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Autorretratos de los haitianos que siguen viviendo bajo lonas

Hace más de tres años y medio, el 12 de enero de 2010, uno de los terremotos más devastadores de la historia (200.000 edificios destruidos en 60 segundos) dejó a Haití —uno de los países más pobres del mundo— en estado terminal. Las cifras oficiales, que todavía no tienen el carácter de definitivas, hablan de 316.000 personas muertas, 350.000 heridas y más de 1,5 millones sin hogar. La magnitud de los daños fue cuantificada en dinero —el patrón que mueve las conciencias y abre las carteras en un mundo taimado—: unos 7.000 millones de euros.

El desastre y sus consecunecias extendieron el valor de la generosidad como una epidemia y todas las naciones del mundo se comprometieron a soltar dinero y ayuda técnica y humana para reconstruir el país y devolverle al menos una parte de dignidad a sus habitantes. A estas alturas las cuentas no salen: los fondos entraron al país pero en una altísima proporción volvieron a salir de él, embolsados por organizaciones seudohumanitarias o empresas contratistas. En el caso de los EE UU, donde el presidente Obama prometió hacer de Haití una causa personal, el 95% de las ayudas en cooperación han terminado en las cuentas corrientes de las ONG estadounidenses.

En Haití hay en estos momentos 279.000 personas viviendo en las carpas de los campos de desplazados y otros campamentos improvisados, 18.000 niños menores de cinco años en severo estado de desnutrición y 100.000 casos de cólera previstos para 2013, la violencia y el crimen son rampantes…

Las personas retratadas en las fotos de las galerías de esta entrada son parte de ese colectivo de desposeidos que viven bajo las lonas de las carpas montadas por la cooperación internacional o en campamentos ilegales (el término rechina en una situación que debiera ser, según cualquier óptica, ilegal). Las imágenes convierten a los retratados en tangibles, les otorgan la identidad de una sonrisa, la personalidad de una pose, el descorazonador sinsentido de una mirada vacía

No son las primeras de las centenares de miles de fotos que nos han repartido desde Haití las corporaciones mediáticas o los fotoperiodistas por libre, pero éstas tienen un elemento diferencial que las dignifica y convierte en delicadas y, al tiempo, aterradoras: son autorretratos, son los haitianos quienes aprietan el mando a distancia del disparador de la cámara, quienes deciden cómo mirarse. Ante ellos no está un fotógrafo extranjero buscando, en el mejor de los casos, la denuncia y, en el peor, la rentabilidad del retrato. Estos haitianos están ante un espejo, ante sí mismos.

El Haiti Self-Portrait Project (Proyecto de Autorretratos de Haití) fue iniciado por Andy Lin en colaboración con la organización Frakka (siglas en inglés de La Fuerza por la Reflexión y la Acción sobre la Vivienda), que defiende los derechos de los habitantes de los campamentos. Lin había producido desde 2009 más de 300.000 autorretratos con el mismo sistema —una cámara digital con flash, un trípode, un mando a distancia y un espejo tras la cámara para que el retratado pudiese actuar como el verdadero fotógrafo— en eventos, inaguraciones, fiestas y otros saraos frívolos en Nueva York. En 2012 decidió que era hora de cambiar de modelos y se fue a Haití.

Con el equipo a cuestas, Lin ha estado en los principales campamentos donde los desahuciados por el terremoto siguen esperando: Grace Village, City Soleil —uno de los más violentos por los ataques de esbirros de los dueños de las tierras, que pretenden edificar en ellas—, Mozayik —con un asesinato de media al día— y Solino —donde los residentes son presionados por la policía para que se vayan porque afean la zona céntrica de Puerto Príncipe, la capital de Haití—.

El fotógrafo ni siquiera estaba presente cuando las fotos fueron tomadas. Al llegar a cada campamento se reunía con las personas mayores y de más influencia, les contaba la idea y, una vez aceptada por unanimidad del consejo local, instalaba los bártulos y regresaba pasadas unas horas. «No quería intervenir. No quería ser otro fotoperiodista preguntando: ‘¿me dejas hacer una foto de las condiciones miserables en las que vives?’. Tras acabar cada sesión, hacía una copia de cada foto en una impresora portátil y se la dejaba como regalo. Les encantaba verse porque muchos llevaban sin hacerse fotos desde antes del terremoto».

Conviene ver estos autorretratos. Tras la vitalidad y el juego —siempre el mejor de los analgésicos—, son personas desgraciadas por culpa de nuestra falta de palabra, de nuestros compromisos rotos, de nuestra amnesia, de nuestra indiferencia…

Ánxel Grove