‘Historia de una flor’: adelanto editorial en exclusiva de la nueva novela de Claudia Casanova

In the meadow. Claude Monet (1876)

Claudia Casanova (Barcelona, 1974), autora de novelas como La dama y el león, La tierra de Dios y La perla negra y editora de Ático de los Libros regresa a las librerías con Historia de una flor (Ediciones B). Una novela inspirada en la primera botánica española Blanca Catalán de Ocón y que sirve de todas las mujeres que supieron labrarse su propio camino frente a las limitaciones que les imponía su época. A continuación, reproducimos en exclusiva dos capítulos de esta novela que saldrá publicada este 24 de enero.

[Las novelas históricas que llegan en enero a las librerías]

15 Un estudio

Mercedes acompaña a sus dos hijas por el largo pasillo que conduce al antiguo invernadero de La Solariega.

—Vamos, tengo una sorpresa para vosotras.

Cuando abre la puerta, es como si un prestidigitador hubiera pasado por allí, trastocándolo todo: donde antes había una sala de verano, cuyas cristaleras se abrían a la parte trasera del jardín de La Solariega, ahora hay dos escritorios enfrentados. El lugar de los cuadros y los jarrones lo han ocupado una hilera de estanterías de madera, con puertas de cristal, vacías a la espera de libros o cuadernos. En la pared opuesta a los escritorios hay un aparador lleno de cajas de madera rectangulares con la tapa de vidrio. Luisa se acerca lentamente y comprueba que están llenas de mariposas.

—Son mis especímenes, madre. ¿Qué es todo esto?

—Es vuestro estudio, hijas —dice Mercedes, satisfecha—. Aquí podréis ordenar las muestras que traéis del campo, clasificarlas, dibujar bocetos con tranquilidad… —Se vuelve a Alba y dice—: Tú tendrás un espacio para escribir y guardar las fichas de cada flor que coleccionas, y he mandado que guarden aquí todos los herbarios que ya tienes. Podrás consultarlos a placer. Y tú, Luisa, tienes espacio de sobra para tus mariposas, también. —El aparador está hecho a medida para que pueda guardar todos los especímenes que tiene, y los que se añadirán a su colección—. Y aquí —dice, abriendo un armario— tenéis todo lo necesario para tomar muestras: bolsas, tijeras de podar, guantes de jardinero, papel de lino y algodón para guardar los especímenes de plantas, y jarras de cristal para las mariposas.

—No sé qué decir —dice Alba.

—Madre… —dice Luisa, emocionada.

No dejan de mirar a su alrededor. La luz que entra por los ventanales ilumina todas las superficies: la madera de la mesa, el suelo pulido, las cortinas claras, el tintero y los cuadernos esperando el dichoso momento en que puedan volcar su curiosidad y los frutos de su labor en ellos.

Alba se vuelve y mira a su hermana. Ambas se echan a reír, la pura felicidad de su ilusión contagiándose entre ambas. Las dos hijas se aferran a su madre con fuerza y la cubren de besos, agradecidas.

Las dos hermanas se refugian en el flamante estudio después de cenar.

—¿Cuál es esta? —pregunta Alba.

—Se llama cola de golondrina, y según el padre Bernardo su nombre científico es Papilio machaon —responde Luisa.

—Parece que tenga ojos en las alas.

—Es la primera que cacé. Hay muchas por el valle, pero me costó un poco. Tiene la capacidad de expulsar un líquido que pica, y huele como el azufre, cuando percibe una amenaza.

—¿Es peligrosa? —dice Alba, apartándose.

—No, no. Solo lo hace para protegerse, nada más. Además, ahora ya no puede causarnos ningún daño.

Las dos contemplan el ejemplar, clavado para siempre en la cajita. Luisa termina de escribir el nombre de la mariposa en la diminuta tarjeta y lo coloca en el lateral.

—¿No te dan pena, hermana?

Luisa sabe a qué se refiere. Niega con la cabeza.

—Solo me quedo con una. Todas las demás siguen libres, y así sabemos que existen y que son distintas del resto. De otro modo, ¿quién sabría cómo se llaman las mariposas?

Alba reflexiona y dice:

—Como las plantas que guardo, secas, entre las páginas de un libro, que también dejan de vivir. Ya sé que nadie lo ve así, pero a mí me parece que son seres vivos. Cada vez que veo una flor o una planta nueva, no puedo evitarlo: tengo que estudiarla, acercarme a ella, comprenderla. Es como si fuera un acertijo y no me quedara más remedio que resolverlo.

—En el fondo, no son tan diferentes sus vidas y las nuestras. ¿O crees que no estamos también atrapadas detrás de estos cristales? —dice Luisa, y señala el horizonte donde se divisa la sierra y los campos, los rebaños y los labriegos recogiendo la cosecha—. Hay cosas lejos de La Solariega que no conoceremos jamás.

Lo dice con añoranza, como si las hubiera perdido ya.

—Eso cambiará, ya verás. Cuando seamos mayores y podamos viajar solas, estudiaremos, como hizo nuestra madre —dice Alba con decisión.

—¿Dónde? ¿En Austria?

—No lo sé. Quizá. O en Francia, o Alemania o Inglaterra. —Alba se encoge de hombros—. Donde haya maestros que enseñen botánica y entomología. Será como las lecciones con el padre Bernardo, ¡pero sin el humo de la pipa!

Las jóvenes se echan a reír.

—Lo digo de veras, Luisa —dice Alba con un fervor nuevo, ante el gesto de escepticismo de su hermana, mientras señala el estudio.

—No sé, Alba. Las mariposas que guardo en mis cajas de cristal no cambian nunca —dice Luisa—. Y a veces, desearía que el mundo no cambiara nunca, como mis mariposas, y pudiéramos seguir siempre encerradas en este estudio, tú y yo. Al menos aquí somos libres.

Las dos hermanas se miran.

Alba frunce el ceño. No quiere pensar en lo que su hermana acaba de decir, quizá porque contiene más verdad de la que le gustaría admitir. Con gran esfuerzo se inclina, aplicada, sobre la hoja de su cuaderno, para seguir recopilando más detalles sobre las flores que ha traído esta tarde. Fuera, las puertas de cristal dejan entrar el crepúsculo.

16 El extranjero

El extranjero mira por la ventana del carruaje. No es la primera vez que pisa tierras castellanas, ni mucho menos. Conoce bien los caminos de la Península, se sabe de corrido los nombres de árboles, plantas, arbustos y flores. Su cabeza es un archivo preciso, ordenado. Cada nombre en su cajón, una etiqueta para cada familia. Clases y órdenes. Géneros y especies. Vallisneria spiralis. Ulex australis. Taxus baccata. En sus cuadernos de viaje, los nombres desfilan en el papel como arañas obedientes. Lleva consigo las misivas que ha intercambiado con el padre Bernardo durante años, desde que se conocieran en el congreso de la Sociedad Botánica de Berlín. La última carta, la que había empezado a escribir en Praga, sigue inacabada dentro de su cartera. En lugar de eso, ha mandado un mensaje por telégrafo, para ganar tiempo. Cuando llegan al centro del pueblo, el conductor baja la maleta del pescante, la deja en el suelo, descuelga las escaleras para que el viajero pueda descender, y se quita la gorra.

Cuando el alemán baja del vehículo, el tiempo de la plaza de Santa Ana del Campo se detiene sin disimulo. Las cabezas de los mozos y de las mujeres, todas de cabellos morenos y piel aún más morena, se giran a mirar cuán largo es el hombre de piel fina y ojos azules, de pelo rubio y expresión afable. El carraspeo del conductor es la señal para que la vida vuelva a fluir: todos reemprenden sus quehaceres, aunque mirándoles con el rabillo del ojo. El viajero busca en el bolsillo de su chaleco para dejar en la palma del conductor unas monedas. Satisfecho con el pago, este se decide a extender sus servicios por unos minutos más.

—¿Le acompaño al hotel, señor?

—No, a la iglesia, si es tan amable —responde el extranjero.

Enarca las cejas el otro, y al cabo de una caminata por las calles estrechas de Monreal, tejidas de piedra y cal, llegan al pórtico de la iglesia a medio restaurar. El alemán carga su maleta al interior de la nave y disfruta del frescor de su interior, después del caluroso trayecto. La deja en el suelo y se acerca a la puerta de la sacristía, desde donde llega un coro de voces, un zumbido de letanías.

Asoma por la puerta. Se oye:

—Dos por dos, cuatro; dos por tres, seis; dos por cuatro, ocho…

Tamborilea los dedos contra la madera y cuatro caritas se giran hacia él.

—¡Mi querido amigo! —exclama el padre Bernardo, dejando en el escritorio el libro que sostenía para la guía de la clase.

Heinrich Moritz Willkomm sonríe.

En un rincón de la sala, otra cabeza se ha levantado y observa con curiosidad al recién llegado. Alba jamás ha visto un hombre con los cabellos tan rubios. El recién llegado y el cura se saludan con afecto, y el padre Bernardo exclama, girándose hacia la muchacha:

—Señorita, hágame el favor de seguir usted con el recitado de las multiplicaciones. No tardo nada.

Alba asiente y se levanta para ocupar el lugar del cura frente a la clase. El recién llegado repara en ella. Inclina la cabeza cortésmente, y es entonces cuando Alba se fija en que el color de los ojos del extraño es azul profundo, como la flor de la hierba de la sangre.

Le devuelve el saludo y un ligero estremecimiento la empuja a recoger el chal que se había deslizado desde el respaldo de la silla. Hace frío en la iglesia, piensa. Habrá que poner un brasero aunque solo sea primavera.

—Venga, niños. Dos por dos, cuatro; dos por tres, seis…

 

Historia de una flor, por Claudia Casanova (Ediciones B). A la venta 24 de enero de 2019

La auténtica belleza reside siempre en los detalles. En el brillo de una gota de rocío, en la mirada curiosa de una joven, o en los pétalos de una flor sin nombre. Alba, curiosa e inteligente, pasa las horas recorriendo el valle con su colección de flores, que cataloga con minuciosidad. Su hermana la acompaña siempre, en busca, a su vez, de los ejemplares de insectos más bellos y sorprendentes. Hasta el pequeño pueblo en el que su acomodada familia pasa los veranos llega un día Heinrich Wilkomm, un renombrado botánico centroeuropeo. La pasión por la ciencia que comparte con Alba pronto evolucionará hacia algo más prohibido, secreto e inolvidable que, como la flor que ambos nombran por primera vez, tendrá raíces tan profundas que será capaz de crecer entre las piedras.

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