4 millones de usuarios únicos en marzo, quedó como el segundo diario on line de información general más leído de España, después de elmundo.es.

Ese mismo vino de la tierra fue el que tomamos en la cena de gala celebrada en la cueva de «La venta del Tío Tobas» en Alcudia de Guadix. Era tan bueno que, en los agradecimientos, me dió por hablar como si fuera libre.

A una colega, Sonia Blanco, profesora de la Universidad de Málaga, se le ocurrió grabarlo todo y ponerlo en su blog. Que dios se lo pague. Esto es como volver a la tele… Si le dan un click en este enlace lo verán (a lo mejor).

Cruzo los dedos porque no estoy seguro de saber pegar esto en el blog. Si no sale bien, vayan al blog de Sonia Blanco. Pero, ojo, es un parlamento, como casi todos los míos, de por lo menos 20 minutos. El que avisa no es traidor.

}»>Palabritas de JAMS tras recoger el Premio Arroba de Periodismo Digital en el Congreso de la Asociación de Periodistas Digitales de Andalucía (APDA) celebradoen Guadix (Granada)

Miseria política

Santos Juliá en El País

22/04/2007

El cambio social ha reanimado a una profesión que había entrado en decadencia.

NO SON únicamente los sociólogos, felices porque el cambio social de las últimas tres décadas ha reanimado a una profesión que, a falta de revoluciones, había entrado en cierta decadencia; tampoco se limita la euforia a los demógrafos, que disfrutan de renovada notoriedad gracias al inmenso campo de trabajo abierto por el espectáculo insólito de una sociedad hasta ayer mismo emisora de emigrantes convertida de la noche a la mañana en receptora de cuatro millones de inmigrantes; ni siquiera acaba el festín con los historiadores, que por fin pueden contar la historia de España no como un fracaso, sino como un logro cuando comparan la sociedad que entró en el siglo XX arrastrando su pesada carga de analfabetismo y ruralismo con la sociedad que pisa fuerte el umbral del siglo XXI, convertida en octava potencia mundial.

Son todos ellos, pero son además los economistas, que por vez primera desde que se inventó la profesión se han sumado alegremente a la fiesta: ni los más escépticos vislumbran el final del periodo de crecimiento más largo y sostenido que conoce nuestra economía. Navegamos en la cresta de la ola desde hace años: si ayer íbamos bien, hoy vamos mejor, y mañana, para qué te cuento, resume el presidente del Gobierno en su informe económico ante lo que, en tiempos más menesterosos, se llamaba la crema de la sociedad. Sí, hay algunas nubes en el horizonte: baja productividad, síntomas de desaceleración en el sector de la construcción, déficit creciente de la balanza comercial, pero nada que no pueda solventarse con las oportunas reformas, y de reformistas es de lo que anda bien servido el país. De manera que no hay por qué inquietarse demasiado.

Y entonces, si la crónica social, demográfica, histórica y económica -entre otras posibles- es la novela de un éxito, ¿por qué es tan miserable la crónica de la política? ¿Por qué llevamos tanto tiempo condenados a presenciar cada semana, cada día, ese estúpido ritual del rifirrafe que nuestros dirigentes políticos se creen en la obligación de representar en el Congreso? El fatalista dirá que tratándose de España es imposible que el invento del éxito no rompiera por alguna de sus costuras. Pero los fatalistas no gozan de mucho prestigio en las sociedades satisfechas, y precisamente una de las facetas del éxito es que nos hemos sacudido de encima la maldición del fracaso inevitable. Si finalmente fracasáramos en lo político, no será posible recurrir a explicaciones metahistóricas ni al cuento de las dos Españas perennes. Habrá que buscar por otro lado.

Política es, naturalmente, poder, y las batallas políticas son, claro está, batallas en torno al poder. La deriva a ninguna parte emprendida por el Partido Popular desde su derrota, tan malamente digerida, en las elecciones de marzo de 2004 no tiene ningún propósito más allá de confundir y fatigar al electorado suponiendo que así desgasta a su adversario. Cabalgando a lomos del apocalipsis -España se deshace, el Gobierno se entrega a los terroristas-, el trío dirigente del PP lleva tres años pretendiendo ocultar bajo el manto de una mentida conspiración su desastrosa administración del terrible atentado que el Ministerio del Interior, del que era titular Ángel Acebes, fue incapaz de prevenir y que su Gobierno en pleno descargó sobre las espaldas de ETA porque pensó durante aquellos tres aciagos días de marzo que le iba en ello su permanencia en el poder.

Lo sorprendente es que la apertura y desarrollo del juicio -y va de éxitos: en España, los presuntos responsables y colaboradores de crímenes masivos acaban sentándose en el banquillo- no haya sido suficiente para poner punto final a tanto despropósito. Y aquí es preciso incorporar, para encontrar una explicación plausible de esta creciente miserabilización de la política, el chantaje al que cada día, cada hora, someten a los dirigentes del PP los medios de comunicación muñidores de la fábula conspirativa. Desde la emisora de la Conferencia Episcopal -que se ha saltado los límites no ya del decoro, sino de la simple decencia-, y desde las páginas del diario El Mundo, cuyo director acusa de «rendirse preventivamente» a quien se atreva a sugerir que ETA no aparece por ningún lado, hay ya demasiados intereses en juego como para retornar a la cordura.

Contra ese chantaje sólo hay un antídoto: social y económicamente, llevamos años metidos en una historia de éxito colectivo. Pongan ustedes otra cara, señores del PP, que el personal que llena bares y restaurantes, que se va de vacaciones a París y a la Cochinchina, que celebra con boato bodas y comuniones, comienza a estar un poco harto de gestos adustos y de historias truculentas.

FIN

«Culebrón sensacionalista» ETA/11-M basado en el 0,0132%

Retóricas de ayer, hoy

ISAAC ROSA en El País

28/02/2007

Las recientes palabras del cardenal de Madrid, Rouco Varela, alertando de que «el agnosticismo, el relativismo y el laicismo» colocan a España «en una situación muy parecida a la de los años 30» de forma que «amenazan la existencia de la democracia» son sólo una manifestación más, la última, de algo que ya se ha convertido en un lugar común entre nosotros: la insistencia en trazar paralelismos históricos entre la España republicana y la España actual. Paralelismos que no apuntan tanto a semejanzas entre ambos periodos -tan distintos y lejanos-, cuanto a una advertencia sobre el final trágico que tuvo aquel periodo -la Guerra Civil- y que hoy deberíamos saber evitar.

Más que encontrarnos ante una expresión de la clásica idea de la Historia como «maestra de la vida», se trata de una actualización del pasado que responde a intereses políticos de presente. Y que se realiza desde todas las partes, sin distinción ideológica. Lo hace la Iglesia católica, en ejemplos como el citado, denunciando un anticlericalismo que en el pasado habría llevado al país al desastre y que hoy estaría de nuevo rampante. Lo hace la derecha política y mediática, tanto en versión moderada -desaconsejando las políticas públicas de la memoria para «no reabrir viejas heridas»- como sobre todo en su versión ultramontana, intentando convertir el tiempo presente en un calco del pasado, casi día por día, dramatizando los hechos actuales para convertirlos en un continuo déjà-vu de aquellos años, recurriendo para tal evocación a renombrar hechos nuevos con palabras viejas pero efectistas.

Lo hace también la izquierda, en simetría al uso que desde la derecha se hace del pasado. Si ésta identifica al actual PSOE, a los comunistas o a los nacionalistas como meros epígonos de sus abuelos, también la izquierda recurre con frecuencia a la caracterización de la derecha actual como una simple versión modernizada de la misma derecha rancia, cavernícola, nacionalcatólica y filofascista de los años 30, que pide a gritos en las manifestaciones el fusilamiento del presidente del Gobierno.

Algunos emplean tales paralelismos con intención moderadora, abundando en la conciliadora visión -de origen franquista, por cierto- de aquellos años como un gran error colectivo que nunca más debemos repetir. Para otros, la vinculación del presente con el pasado y su cíclica repetición sirve para reforzar su petición de recuperación de la memoria histórica, a partir del viejo tópico de que los pueblos que desconocen su historia están condenados a repetirla.

Pero en otros casos, me temo, el anacrónico paralelismo es más una amenaza que una advertencia: en el verbo incendiado de algunos parece escucharse, de forma a veces muy transparente, una coacción: «Cuidadito con lo que hacéis, que ya sabéis cómo acabamos en el 36…».

Son los mismos que, cuando se les quedan cortos los paralelismos históricos, recurren a comparaciones más contemporáneas pero en este caso anatópicas, como la insistencia en la figurada «balcanización», equiparando la España actual con la Yugoslavia de los años 90.

La obstinación por estos paralelismos, vengan de donde vengan e independientemente de sus motivaciones originales, remite a un error de apreciación muy extendido: la idea, fuertemente arraigada en los ciudadanos pese a su descarte por los investigadores, de que la Guerra Civil acabó siendo inevitable y, como tal, se debió a unas causas fácilmente identificables, cuando no a las ancestrales «dos Españas». Pese a que los historiadores asumen que el carácter retrospectivo de su disciplina les obliga a evitar la tentación del determinismo, abundan los análisis que, a la hora de observar los años 30, inscriben con trazo firme una correspondencia indudable entre unas causas y un efecto -la guerra- derivado de aquellas, como si de tales hechos devenidos en causas no pudiese sucederse otro resultado más que el ya conocido.

Observado a posteriori, es muy cómodo marcar una cronología y unas responsabilidades que sólo pueden conducir a donde de hecho condujeron: la guerra. Es evidente que si no hubiese habido guerra -y podía no haberla habido, de ahí el rechazo a su inevitabilidad- esos mismos hechos y personajes ya no serían causas irresistibles de una guerra, sino de lo que viniera después, fuese lo que fuese. Con aquellos mimbres se pudo hacer un cesto sangriento como el que conocemos, pero también podían haberse producido otros escenarios sobre los que hoy sólo cabe la especulación ucrónica. Es una tentación contra la que alertan los historiadores, pero ante la que todos sucumbimos: identificar lo anterior a algo como causa de ese algo. O más bien al revés, identificar lo posterior como efecto inexorable de aquello que lo precedió. Es decir, tomar por causas los antecedentes.

Para resistir estas tentaciones simplificadoras, y evitar los anacrónicos paralelismos -sean inconscientes o malintencionados- resulta de gran utilidad un libro de reciente aparición que, hasta ahora, no ha provocado el debate que merece: La guerra que nos han contado. 1936 y nosotros, de Jesús Izquierdo Martín y Pablo Sánchez León. Tras un año en que han proliferado las publicaciones, congresos y conferencias, sería un buen ejercicio de higiene intelectual tomar el guante que arroja este libro, desde una audacia a ratos insolente, pero no por ello exenta de rigor.

La obra, que impugna buena parte de la historiografía sobre la Guerra Civil, cuestiona los métodos de trabajo de los investigadores y propone repensar los relatos elaborados hasta ahora, contiene muchos elementos para la reflexión, para el debate, pues no es un libro para asentir sino para dudar, sopesar y, seguramente, discrepar en algunos de sus planteamientos, en gran parte polémicos -empezando por el cuestionamiento del lenguaje utilizado para referirnos a aquel tiempo-.

Lo pongo ahora sobre la mesa por lo que tiene de antídoto contra esos paralelismos de que hablaba. En primer lugar, por su rechazo a esa idea de la Historia como «maestra de la vida», que el conocimiento del pasado nos proteja del futuro, cosa que los autores consideran un mito historiográfico propio de quienes creen que sin esa utilidad social el conocimiento del pasado carecería de sentido. En segundo lugar, por su insistencia en subrayar la enorme distancia que nos separa de aquel tiempo. Una distancia fruto de la incomprensión real hacia cómo eran aquellos hombres y mujeres, pero también debida a cómo los hemos reinterpretado, a partir de valores propios del presente, hasta llegar a falsearlos. A fuerza de subrayar esta distancia, los autores rozan un vacío en el que parecería imposible el conocimiento del pasado, sólo la conciencia de extrañamiento con aquel tiempo; pero de ahí no se deriva un lamento ni una renuncia, sino una exigencia de mayor rigor y cautela al interpretarlo.

Empezando, como decía, por el lenguaje. Aunque utilicemos hoy las mismas palabras, no estamos diciendo lo mismo. Ni siquiera, advierten, podemos estar seguros de saber qué querían decir nuestros abuelos cuando usaban ciertas palabras que hoy repiten los amigos del paralelismo anacrónico. Y debemos atender a esta cuestión, pues es en el terreno de las palabras donde a veces se opera la vistosa «prueba del algodón» que pretenden algunos. Así por ejemplo, la retórica guerracivilista de los meses previos al estallido de la guerra no puede ser vista como una causa obvia de ésta. Como nos recuerda este inteligente ensayo, cuando ciertos personajes hablaban de la inminencia de una Guerra Civil a principios de 1936 no estaban realmente haciendo un diagnóstico, ni calentando motores para un conflicto esperado e inevitable; se trataba, más bien, de una retórica -peligrosa, pero retórica al fin- destinada a la movilización de sus partidarios. También ahora, y permítaseme el pequeño paralelismo esta vez, las soflamas guerracivilistas que algunos hacen hoy son pura retórica que busca la movilización, la adhesión de los suyos. Lo que nos lleva a una reflexión última, preocupante: ¿cómo es posible que a estas alturas la referencia a la Guerra Civil siga teniendo ese efecto movilizador?

Isaac Rosa es escritor; su último libro es ¡Otra maldita novela sobre la guerra civil! (Seix Barral)

¿El Papa «moviliza» o el Papa «aplaca»?

El sujeto principal de los diarios de ayer fue el Papa: a 4 columnas y gran foto con bandera en primer plano en El Mundo y a 3 sin foto en El País, después del mundial de Italia.

Si el sujeto fue el mismo, el verbo fue muy diferente.

Para El Mundo, el Papa «moviliza». Para El País, el Papa «aplaca»

El sumario en negrita y a dos columnas tambien es muy distinto.

El Mundo mete la cuchara política citando al Torquemada español:

Cardenal Cañizares:»La unidad de España es una cuestión moral»

El País se decide por un tema más festivo:

Noche de juerga con los más jóvenes seguidores del pontífice

Y deja para página interior, a 3 columnas junto a la foto de Rajoy, este otro gran titular que es «no noticia» para El Mundo:

Aznar tampoco fue a misa

Claro que El Mundo da, a 3 columnas, una noticia/anécdota en primera (digna del parvulario) que El País considera como «no noticia».

Toda persona con uso de razón comprenderá la razón en cuanto lea este titular, que nos trae la ración diaria de 11-M y ETA a que nos tienen acotumbrados El Mundo y el sector Pinocho del PP:

El Chino se fue a Pamplona el 13-M tras decir a su hijo: «Los de ETA se han pasado»

Como es sabido, los terroristas, después de matar a casi 200 personas, corren a decírselo a sus hijos… con pelos y señales.

Creo que esta vez, el que se ha pasado ha sido Pedro Jota ofendiendo la inteligencia de sus propios lectores.