¿Qué diría Don Juan Manuel si supiera que hay una novela histórica sobre él?

Castillo de peñafiel

Blas Malo (Alcazar de San Juán, Ciudad Real, 1977) acaba de publicar su sexta novela histórica El guardián de las palabras (Edhasa, 2020) donde nos traslada a la Castilla del siglo XIV en pos de la figura de Don Juan Manuel. Y precisamente desde esa época y lugar, y gracias a los contactos documentales de Malo, nos envía este autor una entrevista con el propio Don Juan Manuel y el otro gran protagonista de la obra, fray Rodrigo.

Habla Don Juan Manuel…

Hace un día soleado y espléndido en Peñafiel, y eso es raro en mitad del invierno. La mula me ha dejado en lo alto del cerro que domina los ríos Duero y Duratón, y la guardia me deja pasar tras verificar mi pase de prensa. Me acompaña el canciller Gonzalo Martínez, hombre de Dios, que me aconseja mesura y paciencia. Don Juan Manuel me espera en su estancia, «hoy está de mal humor, ha perdido un halcón», me comenta.

El canciller me presenta y se despide, y cierra la puerta. El noble, a mi llegada, deja de escribir, se levanta y me invita a tomar asiento junto a él. La estancia es sobria. Sobre una gran arca reposa su famosa espada Lobera. El noble señor me ha concedido una hora para responder a mis preguntas. Se mesa la barba bien recortada, con ojos alertas y una sonrisa burlona. Yo carraspeo. Comienzo la entrevista. Veo sus manos, bien cuidadas, y un par de luvas sobre la mesa.

—La caza es su gran pasión. ¿Será porque es una extensión de la política?

—Los hay que son grullas y los hay que son halcones. Un halcón es señal de renombre. Quien ve un halcón en el cielo sabe que un señor anda cerca y que se le debe respeto. Eso recuerda a muchos cuál es su sitio.

—Suyos son algunos inventos de cetrería, me cuentan. Unas pihuelas más cortas, una caperuza más pequeña… ¿Le afecta que otros se burlen por eso?

—A ver. Es honra de mi casa ser los mejores cetreros de Castilla. Sí, sí, sé cómo me llaman. ¡El Cid de los halcones, el Fernán González de las pihuelas! —El noble se levanta furioso y da grandes pasos hasta la ventana. Se vuelve hacia mí, ya más sosegado—. Eso es envidia. Para mí es importante, la caza me libera de mis fatigas políticas.  Hoy he perdido un halcón. Simplemente, no respondió a las órdenes del cetrero y se alejó a los montes. Es mala señal. Es como si mis súbditos negaran mi nombre y mi casa. ¡Intolerable!

—¿Qué opina de la situación política en Aragón? Hay quien le acusa de ser más aragonés que castellano, por su compromiso con la hija de Jaime II.

—¿Más política? ¿Pero no íbamos a hablar de mi libro?

—Sí, pero…

—Mi canciller me dijo que eso era lo pactado. Hablar de mi libro. Nada de política. Ya tengo bastante de todo eso día tras día. Y aquí estoy, en mi día de descanso, que mañana marcho a Garcimuñoz y Villena, que he dejado de escribir a la reina María y a mis alcaides, y he apartado mis obligaciones, y no se habla de mi libro, que era lo prometido, ¡yo quiero hablar de mi libro!

—Perdón. Se lo ruego. Hablemos de su libro.

—Aquí, aquí está. ¡Está recién revisado! Esta copia partirá hoy a Aragón. Un regalo a mi suegro el rey. ¡Estoy orgulloso! El Libro de la Caza.

—Yo pensaba en la nueva novela. El guardián de las palabras. Me han dicho que …

—¡Qué! ¡Qué te han dicho! Palabras necias. ¡Los escritores mienten! Ese maese Malo hace honor a su nombre. Le han pagado mis enemigos, estoy seguro. Ya sé que cuenta. ¡Mentiras! Yo lo que quiero es hablar de mi libro sobre la caza. Cazar con halcones es de reyes, y yo no me tengo en menos a mi tío Alfonso ni a mi abuelo Fernando el Santo. ¿Ves la espada? Fue suya. Y la heredó mi padre. A veces parece que tuviera vida y me escuchara. ¡Mi libro de la caza! De eso quiero hablar.

Le dejo hablar largo rato sobre halcones baharís, gerifaltes y peregrinos, sobre la manera de lanzar el señuelo y de recoger la pieza. Y es tal su pasión, que parece que con cada anécdota no habla de halcones sino de nobles y de reyes, y sus relaciones con ellos. Yo tiemblo cuando deja de hablar para comprobar si yo apunto algo o no. Simulo que así hago (rogué en silencio que no me pidiera revisar mi escrito)

Se sienta al fin, como si se hubiera desahogado conmigo.

—Y sobre eso es mi libro de caza, más que un libro, y más que caza.

—Ya veo. Pero con tanta caza se agota mi hora. ¿Me concede un rápido cuestionario? Preguntas directas, respuestas directas.

—Adelante.

—Quién es don Juan Manuel.

—Un buen cristiano, eso ante todo. Y un hombre de honor. Más que otros.

—Una comida.

—Unas buenas perdices. Con cebollas y nueces y bien regadas con buen vino.

—¿Caza o escritura?

—Caza primero, escritura después. Pero son las letras las que traerán fama. Estoy seguro.

—Un lugar de paz.

—¡Eso no existe en toda Castilla! De mis heredades elijo Villena.

—Un buen súbdito o un buen amigo.

—Esa pregunta es difícil. Un buen súbdito. Pero maese Zag es mucho más que ambas cosas juntas. Es mi tesorero. Más que eso también.

—Para escribir, ¿latín o romance?

—¡Gran pregunta! ¿Escribir para pocos o para muchos? ¿Escribir tal que sea confuso y con dobles juegos de palabras, o con simpleza o llanura? ¿Con enseñanza moral o simplemente para entretener? Pues mira. Yo escribo para reyes. Pero mi amigo Jaime de Xérica dice que es mejor ser llano y que todos me entiendan. Tiendo a eso ahora: busco la fama.

—¿Aragón o Castilla?

—Tientas tu suerte con esa pregunta… Castilla. Mi corazón es castellano, pero ya quisiera Castilla tener como rey al rey Jaime de Aragón.

—¿Amanecer o anochecer?

—Amanecer. Es cuando mejor se caza. Y si uno ve el amanecer es porque ha sobrevivido a los lobos y a la noche una vez más.

—¿Pasado o futuro?

—Buena pregunta. Futuro. La esperanza de un hijo, de una descendencia, da lucidez al presente.

—¿Cómo os  gustaría ser recordado?

—Que digan: murió el hombre, mas no murió su nombre. Por eso tengo insomnio. No dirán que no defendí mi honra y mi linaje. Las voces se las lleva el viento, pero lo escrito permanece. Por eso escribo.

Habla fray Rodrigo…

El sol ya está en todo lo alto del cielo cuando desciendo de la torre del homenaje del castillo de Peñafiel. Mi entrevista con don Juan Manuel no ha sido como esperaba. Ha sido incómoda.  Él era el halcón y yo me había sentido una grulla. Me acompaña el canciller Gonzalo Martínez, que tiene hechuras de paladín más que de hombre de Dios. Los escritores mienten, me ha dicho el noble. ¿Puedo fiarme de sus respuestas? Se me ocurre demorarme. Se lo confieso al canciller.

—Quizás queráis hablar con fray Rodrigo. Os puede dar otra perspectiva.

—¿Quién es?

—El escribano personal de don Juan Manuel. Su sombra, también. Es ese de allí, que acaba de entrar al patio de armas. Mirad, os daré un poco de tiempo. Me distraeré en la fragua unos minutos, como quien no quiere la cosa. Yo de esto no sé nada. Aprovechad, ¡y sed breve!

Es una oportunidad. Un noble hablará siempre bien de sí mismo. ¿También lo harán sus súbditos?

Fray Rodrigo es un joven de mirada huidiza. Porta una brazada de legajos. Por su manto oscuro sobre un hábito blanco identifico que es un dominico. Resopla cuando le corto el paso. Le enseño el pase de prensa y mira al canciller Gonzalo, quien asiente a lo lejos. Le aseguro que seré breve y que sus respuestas serán anónimas.

—Cabalgando siempre a su lado le conocerás bien. ¿Cómo es don Juan Manuel?

—Me ponéis en un brete. Es un buen cristiano…

—Eso ha dicho él.

—…si no fuera por su soberbia, que a todos achanta. Aunque todos los nobles lo son, él se vuelve insoportable. En todo ve una afrenta a su honra o su linaje. ¿De verdad que no sabrá que estoy hablando con vos?

—Palabra. ¿Es buen señor?

—Es un noble, ¿no os basta eso? Más terco que una mula. Rencoroso. Obsesionado. Esta mañana escupía odio y estuvo a punto de pegarme con una fusta.

—¿Por qué?

—Yo… Veréis. Perdí un halcón esta mañana.

—¡Ah, me habló del incidente! Eres el culpable.

—Lo soy. Era un halcón letrado, con pintas en el pecho. Muy hermoso. Arnaldo el cetrero lo había entrenado pero hoy no está. Acompañé a mi señor y yo lo cogí… Escapó y no me hizo caso. No regresó.

—¿Eso fue lo que pasó?

Mi intuición era cierta. El fraile enrojeció, pero su mirada era orgullosa.

—No. El halcón no regresó porque me hizo caso: le solté las correas y le susurré que huyera, él que podía volar. Eso quisiera yo a veces. Pero no puedo escapar.

—¿De tu señor? —El fraile no contestó—. ¿O de tus votos? —El fraile enrojeció otra vez y bajó la vista al suelo—. ¿Y cómo un fraile conoce el arte de la cetrería? ¿Quién te ha enseñado?

—¿Es que no sabéis quién soy? ¿No habéis escuchado los rumores en el pueblo?

—No.

—Dejadme. Debo irme.

—Háblame de su escritura. ¿Has leído sus libros?

—Yo los he copiado a limpio. A la fuerza los he leído, y mejor no opino. Quienes los leen, como son reyes, le escriben con complacencia para no enfadarlo. Un amigo suyo, Jaime de Xérica, con más paciencia que el santo Job, se atrevió a decirle sobre uno de sus libros que no entendía nada de nada, y por poco eso inicia una guerra entre Castilla y Aragón. Os lo ruego, dejadme ir ya.

—¿Sabes que ahora hay un libro sobre tu señor? El guardián de las palabras. Parece que no le gusta lo que se cuenta sobre él.

—A todos nos escuece oír verdades que no queremos escuchar. A él, tres veces más, porque todo el mundo le adula y habla bien de sus libros sin haberlos leídos.

—¿Tú sabes de qué va?

—Algo sé, pero debería callarme. —Tanto ruego e insisto, que claudica. Y muestra orgullo en voz baja. Algo insólito en un fraile que debiera ser sumiso—. Maese Malo me preguntó, y le dije cosas que… Cosas por las que un hombre puede acabar colgado, aunque sea un fraile.

—¿Cosas de política en las que está implicado don Juan Manuel? ¿De Aragón? ¿De Castilla?

—Escuchad: él no entiende de más reino que su heredad, ni de más señor que sí mismo. Y ya estoy hablando demasiado.

—Me nombró a maese Zag. Más que un amigo, más que un súbdito.

—Maese Zag es un santo varón, y para ser judío reúne más virtudes cristianas que algunos señores que conozco que comulgan todos los días y se confiesan cada domingo. Él trae prudencia y calma en esta era de tempestades. Él y la reina María de Molina.

Alguno de sus legajos se escurren entonces al suelo. Le ayudo a recogerlos, y no puedo evitar leer algunas frases en letra pequeña y limpia. ¿Es eso un poema de amor?

—¿Son esos escritos palabras de tu señor? ¿Quién es esa tal Beatriz que ahí menciona? A lo mejor una amante…

El fraile se pone nervioso, y suplica que calle. Le persuado para que acepte una última pregunta.

—Algunos nobles se burlan de tu señor por querer tener fama con sus letras. ¿Qué opinas tú de eso?

—Él es un señor de alta cuna. Puede permitirse tener esas ilusiones. Pero la fama no la dan las palabras, sino los hechos. ¿Pero quién recordará hechos del pasado si no se plasman por escritos para el futuro? Alguien tiene que escribirlos. Yo, por ejemplo. Dicen que los escritores mienten pero a veces entre las mentiras se esconden verdades. Porque romper esa falacia es muy fácil: «los escritores mienten» no significa «los escritores mienten todo el rato».

El canciller Gonzalo me llama y fray Rodrigo se escabulle torre adentro aprovechando mi distracción. Quedo pensativo, porque me parece que la sombra de una sonrisa burlona ha aparecido en mi fugaz y última visión del rostro del joven escribano.

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