Laura Sancho: «Los antiguos atenienses son un ejemplo de aplicación de la concordia en el marco de las leyes democráticas»

La historiadora Laura Sancho. (cedida por Ático de los Libros)

En el 508 a.C. el líder ateniense Clístenes inició un régimen político que más tarde se llamaría democracia. Seguramente, ninguno de aquellos habitantes de la Atenas de la época serían conscientes que inauguraban un sistema político que perviviría y se extendería por el mundo y el tiempo. A pesar de ser admirada y mitificada, la democracia clásica y la actual tiene muchas diferencias, pero también enseñanzas. El experimento ateniense duró dos siglos que este 2021, la catedrática de Historia Antigua en la Universidad de Zaragoza y especialista en la historia de Grecia Laura Sancho Rocher recorre en El nacimiento de la democracia (Ático de los Libros). Se convierte, de este modo, en la primera autora española que publica en la más que interesante colección de Historia de Ático de los Libros.

Sancho muestra cómo surgió y evolucionó la democracia ateniense, a qué retos se enfrentó a lo largo de casi dos siglos y cómo se fue transformando para superarlos. Con sus luces y sus sombras, con sus avances y sus peligros, traza una historia que, desde la lejanía, marca a las democracias contemporáneas como un rastro genético.

A nivel político, ¿nuestra democracia actual tiene más de ateniense o de romana?

Quizás en origen las democracias actuales tienen más de republicanismo clásico que de democracia antigua. Es decir, el modelo romano ha tenido desde el Renacimiento hasta el inicio de la época contemporánea (revoluciones americana y francesa) más peso que la democracia, la cual era vista como “dictadura de la mayoría” (A. de Tocqueville). Pero, ciertamente, al republicanismo clásico se le añadió la visión liberal y la tendencia al sufragio universal en el siglo XIX, así que la actual democracia también ha acabado teniendo bastante de la ateniense.

¿Tiene sentido tratar de extraer conclusiones o lecciones de la Democracia ateniense para la actualidad?

De la historia siempre podemos aprender: tanto de los aciertos como de los errores y fracasos. Pero si la pregunta tiene el sentido de si podríamos copiar instituciones atenienses, le diría que no todas son aceptables en el siglo XXI, ni todas son aplicables. Le pongo un ejemplo, los antiguos tenían mucha preocupación en todo lo referente al control del poder y de los poderosos, de ahí viene una institución como el ostracismo, mediante la cual era posible expulsar de la ciudad por diez años a un ciudadano sin someterlo a juicio. Hoy día eso no sería aceptable. Sin embargo, en la misma dinámica de control se encuentra la dokimasía, el examen previo al ejercicio de cualquier cargo; este sí sería un procedimiento adaptable con algún cambio, a mi modo de ver, para descartar a los desleales, a los corruptos o a los poco aptos para ejercer un cargo.

Entonces, sí podemos aprender los lectores del siglo XX algo de la democracia ateniense…

Yo creo que es mucho lo que podríamos aprender y no solo porque en el devenir de su historia los atenienses se enfrentasen a problemas parecidos a los nuestros, sino por las muchas reflexiones que dedicaron a esos asuntos. Ahora mismo se nos está bombardeando con el tema de la concordia —término latino que significa tener el mismo corazón—, necesaria para la convivencia en toda sociedad. ¿Cómo debe entenderse esa concordia? Los antiguos atenienses son un ejemplo de aplicación de la concordia en el marco de las leyes democráticas. Tras haber jurado lealtad al demos y a sus leyes, en dos ocasiones tras sendos golpes de estado oligárquicos (411 y 404 a.C.), se reinstauró la democracia sobre la base de la homónoia (misma mente), pero solo dentro de la ley y tras castigar a los responsables directos de los mayores delitos. Otro ejemplo es el tema, muy actual, de la soberanía de la ley: poner al nómos (ley) por encima de la decisión concreta de una Asamblea (pséphisma: decreto), algo que en Atenas se perfecciona en 403 a.C., fue el estadio más depurado de la evolución democrática de aquel tiempo.

Quizá, ¿sí podríamos vernos reflejados en algunas de sus debilidades? ¿Como la permeabilidad del sistema para dar cabida a la demagogia y el populismo?

Entre los ejemplos de los que podríamos aprender está el del riesgo de la demagogia. En los clásicos, sea en la comedia de Aristófanes, en los tratados filosóficos de Aristóteles o en los ensayos de Isócrates, está muy presente la preocupación por seleccionar los mejores dirigentes / oradores / consejeros —recordemos que no existe un gobierno al modo moderno— y que estos fueran ante todo patriotas (philópolis), amantes de su polis. Para frenar esa tendencia tan humana de ponerse al frente del pueblo, el mejor medio es el de la educación del ciudadano: el ciudadano formado e informado es menos manipulable. Como todos sabemos que el demagogo recurre a las emociones y a las multitudes, los atenienses fueron creando instancias mediadoras entre dirigentes (oradores) y Asamblea para evitar o limitar la decisiones no reflexivas de esta.

Explica muy bien cómo el desarrollo de la democracia ateniense no obedecía a un plan, ni perseguía un objetivo, ni imitaba a otro, ¿por qué, entonces, en aquella polis se dieron las circunstancias necesarias para el nacimiento de este sistema?

Exactamente, no hubo plan ni modelo previo, ya que no existía un paradigma anterior. Pero la polis misma implica la existencia de ciudadanos en lugar de súbditos (de un rey o emperador); fue relativamente común en las ciudades griegas que tomar parte en el gobierno fuera afectando cada vez a círculos más amplios de ciudadanos. En Atenas, con Clístenes (508 a.C.), se dio un paso fundamental con la organización de todos los ciudadanos en demarcaciones territoriales nuevas (las philaí o tribus) para la creación de un Consejo democrático que preparaba la Asamblea. Pero la evolución hacia una democracia total se vio acelerada por el reto de convertir a Atenas en una potencia militar capaz de superar a Esparta, circunstancia que se presentó en la época de las guerras médicas. Esparta tenía el mejor ejército hoplita (infantería pesada), sabía guerrear a pie, pero no tenía planes de expansión política o comercial por el mar. Le bastaba dominar el Peloponeso. Después de que los griegos expulsaran de Europa a los persas se planteó el reto de qué hacer con los griegos de Asia, y Atenas les ofreció su ayuda y protección para liberarse del yugo persa. La flota requería de remeros, y para esa tarea resultaban útiles los ciudadanos más humildes que, como ganaban las guerras, con el tiempo reclamaron también tener voz política.

¿Cómo logró convertirse ese “experimento político” único y que realmente, tras muchas dificultades y vaivenes, fracasó tras no demasiados siglos en algo tan capital para la historia?

No hay más que pensar que estamos hablando de que, hace 2.500 años, unos hombres de una pequeñísima región griega (el Ática, unos 2400 km2), constituidos en comunidad política (Atenas), se autogobernaban con un enorme orgullo por su libertad política, y con un nivel de complejidad y sofisticación que asombra hoy día a cualquiera. Uno lee la Antígona de Sófocles, o del “diálogo de los melios” en el libro V de Tucídides y encuentra temas universales como son la humanidad o piedad, la ciega autocracia del déspota, el conflicto entre tradición y ley, etc; y se pregunta si realmente ha pasado tanto tiempo o seguimos siendo los mismos. Son clásicos porque captan los problemas humanos eternos.

Después de las guerras Médicas, Atenas inició una política claramente imperialista, ¿les resultó fácil dirigir un pequeño imperio a través de instituciones democráticas? ¿Atenas fue una especie de EE UU del siglo XX?

Hay que tener en cuenta el escenario político del mundo griego, constituido por pequeñas comunidades independientes y en constante competición mutua que, con muchísima dificultad, se unieron contra un invasor imponente a principios del siglo V. Solo lo hicieron 31 póleis entre varios cientos. La circunstancia dio a Atenas la oportunidad propicia para medirse con Esparta y su Liga del Peloponeso. De las guerras médicas fue surgiendo paulatinamente una Liga naval cuya potencia hegemónica era la ciudad que decía haber vencido (sola) en Salamina y que, efectivamente, era capaz de poner en cualquier momento más de cien trirremes en el mar (llegó a tener cuatrocientas al principio de la guerra del Peloponeso). Durante los cincuenta años que separan la derrota de Jerjes (479) de la declaración de la guerra por Esparta (431), Atenas fue dejando atrás nada menos que a la que había sido líder de los griegos frente al Imperio persa. Y lo hizo mediante una fórmula nueva que exigía tener una Caja común (el Tesoro de los aliados) y el compromiso de no abandonar la Alianza. Ante cualquier intento de hacerlo, Atenas actuaba con rapidez y sin miramientos; pero, en la mayor parte de los casos, ni hubo secesiones ni resultó desventajoso para las ciudades aliadas el acuerdo. Me gusta más hablar de imperialismo que de imperio y, en ese sentido, comparo a menudo el llamado imperio ateniense, que no fue un imperio territorial, con el estadounidense. Los atenienses controlaban las ciudades socias a través de los gobiernos leales —o incluso afines— de los aliados, y a cambio de ofrecerles protección militar a un coste relativamente bajo.

¿Como historiadora, como valora, cuando en películas, novelas, cómics, se vende a los griegos, y especialmente a los atenienses como defensores de la democracia y el pensamiento occidental ante Oriente? Más allá del presentismo y algo de ombliguismo, ¿tiene algún sentido histórico esa idea?

Se simplifica mucho cuando se presenta a los vasallos del Gran Rey como esclavos; se demoniza al oriental para convertirlo en la figura radical del Otro, sin pensar en cuántos griegos se exiliaron poniéndose bajo la protección del Rey. Todo esto no solo es falso históricamente hablando; además toda simplificación es perniciosa: se abre camino con demasiada facilidad y hace que arraiguen los errores epistemológicos. El proceso se inició con Heródoto y las guerras médicas, pero el historiador griego es mucho más sutil que todas esa imágenes de tebeo de los orientales. No obstante, el fenómeno político de las ciudades griegas es algo muy novedoso; y la democracia es el estadio más evolucionado de dicho fenómeno: el de la libertad plena del ciudadano. Y eso es lo que diferencia los estados burocráticos e imperios orientales de la civilización griega.

Es su primera obra destinada al público general, ¿cómo ha enfocado este trabajo? ¿cuesta cambiar la mecánica académica a la divulgativa? ¿qué diferencias ha encontrado? ¿Ha sido más placentero?

Me puse a escribir en la idea de que el lector de historia no especialista desea que se le expliquen fenómenos interesantes, a ser posible, dejando al margen las discusiones eruditas. Tuve y tengo la convicción de que la historia para ese lector no ha de ser un mero anecdotario de curiosidades. Y que los temas en los cuales existe una sima entre la visión antigua y la actual —como es el asunto de las mujeres— debían ser contextualizados con seriedad en el marco de la evolución y pensamiento del momento. La “mecánica” de la divulgación de la que usted habla se aproxima a la que empleamos en la docencia más que a las discusiones que leemos en las obras muy especializadas. Por eso he echado mano regularmente de textos significativos para que el lector acceda a la voz de los contemporáneos. Para mí es fundamental.

¿Cree que en España debería seguirse el modelo divulgador de los clasicistas anglosajones (Mary Beard y otros) o tendríamos que buscar un estilo y mensaje propio?

Hacer buena divulgación debería ser la aspiración habitual de los investigadores que, gracias a haber tenido la fortuna de dedicarnos al estudio, hemos llegado a tener una visión propia de una época o un problema histórico. Los anglosajones suelen hacerlo muy bien; los españoles también podemos hacerlo —no sé si el estilo es muy distinto— pero a veces falta que haya editoriales que arriesguen con autores locales. Personalmente he de agradecer a Ático de los libros que me haya dado la oportunidad de escribir este libro. Los anglosajones publicitan mucho a sus autores, pero también en España hay muchos investigadores que pueden escribir libros tan interesantes como los que se han traducido de Mary Beard o Paul Cartledge.

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