Archivo de julio, 2013

Madeleine, «una cámara fotográfica del olor»

A menudo olvidamos el poder evocador del olfato, el sentido que menos ejercitamos y al que se le suele dar una importancia secundaria frente a los otros cuatro. La diseñadora británica Amy Radcliffe defiende la memoria olfativa como posible aliada para «nuestro bienestar emocional» y como una herramienta más para documentar el mundo que nos rodea.

Basado en la tecnología Headspace, desarrollada en los años ochenta para la industria del perfume, el aparato exhibe un aspecto que en principio no aclara su modo de funcionamiento: es de un blanco farmacéutico, tiene tubos transparentes y una campana de cristal. La máquina se llama Madeleine y su creadora, Radcliffe, la describe como una «cámara analógica del olor»: «La cámara registra la información de la luz para crear una réplica. Madeleine registra la información molecular de un aroma«.

El proceso es sencillo. Hay que cubrir con la campana el objeto que contiene el olor que se quiere capturar, conectar una probeta de dos extremos («el atrapador de olor») a los cables que salen del cuerpo del aparato, encender el interruptor para comenzar con el proceso «de absorción»… En las vías transparentes se ve fluir líquido producto de la condensación. Después sólo queda retirar y sellar el tubo, que contiene los matices de la fragancia original. Si se quiere recrear y multiplicar como si se tratara de un perfume, sólo hay que mandar la muesta a un laboratorio para que analice la composición que permita reproducirla.

La diseñadora denomina «scent-ography» (que se podría traducir por aromagrafía) a estas instantáneas aromáticas y ve el proceso como una manera alternativa de documentar recuerdos. «De olores de ambiente a la fragancia absolutamente única de una persona, nuestra memoria olfativa es un valioso recurso para ser capturado y archivado de modo sistemático».

Helena Celdrán

Ernest Cole, el fotógrafo negro que documentó el ‘apartheid’ y murió como un ‘homeless’ en Nueva York

© The Ernest Cole Family Trust Courtesy of the Hasselblad Foundation, Gothenburg, Swede

© The Ernest Cole Family Trust Courtesy of the Hasselblad Foundation, Gothenburg, Sweden

El fotógrafo Ernest Cole creyó necesario añadir un título largo y explicativo a esta foto:

«Un centavo, jefe, un centavo, por favor, jefe, tengo hambre». Escena nocturna en Golden City, con niños negros suplicando limosna a blancos. Puede que les den una moneda o, como aquí, una bofetada.

El título añade poco a lo que vemos, pero acaso el fotógrafo necesitaba la carga verbal para mitigar el dolor que padecía retratando el infierno.

Cole se llamaba en realidad Ernest Levi Tsoloane Kole y había nacido en 1940 en Eersterust, un suburbio de Pretoria (Sudáfrica). Era el cuarto de los seis hijos de un sastre y una lavandera negros y no tenía otro futuro que el hambre en el país que estableció el régimen segregacionista más atroz de la segunda mitad del siglo XX, el apartheid.

En casa no había comida suficiente y la malnutrición hizo mella en los críos: Cole sólo alcanzó como adulto una estatura de 150 centímetros.

Con la cámara que le regaló un misionero católico, el joven Cole empezó a hacer fotos y terminó encontrando empleo como ayudante de laboratorio en la revista Drum, el único medio que se atrevía a informar de la vida en las townships, los guetos obligatorios para negros.

Lo que a Cole le faltaba en altura le sobraba en coraje. Durante la década de los años sesenta —los años brutales de las recolocaciones forzosas y la represión desatada contra la mayoría negra (ocho de cada diez habitantes de Sudáfrica)—, el fotógrafo se conjuró para mostar lo que sucedía. No era un suicida y sabía cómo actuar: se escondía, utilizaba teleobjetivos, disimulaba la cámara entre la ropa o en tuppers de comida para entrar en minas o en cárceles y hacer imágenes que le resultaban suficientemente inexplicables como para añadirles títulos muy largos…

Incluso tramó un engaño burocrático que le salió bien durante un tiempo: inscribió su identidad racial como coloured, de color, con razas mezcladas, una de las gradaciones de la negritud establecida por los teóricos del apartheid para el diseño social. Si eras de color tenías un poco más de libertad que si eras negro: podías, por ejemplo, viajar de un township a otro sin que el desplazamiento fuese considerado delito. La triquiñuela funcionó —Cole tenía un tono de piel no del todo negra— y pudo recorrer los escenarios del horror que punteaban el país entero.

1960-1966 © The Ernest Cole Family Trust Courtesy of the Hasselblad Foundation, Gothenburg, Sweden

Earnest boy squats on haunches and strains to follow lesson in heat of packed classroom, 1960-1966 © The Ernest Cole Family Trust Courtesy of the Hasselblad Foundation, Gothenburg, Sweden

After processing they wait at railroad station for transportation to mine. Identity tag on wrist shows shipment of labor to which man is assigned 1960-1966 © The Ernest Cole Family Trust Courtesy of the Hasselblad Foundation, Gothenburg, Sweden

After processing they wait at railroad station for transportation to mine. Identity tag on wrist shows shipment of labor to which man is assigned, 1960-1966 © The Ernest Cole Family Trust Courtesy of the Hasselblad Foundation, Gothenburg, Sweden

La obra de Cole es de una pureza salvaje y una moralidad aplastante porque, aunque nadie se atrevía a publicar las fotos, el reportero seguía en la brecha y no abandonaba. Mostraba —y confiaba en que el trabajo llegase a otros algún día— la realidad de un país montado bajo un sistema nazi, donde los negros no podían optar a cargos públicos, establecer negocios, entrar en zonas asignadas a blancos, disponer de energía eléctrica o recibir una educación mínima (la educación de un niño negro costaba el 10% de la correspondiente a un blanco y la universitaria era directamente imposible para los negros).

En 1966, mientras retrataba a una pandilla de ladronzuelos callejeros, la feroz policía sudafricana detuvo a Cole. Era una redada rutinaria, pero en la comisaría descubrieron que el fotógrafo había mentido sobre su perfil racial. Tras unas cuantas sesiones de golpes y otras torturas, le ofrecieron dos opciones: convertirse en soplón o ser juzgado por fraude y, con seguridad, condenado a varios años de cárcel.

Con la ayuda de amigos que participaban de los cada vez más potentes grupos de resistencia antiapartheid el fotógrafo logró escapar a Europa. Unos días después, una persona blanca que no despertaba sospechas en las aduanas sacó del país los negativos de su archivo de fotos de títulos como letanías.

Newspapers are her carpet, fruit crates her chairs and table 1960-1966 Courtesy of the Hasselblad Foundation, Gothenburg, Sweden © The Ernest Cole Family Trust

Newspapers are her carpet, fruit crates her chairs and table, 1960-1966 Courtesy of the Hasselblad Foundation, Gothenburg, Sweden © The Ernest Cole Family Trust

Pensive tribesmen, newly recruited to mine labour, awaiting processing and assignment 1960-1966 © The Ernest Cole Family Trust Courtesy of the Hasselblad Foundation, Gothenburg, Sweden

Pensive tribesmen, newly recruited to mine labour, awaiting processing and assignment, 1960-1966 © The Ernest Cole Family Trust Courtesy of the Hasselblad Foundation, Gothenburg, Sweden

En 1967 Cole hizo realidad el sueño de su vida: editaron en los EE UU el fotolibro House of Bondage (Casa de cautiverio), su crónica, en fotos y pies de foto, de lo que estaba sucediendo en su tierra. Aunque fue prohibido en Sudáfrica, ejemplares de contrabando y fotocopiados circularon con profusión y se convirtieron en un pilar del activismo fotográfico que ejercieron en las décadas siguientes David Goldblatt, Eli Weinberg, Omar Badsha, Joao Silva y Jürgen Schadeberg.

Pero el hombre de 150 centímetros de estatura y una valentía de rascacielos nunca volvió a ser el mismo: tenía rota el alma y se sentía divorciado del mundo. Jamás regresó a Sudáfrica y, después de 23 años de exilio, murió en Nueva York en 1990. Era un homeless, dormía entre cartones y jamás hizo una foto desde que se marchó de su país.

 Ánxel Grove

Every African must show his pass before being allowed to go about his business. Sometimes check broadens into search of a man’s person and belongings 1960-1966 Courtesy of the Hasselblad Foundation, Gothenburg, Sweden © The Ernest Cole Family Trust

Every African must show his pass before being allowed to go about his business. Sometimes check broadens into search of a man’s person and belongings, 1960-1966
Courtesy of the Hasselblad Foundation, Gothenburg, Sweden © The Ernest Cole Family Trust

«No usar para sobornar a políticos», mensajes en los billetes de dólar

Uno de los sellos de StampStampede

«Con 16 estados que apoyan una enmienda constitucional, y más que lo harán, tenemos que continuar con nuestro deber como seres humanos (y estadounidenses) para asegurar que nuestro sistema político no se corrompa por intereses especiales ni corporaciones. Si ya tienes un sello, ¡sigue sellando!«.

Las leyendas sobre los dólares son elocuentes y combativas: «Las corporaciones no son personas», «No usar para comprar elecciones», «No usar para sobornar a políticos» (esta última, especialmente popular). La tinta roja destaca sobre el verde mortecino de los billetes , que pasa de mano en mano propagando el mensaje. Los promotores aseguran que cada dólar es visto por una media de 875 personas.

StampStampede —juego de palabras en inglés que mezcla la palabra stamp (sello) con stampede (estampida)— es una iniciativa para protestar contra el poder determinante del dinero en el sistema político de los EE UU, donde las donaciones de multimillonarios y poderosísimas empresas financian las campañas. Aunque existen leyes para regularlas, muchos consideran que no son suficientes y que el procedimiento pone en jaque al sistema democrático: a más ingresos, más posibilidades tendrá el candidato de ganar y devolver así los favores a sus patrocinadores.

La máquina de Rube Goldberg montada sobre el 'Stampmobile'

La máquina de Rube Goldberg montada sobre el ‘Stampmobile’

Los activistas de la organización sin ánimo de lucro, originaria de Vermont (Nueva Inglaterra), demandan una enmienda constitucional que ponga más límites a la situación y utilizan el papel moneda como medio para hacer escuchar sus peticiones. Igual que un artista callejero se vale de la vía pública, usan el dinero como superficie ideal para llegar al mayor número de personas posible a través de un objeto que cambia de propietario día a día y tiene una vida activa de entre 4,8 años (para los billetes de 1 dólar) y 17,9 años (para los de 100).

Contradictoriamente, la junta directiva está formada por Ben Cohen (uno de los fundadores de la compañía de helados Ben and Jerry’s), Richard Foos, Danny Goldberg, Dal LaMagna y Judy Wicks. Todos —salvo Wicks— son fundadores y expresidentes de empresas millonarias y ahora están involucrados en varias organizaciones sin ánimo de lucro y fundaciones.

Con un historial de superempresarios, cabe pensar que ahora intentan lavar la conciencia o la reputación tras haber sido parte de la élite del corporativismo estadounidense. A ellos se han unido desarrolladores web, diseñadores gráficos y otros profesionales que contribuyen a mantener viva la campaña.

Dejando de lado el punto sospechoso, el fin es noble y los métodos, imaginativos. Además de vender sellos en su página web (a un precio político y con descuentos como el de este mes de julio, en el que sólo piden la voluntad) el colectivo tiene un StampMobile, una camioneta modificada con una máquina de Rube Goldberg que sella los billetes y viaja por diferentes ciudades del país para promover la iniciativa.

Helena Celdrán

 

'Las corporaciones no son personas'

‘Las corporaciones no son personas’

El sistema no está deshecho, está 'arreglado'

Echa al dinero de la política

El sistema no está deshecho, está 'arreglado'

El sistema no está deshecho, está ‘arreglado’

 

Cuando los Beatles interpretaron a Shakespeare

Los Beatles en el estudio

Los Beatles en el estudio

Haciendo canciones-cápsula de dos minutos no tenían rival, pero actuar no era lo suyo. Cuando los Beatles mantuvieron contacto con las artes visuales, actividad que ejercieron con frecuencia, dejaban de ser la máquinaria más perfecta de hacer pop para ofrecer versiones apayasadas de sí mismos.

Las películas A Hard Day’s Nigth (1964) y Help (1965) —ambas dirigidas por el eficaz mercenario Richard Lester— eran comedias que hacían un escaso favor al genio musical del grupo y convertían a los músicos en ridículos y acelerados mequetrefes y el proyecto Magical Mistery Tour (1967) —resultado de la petulancia de Paul McCartney, que se creyó suficientemente dotado como para ser director de cine— tuvo resultados aún más disparatados…

Otra cuestión es el documental Let It Be (Michael Lindsay-Hogg, 1970), la excepción a tanta birria, pero los herederos y herederas del imperio beatle no dan permiso para la reedición digital, conscientes de que es demasiado real y desmonta la idea de amigos para siempre con la que siguen haciendo medrar la fortuna.

Tampoco hay mucho mérito en la plana actuación de John Lennon en Cómo gané la guerra (Richard Lester, 1967), que rodó en Almería [este vídeo es un montaje de todas las escenas en las que interviene, unos ocho minutos en total y en este otro puede verse la película completa], ni en los cortos en cine que los Beatles lanzaron como apoyo promocional para algunas de sus canciones, por ejemplo Penny Lane —del que circula por Internet una mucho más divertida y menos pomposa versión literal—.

Pero los Beatles parecían capaces de todo y a todo se enfrentaban con las sonrisas bien puestas en la cara lavada de chicos buenos, naturales y encantadores. La caja registradora no admitía tiempos muertos ni negativas. Además de geniales como músicos, eran obedientes y carecían de autocrítica.

En abril de 1964, recién llegados al Reino Unido tras su primer viaje a los EE UU —el de la explosión de la beatlemanía con la actuación para todo el país en el Show de Ed Sullivan—, el grupo no le hizo ascos a interpretar un fragmento de William Shakespeare para televisión. Fue grabado en los Estudios Wembley de Londres y emitido el 6 de mayo por la cadena ITV en el especial de una hora Around The Beatles.

El fragmento que el grupo afronta con una envidiable desvergüenza pertenece a la comedia romántica A Midsummer Night’s Dream (El sueño de una noche de verano), que Shakespeare escribió en torno a 1595. La escena que los Beatles se encargan de convertir en una comparsa de carnaval es la primera del quinto acto, con Lennon interpretando el personaje femenino de Tisbe («elegí el personaje con el vestuario más estúpido, como siempre»), McCartney es su pretendiente Píramo, George Harrison hace de Moonshine y Ringo Starr de León. La historia de amor imposible de Tisbe y Píramo, robada por el dramaturgo inglés a Ovidio, fue la inspiración posterior de Shakespeare para Romeo y Julieta.

Pese a la necesaria benevolencia —han pasado casi 50 años—, la visión produce vergüenza ajena. Mucho más saludable, como compensación, es la versión shakesperiana de la letra beatle de la canción A Hard Day’s Nigth, desnudada para que quede constancia de su fruslería e interpretada por el actor Peter Sellers.

Ánxel Grove

Un proyecto artístico demuestra el potencial de zanahorias, rábanos, remolachas…

'Final Bloom' - Eugene Soler

‘Final Bloom’ – Eugene Soler

La capacidad de crecimiento de algunas verduras no termina en el momento en que desechamos las hojas inservibles para consumirlas. El arquitecto y diseñador australiano Eugene Soler ilustra en un experimento entre artístico, poético y científico cómo la vida se abre paso en los restos de zanahorias, rábanos, nabos, remolachas y otras verduras de raíz.

La instalación artística Final Bloom (Florecimiento final) se presentó este mes en el Instituto Británico de Diseño de Interiores (BIID), en Londres, como interpretación visual de un ciclo de conferencias sobre cómo la unión de arte y ciencia influye cada vez más en las soluciones creativas de los diseñadores de interiores.

Inspirado en las ilustraciones científicas del pasado y en los bocetos de carácter divulgativo, fruto del deseo de los artistas por saber y descubrir, Soler llama con el proyecto al «sentido de la curiosidad y del asombro producido por el mundo natural».

Consiguió las sobras de restaurantes locales, de la cocina de un servicio de cátering y de casas particulares de amigos. También pidió la colaboración de los visitantes, que podían llevar los restos de hortalizas de casa para aportarlas a la iniciativa.

Bocetos para 'Final Bloom'

Bocetos para ‘Final Bloom’

En construcciones con varias bandejas que se rellenaban de agua con un sencillo sistema, se podía comprobar cómo seguían creciendo y saliéndo nuevas hojas que alcanzaban un tamaño considerable empujadas por el ansia por sobrevivir. «Hay algo poético en estos brotes, después de cortarlos siguen creciendo, incluso cuando ya se han convertido en desechos. Quería crear un hábitat para ellos, una incubadora para que florecieran una vez más«, cuenta el autor en unas declaraciones a una publicación online especializada en diseño y arquitectura.

Final Bloom provoca además la reflexión sobre nuestra idea equívoca de lo que consideramos desechable. Las hojas de la zanahoria son comestibles, ricas en nutrientes y se pueden agregar a ensaladas y sopas. Las hojas de nabo tienen más beneficios para la salud que la raíz que consumimos, las de la remolacha pueden cocinarse como si fueran espinacas. Soler quiere con el proyecto «que seamos más conscientes de nuestra tendencia a tirar cosas que tienen más potencial y belleza en ellos» de lo que nosotros pensamos.

Helena Celdrán

Sergio Larraín, el fotógrafo vagabundo que lo dejó todo para «rescatar el alma»

Sergio Larrain, 1967 © René Burri / Magnum Photos

Sergio Larraín, 1967 © René Burri / Magnum Photos

El juego es partir a la aventura, como un velero, soltar velas. Ir a Valparaiso, o a Chiloé, por las calles todo el día, vagar y vagar por partes desconocidas, y sentarse cuando uno está cansado bajo un árbol, comprar un plátano o unos panes y así tomar un tren, ir a una parte que a uno le tinque, y mirar, dibujar también, y mirar. Salirse del mundo conocido, entrar en lo que nunca has visto, DEJARSE LLEVAR por el gusto, mucho ir de una parte a otra, por donde te vaya tincando. De a poco vas encontrando cosas y te van viniendo imágenes, como apariciones las tomas.

Sergio Larraín (1931-2012) escribió en 1982 una carta a uno de sus sobrinos, empeñado en que el tío concibiera unos consejos sobre el arte fotográfico. El documento tiene sólo 870 palabras pero una dimensión sideral, como de dibujo cósmico, de lección de un maestro tan dulce como descreído, un gurú que acaso es dulce porque rechaza todo método excepto la divina errancia, la bendita condena que nos aproxima a los animales: vagamos porque el asiento es la muerte.

En el retrato que inicia esta entrada, tomado en París en 1967 por René Burri, compadre de Larraín y colega en la Agencia Magnum, se adivina la belleza casi canalla del autor de la carta. Tenía 36 años y en el porte desenvuelto y la doblez matemática de la bufanda se adivina al pituco, como llaman en Chile a los niños bien. Hijo de un decano de Arquitectura y coleccionista de arte, Larraín había crecido en el barrio más pijo de Santiago, estudiado en liceos privados e intentado el absurdo de licenciarse como ingeniero forestal en Berkeley, en la bella California, donde frecuentó los bares y la marihuana con más ahinco que las aulas.

“Estaba confundido, no entendía nada. Decidí entonces dejar los estudios y tener una profesión de vagabundo para buscar la verdad”, escribiría Larraín sobre aquel tiempo ofuscado, al que puso término aceptando lavar platos por 60 dólares al mes. Encantado de tener dinero ajeno a la fortuna de papá, decidió darse un capricho y fue de tiendas con la idea fija de comprar lo más bello que se le cruzara en el camino. Las leyes de ordenación que rigen el mundo decidieron que el objeto fuese una cámara Leica IIIc de segunda mano. Acordó un sistema de pagos aplazados de cinco dólares al mes.

Sigues viviendo tranquilo, dibujas un poco, sales a pasear y nunca fuerces la salida a tomar fotos, por que se pierde la poesía, la vida que ello tiene se enferma, es como forzar el amor o la amistad, no se puede. Cuando te vuelva a nacer, puede partir en otro viaje, otro vagabundeo: a Puerto Aguirre, puedes bajar el Baker a caballo hasta los ventisqueros desde Aysén; Valparaiso siempre es una maravilla, es perderse en la magia, perderse unos días dándose vueltas por los cerros y calles y durmiendo en el saco de dormir en algún lado en la noche, y muy metido en la realidad, como nadando bajo el agua, que nada te distrae, nada convencional. Te dejas llevar por las alpargatas lentito, como si estuvieras curado por el gusto de mirar, canturreando, y lo que vaya apareciendo lo vas fotografiando.

Un largo viaje por Europa y Oriente Medio educó la mirada del joven, que ya no quiso hacer otra cosa más que fotos cuando regresó a Chile en 1955 para instalarse en Valparaiso, la ciudad que adoraba por sus abismos de adoquines, la niebla y los prostíbulos. Por encargo de dos entidades benéficas retrató a las partidas de niños de la calle de Santiago cuya existencia negaba el poder. Fue el primer gran reportaje de Larraín, una serie donde la violenta realidad no difumina la ternura y la simpatía. El MoMA de Nueva York se fija en la obra del chileno y le compra un par de fotos.

Con la recién ganada fama llegó una beca del British Council para un reportaje sobre Londres en 1959. El resultado es tan hondo y nuevo —la visión quebrada, el horizonte fijado en el suelo, la niebla embalsamando a la ciudad y sus moradores…— que el gran pope Henri Cartier-Bresson invita al chileno a entrar en Magnum, el sancta santórum del documentalismo, pero le propone, con bastante mala uva, una prueba de acceso cargada de veneno: debe ir a Sicilia para localizar y retratar al poderoso capo mafioso Giuseppe Genco Russo, buscado por varios asesinatos por la Interpol, huido de la justicia y de quien no existía ni una sola imagen conocida.

Genco Russo en su casa, Sicilia, 1959 © Sergio Larraín /  Magnum Photos

Genco Russo en su casa, Sicilia, 1959 © Sergio Larraín / Magnum Photos

El fotógrafo regresó a París tres meses después con más de 6.000 fotos sobre Napolés, Calabria y Sicilia, entre ellas medio centenar donde el capo mira a cámara, duerme la siesta y come pasta con la familia. El orgulloso posado frontal de Russo en su casona de Caltanissetta aparece en revistas de medio mundo y Larraín entra como socio en Magnum.

Nada se le niega al reportero en los años sucesivos. Es un tiempo de oro y fama. En París se codea con el escritor Julio Cortázar, a quien cuenta que acaba de hacer una foto callejera que, tras ser revelada, permite ver en segundo plano a una pareja haciendo el amor. De la idea nace el relato Las babas del diablo, que Cortázar inicia con palabras que podrían referirse a Larraín: «Entre las muchas maneras de combatir la nada, una de las mejores es sacar fotografías, actividad que debería enseñarse tempranamente a los niños, pues exige disciplina, educación estética, buen ojo y dedos seguros. No se trata de estar acechando la mentira como cualquier reporter, y atrapar la estúpida silueta del personajón que sale del número 10 de Downing Street, pero de todas maneras cuando se anda con la cámara hay como el deber de estar atento, de no perder ese brusco y delicioso rebote de un rayo de sol en una vieja piedra, o la carrera trenzas al aire de una chiquilla que vuelve con un pan o una botella de leche».

Sigue lo que es tu gusto y nada más. No le creas más que a tu gusto, tu eres la vida y la vida es la que se escoge. Lo que no te guste a ti, no lo veas, no sirve. Tu eres el único criterio, pero ve de todos los demás. Vas aprendiendo, cuando tengas una foto realmente buena, las amplias, haces una pequeña exposición o un librito, lo mandas a empastar y con eso vas estableciendo un piso, al mostrarla te ubicas de lo que son, según lo veas frente a los demás, ahí lo sientes. Hacer una exposición es dar algo, como dar de comer, es bueno para los demás que se les muestre algo hecho con trabajo y gusto. No es lucirse uno, hace bien, es sano para todos y a ti te hace bien porque te va chequeando.

En 1968, tras una carrera corta y deslumbrante, Larraín se repliega sobre sí mismo. Las fotos son secundarias, dice, cuando se trata de «rescatar el alma». Se afana en la búsqueda de maestros espirituales —primero sigue al boliviano Óscar Ichazo y después al chileno Claudio Naranjo, chamanes new age a cuyo costado persigue la iluminación—, escribe sobre ecología, practica yoga, consume LSD… Dos años después se despide de Magnum, retira los negativos de los archivos de la agencia y quema buena parte de su obra fotográfica, que podemos disfrutar porque otro fotógrafo existencial y errante, el gran Josef Koudelka, tenía copias de centenares de fotos del chileno, al que adoraba.

Se retira a las montañas, corta con casi todos los amigos y familiares, vive como un ermitaño, escribe pequeños opúsculos que llama textos para el kinder planetario —con frases como «el universo es unidad, está todo junto, al mismo tiempo, ahora»— y sostiene sus escasas necesidades dando clases de yoga una vez por semana en un gimnasio. Le buscan periodistas de todo el mundo. La reportera Verónica Torres logra hablar con él en 2011 y encuentra a una persona alunada. Cuando la despide en el marco de la puerta de la casucha Larraín dice: «Párate en el kath, dobla un poco las rodillas, baja el cuerpo. Así pesadita. Conéctate con la gravedad, cierra los ojos. Estás aquí y ahora, el pasado no existe y lo que viene tampoco».

El fotógrafo a quien Roberto Bolaño definió como «rápido, ágil, joven e inerme» y de mirada similar a un «espejo arborescente», murió en febrero de 2012, a los 81 años, de una enfermedad coronaria. En el remoto pueblo de Ovalle, donde vivía, le llamaban El Queco y casi nada sabían del pasado de uno de los fotógrafos más brillantes y efímeros del siglo XX.

Los Encuentros de Arlés, que se están celebrando, dedican la mejor exposición del certamen a Larraín, cuyo paso por el mundo comparan al movimiento de «un meteorito». De estar vivo, el fotógrafo no hubiera admitido el homenaje.

Ánxel Grove

 

Retratos de DJs que ‘reviven’ en la oscuridad

James Murphy en uno de los carteles de 'Binary Prints', de Alex Trochut

James Murphy en uno de los carteles de ‘Binary Prints’, de Alex Trochut

Para sus ilustraciones, diseños y tipografías Alex Trochut (Barcelona, 1981) le da una vuelta a la premisa minimalista del «menos es más» y se encomienda al «más es más» con obras cargadas de tramas, geometrías y detalles en apariencia espontáneos como salpicaduras.

Siempre teniendo en cuenta la importancia de saber parar a tiempo para que la obra no se eclipse a sí misma en un revoltijo incomprensible, Trochut —un diseñador de éxito que ha trabajado para gigantes como los Rolling Stones, The New York Times, Adidas o Coca-cola— se interesa ahora por «la dualidad que podría ser representada en un trabajo de dos dimensiones sobre papel».

Binary Prints (Impresiones binarias) es una colección de carteles en los que dos imágenes separadas conviven en la misma superficie. Una se ve sólo de día o con la luz encendida, la otra emerge fluorescente en la oscuridad. Aunque parezca un truco manido, lo asombroso es que un motivo no interfiere sobre el otro: nadie sospecharía al contemplar la obra que de noche se transformará.

Editados durante el festival barcelonés de música electrónica Sónar, que este año cumplía 20 ediciones, los pósters son retratos que el artista ha realizado a DJs actuales de música electrónica como Four Tet, Damian Lazarus, James Murphy, Acid Pauli, Caribou y John Talabot.

De día sus rostros (con los ojos cerrados o bostezando) los revelan aletargados; la oscuridad muestra una faceta muy diferente de ellos, con los ojos abiertos, a veces en estado de alerta, con motivos abstractos rodeando o invadiendo el retrato. Trochut define las obras como metáforas de un «levantamiento nocturno», interpretaciones de cómo el DJ resucita durante la noche y transmite la energía de quienes lo escuchan y bailan «bajo el hechizo de la música».

Helena Celdrán

 

 

 

 

 

Subastan el primer coche de John Lennon, un Ferrari 330 GTS: 260.000 euros

El Ferrari de Lennon

El Ferrari de Lennon

Es fácil dejarse seducir por la equilibrada máquina azul, una metáfora sobre ruedas de la dolce vita de mediados de los años sesenta. Es un cupé Ferrari  330 GTS fabricado en 1965. Pese a los años, dicen que todavía es un automóvil fiel y que los 3.967 centímetros cúbicos y 600 caballos siguen manteniendo el tono.

Subastan el coche el 12 de julio en el Reino Unido. La casa Bonham, organizadora de la puja, estima que puede alcanzar un precio de venta de entre 210 y 260.000 euros. Hay un plus añadido a la belleza intrínseca del vehículo y la categoría indiscutible del fabricante: fue el primer coche de John Lennon.

Lennon, Julian y el Rolls

Lennon, Julian y el Rolls

El beatle compró el Ferrari el 15 febrero de 1965, un día antes de empezar a grabar el mejor single del grupo hasta entonces, Ticket to Ride. La prensa, avisada por el manager Brian Epstein, un lince en el aprovechamiento del cotilleo, había publicado que Lennon acaba de aprobar el examen para conducir.

Decenas de ávidos vendedores de coches se presentaron de inmediato para hacer negocio en la mansión de Kenwood —estilo Tudor, siete dormitorios, piscina, jardín de casi siete mil metros cuadrados…— donde la estrella vivía desde el año anterior con su mujer Cynthia y el primer hijo de la pareja, Julian, que estaba a punto de cumplir dos años. Frente a las verjas fuertemente custodiadas de la casa, los comerciales permanecieron durante horas con los coches listos para usar que habían llevado, dispuestos a ajustar el precio dada la publicidad añadida de la operación. Cuando Lennon salió a inspeccionar los vehículos no se inclinó por las glorias nacionales de la ingeniera mecánica bristish de los Aston Martin, Jaguar o Bentley y cerró el trato  con el vendedor del Ferrari azul.

John y Yoko y el coche del accidente

John y Yoko y el coche del accidente

El autómovil fue uno de los tres que utilizó el beatle, que siempre prefería ser trasladado por un chófer porque era un pésimo conductor: en 1969 terminó en el hospital al sufrir un accidente en Escocia cuando manejaba, muy drogado, un British Leyland Austin que luego del siniestro instaló en el jardín para recordar, dijo, «lo efímero de la vida».

El tercer coche del parque móvil privado del músico fue el más emblemático: el Rolls Royce Phantom V con pintura psicodélico-gitana, asiento que se convertía en cama de matrimonio, televisor, altavoz exterior y otras excentricidades.

Con el Ferrari azul Lennon hizo algo más de 4.000 kilómetros y se cansó pronto. Antes de que pasara un año de la compra, el bello modelo ya aparecía a la venta en una revista de coches para millonarios del Reino Unido.

Según alguno de los muchos biógrafos del beatle, Lennon usaba el Austin para «vagabundear», el Roll Royce «para descansar» y el Ferrari para «salir zumbando». El 330 GTS todavía sirve para este propósito: los vendedores aseguran que todavía puede alcanzar sin alterarse los 245 kilómetros por hora.

Ánxel Grove