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“Todos esos momentos se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia…” Roy (Rutger Hauer) ante Deckard (Harrison Ford) en Blade Runner.

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El embrujo de Ricardo Darín

Dice Ricardo Darín de sí mismo que es “un mentiroso que siempre dice la verdad”. Yo no le creo del todo la segunda parte de la oración porque soy testigo de algún pecadillo de súper estrella y alguna pequeña trola para taparlo; nada grave, cosas veniales que conviven en el mismo tipo que, cara a cara, es un encantador de serpientes, alguien a quien le prestarías mil euros sin dudarlo un sólo instante, un buen tipo, buena gente, simpático y dicharachero, amigo de sus amigos y honorable y respetado para sus adversarios. Un tipo guapo para los que gusten de los tipos guapos, un triunfador, un tipo con suerte y sobre todo, y esto sí que lo digo sin pizca de ironía, uno de los mejores actores del mundo. Si Ricardo Darín se expusiera en la carnicería de Hollywood no sería carne de primera A, sería carne de categoría Extra. Espero que me perdone el símil bovino.

En San Sebastián Ricardo Darín recibió el Premio Donostia a toda su carrera y con las emociones y las prisas se olvidó de citar a su mamá en la lista de agradecimientos, aunque luego, con reflejos juveniles, volvió al estrado para rectificar; este hombre es que es un brujo y le aprovechan hasta los errores para caer aún mejor al respetable.

Los nombres de Darín, y de Mónica Bellucci, que cité el viernes, están en una zona de seguridad, pero el de la directora belga Agnès Varda con sus ochenta y nueve años de edad nos recuerda que los responsables del festival ya hace mucho tiempo que se olvidaron de aquel mal fario que durante algunas ediciones convirtió este reconocimiento en la convocatoria al entierro –real, no metafórico- del premiado. A decir verdad, la cosa queda muy atrás: Bette Davis en 1989 sobrevivió una semana al honor. Anthony Perkins en 1991, apenas un año. Lana Turner, poco más o menos en 1994. Por aquella época las viejas glorias debían de estar temblando ante la posibilidad de que les llamaran desde Donosti: no gracias, son ustedes muy amables, pero no me gusta viajar tan lejos, que me resfrío con facilidad y lo paso muy mal; ofrézcanle el premio a algún buen mozo, como Al Pacino. Dicho y hecho, se lo dieron en 1996 cuando aún no rozaba los sesenta, y aquí sigue dando guerra todavía.

Darín presentaba película, además de dejarse agasajar, concretamente una en la que encarna a un presidente de la República Argentina con más pliegues que la piel de un paquidermo, un individuo taimado que oculta su verdadera personalidad detrás de una confortable apariencia. Se trata de La cordillera, coproducción de Argentina, Francia y España, dirigida por el bonaerense Santiago Mitre.

Santiago Mitre introdujo su cámara en la Universidad de Buenos Aires con gran desparpajo y capacidad analítica volcada sobre unas elecciones a consejo universitario que convertía en espejo de cualquier tipo de elección presidencial en El estudiante. Fue una excelente disección de los mecanismos psicológicos que gobiernan al arribista, experto en camuflar su verdadera naturaleza detrás de hermosos principios y altisonantes declaraciones de idealismo. Un justificado Premio a Mejor película en el Festival de Gijón de 2013.

En El estudiante la materia política ocupaba todo el espacio básico de la trama y sobre ella se superponía la psicológica. En La cordillera, estrenada el viernes pasado, la materia política ve  disputada su importancia por la psicológica e incluso la parapsicológica. De la pequeña política universitaria, ecosistema fértil para el surgimiento de especímenes como los retratados, Mitre salta a la gran política. Y de un guion en el que se verbalizaban mucho los pensamientos, era una película “muy hablada”, pasa a otro que privilegia los silencios, las intenciones ocultas, el cinismo y las falsas apariencias, en virtud de un personaje de impresionantes dimensiones mefistofélicas, el presidente de la República Argentina con el que nos obsequia, con la acostumbrada apabullante maestría, Ricardo Darín en cada nueva película.

Entre El estudiante y La cordillera, Santiago Mitre abordaba también en Paulina (2015) la política en otro de sus estratos más pegados a la realidad ciudadana, a través de una joven abogada de izquierdas que decide emplearse como maestra rural y se ve impelida a conjugar su compromiso ético con el terrible drama que padece: la violación por parte de un grupo de alumnos indígenas y el dilema de si debe o no denunciarles, pues ello les expondría a las torturas de los aparatos del Estado.

Argumentalmente La cordillera se apoya sobre dos columnas: la asistencia del presidente argentino a una cumbre de mandatarios del continente sudamericano, cargada de decisiones cruciales, en un hotel chileno –una especie de Overloock Hotel que muta los fantasmas y el resplandor por intrigas policiales no menos pavorosas–  y el encuentro en ese lugar con su hija, que sufre ciertos desequilibrios emocionales.

Las maniobras políticas entre los países, el frágil equilibrio de poderes en la conferencia amenazado por la llegada de un emisario del gobierno de los Estados Unidos, las decisiones controvertidas y las tensiones que provocan son expuestas por Santiago Mitre con una mirada lúcida y dan lugar a secuencias excitantes de espléndidos diálogos dichos por estupendos actores, como el mejicano Daniel Giménez Cacho o el norteamericano Christian Slater, por ejemplo.

Por el contrario, la línea dramática introducida por la hija del presidente no está a la misma altura. El tratamiento de hipnosis que pone al descubierto lo que parece ser un secreto inconfesable de su padre sitúa al filme en una segunda dimensión de tonos irreales, proyecta una sombra de incertidumbres y ambigüedades que acentúa el perfil misterioso con que ya había sido descrito el presidente y lo desvía a un callejón sin salida, sobre el que no se puede ser más explícito para no destripar el misterio, que eso está muy mal visto.

Ricardo Darín en una escena de La cordillera. Warner Bros. Pictures

El retrato del presidente que compone Ricardo Darín es de una inteligencia mayúscula, tanto por el desempeño del actor como por el camino trazado por los guionistas, Mariano Llinás y el propio director, Santiago Mitre. El libreto le regala frases agudas, certeras y cargadas de intencionalidad a las que él saca partido con la contundencia de quien parece estar volcando en ellas sus pensamientos íntimos. Véanse las conversaciones con la periodista española (el personaje de Elena Anaya desaprovechado y dejado de lado de manera repentina), con el presidente mejicano o con el secretario de estado yanqui. Cuando no habla, Darín es capaz de modular un rostro que va de la dulzura impostada a la implacable firmeza negociadora de un canalla, pasando por la fragilidad de padre, compatible a su vez con los otros aspectos mucho más oscuros de su personalidad. Igual cuando dijo aquello de que era un mentiroso y sin embargo siempre decía la verdad era su personaje el que se expresaba por su boca.

Locos por Monica Bellucci

Conozco a un escritor de excelentes novelas y mordaz columnista habitual de un diario digital que está literalmente “colado” por Mónica Bellucci. ¿Quién podría reprochárselo? A nadie puede extrañar. Somos legión quienes pensamos lo que dice de ella, que su exuberante belleza opaca sus grandes virtudes como actriz. Y menos mal que no es rubia, porque de lo contrario el menosprecio, o la desconsideración en el mejor de los casos, de muchos críticos y, no nos engañemos, también de parte del público hubiera encontrado un pretexto más –banal y absurdo- para ensañarse con esta gran actriz italiana.

Monica Bellucci en el Festival de San Sebastián, 2017. EFE

Cuando emergía de entre las sábanas como serpiente venenosa junto a otras dos vampiresas para hacer perder el norte a Keanu Reeves, en Drácula de Bram Stoker (1992), la adaptación del mito romántica hasta la muerte del gran Francis Ford Coppola, yo no la conocía todavía. Volví a repasar aquella secuencia bien pertrechado con el mando de play/pausa cuatro años después, en 1996, cuando el azar y las labores profesionales me llevaron a los cines Princesa de Madrid a hacer unas entrevistas con el equipo de Flash-back (El apartamento), una producción francesa dirigida por Gilles Mimouni, en la que Monica Bellucci se encontró a Vincent Cassel para reeditar la sociedad de la Bella y la Bestia que luego duró 14 años en forma de matrimonio.

Monica Belluci en una escena de Drácula de Bram Stoker

El equipo de cámara y sonido de Televisión Española no pudo llegar a la cita por imponderables que no vienen al caso y allí me encontré yo esperando durante una hora, sin conocer el motivo del retraso, y tratando de entretener a Mimouni, a Cassel y a otros presuntos implicados con una improvisada conversación que amenazaba con agotar mis argumentos para las entrevistas. De repente apareció ella sobre unos tacones altos que estiraban su figura imposible embutida en una mini-mini falda; sus ojos refugiados tras unos cristales oscuros realzaban con naturalidad el misterio que emanaba de aquella fuerza de la naturaleza, para mí completamente desconocida. Ustedes me permitirán que les diga: ¡no se hacen una idea de lo obnubilado que me dejó!

Por entonces, Monica Bellucci era una actriz sobre la que pesaba todavía la mochila de modelo con la que había intentado pagarse los estudios de derecho que, por supuesto, abandonó para volcarse en el cine. ¿Puede uno imaginarse a esta mujer defendiendo pleitos o ataviada con una toga? Por supuesto que sí, pero ¡qué decepcionante es la imagen! Difícil sospechar adónde llegaría en una larga trayectoria, oscilante entre papeles arriesgadísimos y títulos más comerciales, que le ha traído estos días a San Sebastián para recoger el Premio Donostia.

Monica Bellucci en el Festival de San Sebastián

Entre los primeros, Irreversible (2002), de Gaspar Noé, el que más; una secuencia en la que sufre una prolongada violación de una crudeza apabullante, demuestra, si no estaba claro, que la actriz se entregaba a su oficio en cuerpo y alma. Y para ello es necesario estar hecho de una pasta muy noble. Antes había sido protagonista de otra secuencia que probaba claramente esas virtudes; en Malena, de Giuseppe Tornatore (2000) una multitud de envidiosos y resentidos en un pequeño pueblo siciliano, años 40, se abalanzaba sobre ella y la emprendía a golpes sin ningún miramiento arrancándole la ropa y dejándola hecha unos zorros. Valor y carácter de actriz de raza, para pasar por una situación tan humillante y exigente, aunque sea bajo el paraguas de la ficción.

Tuve el privilegio de entrevistarle en Barcelona durante la promoción de Malena y sobre el rodaje de esta escena me decía lo siguiente: “Esta escena fue muy dura para mí tanto física como psicológicamente. La situación era muy difícil porque tenía que estar casi desnuda en una plaza rodeada de mucha gente. Pero lo cierto es que yo me atrevo a hacer esas cosas porque me siento protegida por los personajes que tengo que interpretar. Es como si fueran un escudo que me protege de todo. Pero también es verdad que me resultó muy dura la escena en que tenía que encontrar en mí la fuerza para perdonar a todas esas mujeres que casi me matan; y eso es algo muy difícil de conseguir como mujer de hoy en día”. Ahí queda eso.

Desde Matrix a Spectre, una de las movidas del agente secreto con licencia para matar –de aburrimiento- pasando por una Isabel Coixet romántica (A los que aman) ha llegado a la última sana locura de Emir Kusturica (En la Vía Láctea) y entre medias comedias y dramas de todos los colores y sabores, dejando en cada una de sus películas una forma de gozar y de sufrir, de hacerse amar y desear, que sólo arquitecturas como la suya y un imprescindible saber hacer de actriz son capaces de desplegar. Así lo han sabido ver conspicuos directores como los citados F.F.Coppola, Gaspar Noé, Giuseppe Tornatore, Isabel Coixet, Emir Kusturica y otros como Marco Tulio Giordana, Terry Gilliam, David Lynch e incluso el inefable Mel Gibson, que atinadamente dibujó con su rostro y cuerpo los de la pecadora María Magdalena en la sangrienta Pasión de Cristo con que escandalizó en 2004 a tantos meapilas que andan sueltos por el mundo.

Monica Bellucci entrevista por Malena para Cartelera, TVE

Y todo esto de la creatividad artística, de la grandeza en el oficio, del sacrificio y de los premios –que han sido unos cuantos- como el Donostia, que es un reconocimiento a toda su carrera, serían cuestiones menores, si no fuera porque su discurso durante las entrevistas y ruedas de prensa es inapelablemente inteligente, minimizando en todo momento sin falsa modestia la importancia de la belleza: “Me han preguntado muchas veces sobre la belleza y siempre respondo lo mismo: el impacto dura cinco minutos. Puede que sientas curiosidad por mí si soy guapa, pero si no hay nada detrás no sucederá nada. Estoy a punto de cumplir 53 años y sigo trabajando, así que confío en que lo mío no se trate solo de belleza” (…) “En 25 años he hecho cine comercial y películas que no ha visto nadie, pero todas han sido experiencias que me han hecho crecer”. En San Sebastián se ha comprobado: a sus 53 años, Bellucci sigue dejando a todos boquiabiertos al verla, pero aún es más gozoso escucharla. Que sí, créanme.

¡Provocación! Sí, pero…

El presidente del PP de Gipuzkoa, Borja Sémper, dando muestras de una mano izquierda que habrá causado asombro en las filas de su partido, no quiso sumarse a la ola de críticas cosechadas por una película ¡antes de verla!, Fe de etarras, de  Borja Cobeaga, porque “se trata de un filme que se ríe de ETA”, lo que según él es todo lo contrario de un apoyo o aval a la sangrienta organización terrorista. A más de uno ha debido de dejar alucinado con tal exhibición de lucidez. A mí el primero. Una vez recompuesto, me apresuro a felicitarle, sin que sirva de precedente.

Publicidad de Fe de etarras en San Sebastián. EFE

Como la película aún no se ha exhibido en el Festival de San Sebastián, pues comienza hoy (el día 28 habrá un pase para la prensa y el 29 otro abierto al público en el Velódromo, antes de que se estrene el 12 de octubre) y los detractores no pueden agarrarse a lo que en ella se diga o deje de decirse, la polémica ha saltado por la campaña de publicidad que Netflix España, la plataforma de video online, que la coproduce con Mediapro, ha tenido la gracia de soltar en modo bomba de neutrones, algo en lo que se ha venido especializando en ardua competencia con Oliviero Toscani, el director creativo de la marca United Colors of Benetton que provocó terremotos con sus conceptos fotográficos en los años 80 y 90.

Toscani era audaz e imaginativo y tenía un gusto estético que derrochaba en sus campañas, en las que lo único que resultaba tan ajeno como un inodoro en la jaula de un tigre era la marca de las prendas de ropa que ensuciaba discretamente una esquinita de las fabulosas imágenes. Se justificaba argumentando que él era un testigo de su tiempo, lo que no es poca cosa y además bien cierta. Pero el choque brutal entre el fin, vender un objeto de consumo, y el medio utilizado, atraer la atención del consumidor a costa de golpear sus ojos –y su conciencia, ojo, que es la coartada perfecta- con imágenes de un impacto (palabra que aborrecía) con frecuencia avasallador, levantaba ampollas en unos y suscitaba dudas metódicas en otros; a nadie, en fin, dejaba indiferente.

Algunas campañas de Olivieron Toscani para United Colors of Benetton

Ésta era la consigna, darle la razón a Oscar Wilde en una de esas frases lapidarias con que se adornan los pedantes: «Hay solamente una cosa en el mundo peor que hablen de ti, y es que no hablen de ti». El enemigo número uno de la publicidad es la indiferencia, el primero al que hay que derrotar. La cuestión es si todas las armas están permitidas. La respuesta, por supuesto es que no. Pero tampoco se puede vivir tratando de evitar el roce en la hipersensible piel de todos los públicos o colectivos. Porque de lo contrario, la publicidad no existiría; es imposible no molestar a alguien. De esto ya hablé tangencialmente en un post que titulé: ¡Cielos, un culo!

Como decía, Netflix viene provocando las risas de unos y el llanto de otros con sus provocativas campañas publicitarias. Personalmente a mí pueden encuadrarme entre los primeros. Su gigantesca pancarta colocada en la Puerta del Sol de Madrid para familiarizarnos con Narcos (su serie televisiva, no el partido del Gobierno) con el eslogan “Oh, blanca Navidad” y el posterior en agosto “Sé fuerte. Vuelve Narcos”, me parecieron muy ocurrentes, pero más blandos de lo que el ruido provocado hacía suponer. Además, el segundo jugaba con ventaja: a Mariano no le gana nadie en marianismo y deberían pagarle derechos de autor, pero seguro que no los pide porque está muy atareado con el follón que le han montado por su irresistible dontancredismo en Cataluña.

Campaña de Netflix para la serie Narcos en la Puerta del Sol de Madrid. (SKYLINE WEBCAMS)

A los que no ha hecho ninguna gracia la campaña de Fe de etarras es a las asociaciones de víctimas del terrorismo, uno de cuyos portavoces, Francisco José Alcaraz, siempre en guardia con cualquier cosa que se aproxime a tan resbaladizo terreno, declaró haberse sentido ofendido. Más extemporánea ha sido la Asociación Profesional Unión de Guardias Civiles, que ha presentado una querella ante la Audiencia Nacional en la que acusa a Netflix de «humillar a las víctimas del terrorismo» con el cartelón promocional colgado estos días en San Sebastián.

Obviamente, pedirle a las personas afectadas por el felizmente superado fenómeno terrorista que le pongan un poco de humor a la vida no resulta fácil. Es comprensible que pueda escocerles y tienen todo el derecho a manifestar su enfado. Hombre, hasta el punto de pretender que nadie pueda hablar de ello bajo otra perspectiva que no sea la suya, y pedir a la justicia que tome cartas en el asunto… ahí sí que se han pasado de la raya. Además, de lo único que se puede acusar a esa campaña publicitaria es de venir en el peor momento a pisar el callo de los patriotas, que tienen los ánimos un poquito alterados por el mencionado carajal del “procés”, no se sabe si por ese poquito de mala leche de la que presumen o por un mal calculado sentido de la oportunidad. A los demás, a los que estamos hasta el gorro de tanta chorrada nacionalista de un lado y de otro, nos aporta una brisa de entrepierna, o como dijo aquél, nos la refanfinfla.

Yo no he podido ver la película todavía, por supuesto, y por tanto sobre la cuestión de fondo no puedo hablar. Pero me fio mucho de Borja Cobeaga, el director, un tío que supo encontrar la cuadratura del círculo en el mismo foso de reptiles con su película Negociador (2014) de la que yo decía en Días de cine de TVE: “Cobeaga cocina un plato frío en tono de thriller político salpimentado de chispeantes situaciones burlescas. Se aproxima al abismo del desmadre y se contiene dos pasos antes”. Y añadía: “… merece el aplauso por atreverse a franquear un terreno indefinido, un espacio imposible por el que transita su película, que no deja de sorprender por la delicadeza con que juega con humor y tragedia como si fueran las dos caras de la misma moneda de la vida. No hay etiqueta genérica que describa con exactitud la propuesta de Negociador… a caballo entre la comedia bufa y la dolorosa tragedia que para la sociedad  vasca representa el terrorismo”. Si Fe de etarras se acerca a los logros de Negociador todas las protestas habrán sido completamente injustificadas. Tan sólo hay que poner un poquito de paciencia y esperar a ver la película. Y mientras tanto, reflexionen sobre lo que dice Borja Sémper, que en esto no es sospechoso.

Goyas y Palmas de Oro a precio de saldo

Al capítulo de estrecheces económicas del cine, de las que yo daba cuenta el martes pasado, los inusuales métodos de financiación que pasan por el micromecenazgo y otras fórmulas, se le añade la de la venta de enseres particulares; alguno, cargado de simbolismo que convierte a cineastas que un día alcanzaron la gloria en caballeros que hubieran perdido toda su fortuna y tuvieran que empeñar hasta el caballo. Traigo a colación la subasta de un Goya y de una Palma de Oro del Festival de Cannes, nada menos; aunque, por haber, hasta algunos Oscar se han vendido en el pasado.

A ver si nos vamos aclarando, Juanma, que con tu cachondeo en el video que hiciste circular por la Red, que yo te alabo, desde luego, no me queda claro quién leches llevó el cabezón a empeñar. Porque allí estuvo, tú no lo puede negar porque hay fotos que circularon en las redes, en el escaparate de aquella tienda de artículos de segunda mano de Vitoria por un precio de 4.999 euros, que ya son ganas de marear la perdiz. Encima machacas nueces con el trofeo y ofreces la Concha de Oro en el mismo paquete a buen precio. Te crees muy gracioso, y a lo mejor lo eres, pero, hombre, Juanma, bien está empeñar el Goya, ¡pero uno auténtico por sólo 5000 euros…! O le tienes poco aprecio a los honores que representa o andas muy necesitado de liquidez.

Menudo mosqueo se pilló la presidenta de la Academia, Yvonne Blake recordando: «El premio es de quien lo recibe y puede hacer lo que quiera con él, porque no hay ninguna cláusula. No es como en Estados Unidos, donde sí prohíben vender los Oscar. Aquí nunca había pasado en 31 años. Ahora la Academia se plantea regular esta situación en España. Pero si ese Goya no es auténtico, sí que se puede emprender acciones legales, porque nosotros somos titulares de los derechos de imagen de la estatuilla».

Mira, yo en esto estoy contigo. Si te planteas reinvertirlo en hacer otra película sería el mejor homenaje que se le puede hacer al cabezón, todo un símbolo poético, la fundición del metal para ennoblecerlo con nueva materia cinematográfica. Del celuloide salió y al celuloide vuelve (sí, ya sé que ya no se rueda en ese material, pero como metáfora que es resulta más literario).

Ese Goya, que se intentó vender sin conseguirse por la escandalera que provocó cuando saltó a la luz la noticia, lo habían ganado el 7 de marzo de 1992 unos prometedores hermanos, Eduardo y Juanma Bajo Ulloa, que vieron premiado su guión original de Alas de mariposa. Para poder producir la película dicen las crónicas que el director tuvo que hipotecar su casa (y supongo que más de un familiar se vería en la tesitura de tener que echar una mano). Así es que la venta del Goya hubiera cerrado el círculo, o continuado una cadena maldita, según se mire.

Cuando recogía su Concha de Oro a la Mejor Película en el festival de San Sebastián el segundo, había vaticinado desafiante: “os vais a acordar de ésta”. Ay, ironías del destino. Mira cómo se burlan los dioses trabajando con la materia que ellos atesoran, la perspectiva del tiempo, que tanta falta hace cuando se es joven y se carece por completo de ella.

La noticia saltó el 27 del pasado diciembre y más que los titulares que ya tenían su guasa (“El Cash Converters que vendía el Goya de los Bajo Ulloa: teníamos el premio en tienda”, se leía en este periódico; “Un Goya de saldo”, decía El Correo.com; “Los Bajo Ulloa tratan de vender su premio Goya en una tienda de segunda mano”;y así suma y sigue) a mí lo que me perturbó fue la imagen de la codiciada estatuilla expuesta en aquel escaparate, rodeada de collares de bisutería, viejas cámaras fotográficas y otros objetos de menor rango que el noble busto de don Francisco, así convertido en un mendicante testimonio de lo arrastrada que está nuestra industria. Quien sabe lo que habrán visto sus ojos hasta llegar a caer en esa postración. ¡Lo que darían muchos por tener uno en su casa!

 

O tal vez sea el símbolo definitivo de cómo la rebeldía juvenil (y el imperdonable puntito de arrogancia que suele acompañarle) es castigada por los dueños de una industria que no tolera a los que mean fuera del tiesto. Porque a Juanma, que tan precozmente había revelado su talento como contador de historias, se le fueron cerrando las puertas del cine por quienes tienen las llaves, y ello, a pesar de que en 1997 convirtió a Airbag, una película que veía retrasar su estreno una y otra vez durante meses, en la más taquillera de la historia, un taquillazo de siete millones de euros. Airbag no era muy de mi gusto, su gamberrismo desenfrenado me resultaba cargante, pero reconozco que en algunos momentos destilaba una simpática mala leche que me hacía cosquillas.

Genio incomprendido o alguien le echó un mal fario, porque Bajo Ulloa intentó repetir la jugada 18 años después de aquel extraño suceso que fue Airbag, con Rey Gitano y el batacazo volvió a llevarle a la ruina, dos millones de coste y poco menos de uno de ingresos. Seguía sin ser un humor fino, todo hay que decirlo, cultivaba con fruición el brochazo y las situaciones disparatadas con un sano espíritu iconoclasta respecto a la sociedad y a la familia real, de la que se pitorreaba un poquito, con alusiones a algunos de los últimos episodios protagonizados por el monarca emérito, pero el guion y la película en su conjunto volaban bajito. La fórmula era parecida, de similar fuste a Airbag, pero esta vez no resultó.

Ya sé que es magro consuelo, pero los Bajo Ulloa no estáis solos. Hace unos días supimos que Leonardo di Caprio tenía entre sus bienes el Oscar que Marlon Brando había ganado por La ley del silencio en 1954, obsequio de  la empresa Red Granite Pictures, productora de El lobo de Wall Street, que había sido acusada de malversación de fondos en Malasia, por lo que el Departamento de Justicia de Estados Unidos le pidió que la devolviera. La historia de cómo había llegado la estatuilla hasta allí es larga, pero las diversas manos que mercadearon con ella manejaron muchos dólares, seguro.

En 2011 se subastó el Oscar de Orson Welles por Ciudadano Kane, y como la cosa amenazaba con convertirse en epidemia, la Academia de Estados Unidos acabó por prohibirlo: “Los ganadores de un premio no venderán ni desecharán la estatuilla del Oscar sin antes ofrecerla a la Academia por la suma de 1 dólar”, reza el reglamento vigente.

El Goya que ganó Orson Welles

El último sobresalto conocido que hace confundir valor con precio data de hace menos de dos semanas, cuando supimos que Abdellatif Kechiche ponía en venta su Palma de Oro del Festival de Cannes, que obtuvo por La vida de Adèle en 2013. Lo contaba el director en The Hollywood Reporter y aclaraba que “el fin era conseguir el dinero suficiente para completar la postproducción sin más retrasos». En el paquete se incluirían algunos óleos que aparecen en la película. Según la productora, Quat’sous (“Cuatro duros”, ni aposta podían haber elegido mejor nombre) los bancos les habían cerrado el grifo del crédito provocando numeroso problemas de financiación y poniendo en peligro los cobros del equipo. O sea, nada nuevo bajo el sol, manda la banca y los del cine a callar.

Abdellatif Kechiche, Adèle Exarchopoulos y Léa Seydoux recogen la Palma de Oro en Cannes

La Palma de Oro del Festival de Cannes parece ser que está valorada en más de 20.000 euros, porque pesa 118 gramos de oro de 18 quilates. No tengo el dato equivalente de la Concha de Oro, pero a juzgar por el desencanto con que algunos afortunados la recogieron en su día (“pero si parece un cenicero”, decía jocosamente una joven actriz con apellido de animal que la había ganado por un papel muy dramático) no debe de ir muy allá. El valor crematístico sin duda es muy inferior al simbólico. Y recordemos que el cine se alimenta de símbolos pero no se fabrica con ellos. Los símbolos no cotizan en el mercado de valores.