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Algunas palabras sobre Vida de Horacio de Mercedes Halfon (Las afueras, 2024)

Dejé de escribir para alargar la vida de mi padre. Leo Algunas palabras sobre Vida de Horacio de Mercedes Halfon editado por Las Afueras. Pruebo una vez más. No abro el documento. En vez de acabar la novela, la novela que habla de mi padre y de mí, leo a Mercedes. Y allí me encuentro con ella y con su padre. Un tiempo distinto. Un lugar diferente. Pero la misma conexión vital. Un padre maestro, los guardapolvos blancos, aún recuerdo a mi padre haciendo copias de los exámenes de septiembre con su bata blanca, con la tinta del ciclostil, a final de los años ochenta, la tinta saltaba, las preguntas manuscritas, con la letra de maestro de mi padre, bella y perfecta. Recuerdo el final del verano, unos días iba al colegio de mi madre y otras al de mi padre. El suyo estaba muy lejos, al final de la ciudad, era enorme, majestuoso… el de mi madre se ocultaba en un barrio obrero, era estrecho, angosto, tenía algo carcelario.

Leo a Mercedes y entiendo que la palabra afiche lo resume todo. La letra de su padre y la letra del mío. Su firma, de letras apretadas y picudas, pero legible. La mía, de tanto ordenador y teclado, infantil, una firma de niño, sin personalidad. Pienso en los tiempos en los que estuvimos a punto de montar una revista que se iba a llamar Afiche (y en los que íbamos a montar otra que se llamaba Santos con sombrero) y que nunca salió, que se quedó olvidada en los cajones digitales que son las carpetas en los portátiles viejos. Una letra que no se pueda imitar. Un hijo. Soy padre. Él es abuelo. Mi hijo me ayuda a dormir con el orfidal y su abrazo. Porque mi padre pasa demasiado tiempo enfermo, en el hospital o avisando de su recaída y su mujer, mi madre, agotada, maestra también, me recuerda que su escuela era más chiquita, pero fue allí donde me enseñaron a escribir, a sumar, a restar llevando, hasta que me fui a un colegio de curas. A los pies de la escalera esperaba a mi madre, que bajaba hablando con su compañera, mi maestra. Yo lloraba porque no había obtenido la máxima calificación en caligrafía y ella, mi madre, ya lo sabía. Una cruz, me faltaba una cruz en la letra.

«Mercedes escribe y yo escribo. Mercedes lo hace con más gracia y profesionalidad. Con pasión y gusto. Es de una belleza extrema. Yo escribo sobre su novela y tomo notas para mi propia historia. Por eso estas reseñas parecen ombliguistas, pero son lo mejor que puedo ofrecer, porque prefiero estar con ella, con su novela, que con la mía. Qué reseña es esta, me pregunta Mercedes (no lo hace porque le escribo por IG y no me contesta, normal), yo solo quería mandarte un abrazo, decir lo que me ha emocionado. Ya te harán frías reseñas, cartas monótonas en diarios importantes, los otros funcionarios de la crítica».

Mi padre hacía reír a sus cuñados y a sus hermanos. Y ellos a él. Siempre había risa. Ahora hay menos, mucho menos, porque mis tíos no están. Mis tíos murieron y, por eso, y por la enfermedad de mi padre, me cuesta mucho más abrir el documento. Mi padre llevó bigote. Llevo más años bigote de los que no lo llevó. Por lo menos desde que yo tengo imágenes de mi padre… tu padre también, claro, un bigote negro, muy negro, poblado y auténtico. Luego se lo afeitó, antes de que se volviera blanco o, peor, amarillo por la nicotina. Dejó el tabaco por el miedo a morir. Y sigue vivo, quizá por eso. Si bigote, pero vivo. Mi padre me ponía cintas de la Credence Clearwater Revival en un coche Renault 12 verde cuando íbamos camino de la playa. Tú, tu padre, la playa, incluso el mes. Son distintos y, a la vez, paralelos. La nafta y la gasolina, tu playa en mi invierno, mi playa en tu invierno. Y los mares, los océanos, los ríos, todos distintos. Seguro que nuestras playas, cuando los turistas se van, se parecen mucho más entre ellas. Escuchaba la canción Have you ever seen the rain? Y las versiones, yo no sabía que eran versiones: I put a spell on you y Susie Q. Lo más cerca que estaré nunca de un pantano. Sabes, años más tarde, cuando escribía en periódicos y revistas musicales, cuando tenía programas en la radio donde me pagaban por hablar de música y entraba gratis en los conciertos, mi padre fue mi más 1 en un recital en la Casa del Loco. Una banda que hacía covers de la CCR.

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Volverme a enamorar de Russian Red (Sonido Muchacho, 2024)

Más allá del inglés, de los karaokes, las versiones, la untuosidad del disco en ropa interior, del corazón como una fruta madura y cercenada en mil trozos, más allá de la empatía que cualquier persona con alma lanzó hacia Lourdes después de la bravuconada del vendedor de pescado pasado, el ya viejo Nachín Vegas, fuera de todo aquello, de Jeanette, de La Bien Querida, de las nuevas compositoras llegadas de México o Argentina, ella ha estado aquí desde hace décadas. Sí, décadas ya. Y hoy, mañana, pasado, diremos que estuvimos el día que regresó, sin maquillaje, con una guitarra, con dos voces, las mismas, con coristas como hacía Leonard Cohen, con callos por su labor de baterista en directo. Es Russian Red y entrega un nuevo LP. En vinilo, retractilado, con canciones en español, editado por Sonido Muchacho.

Abre con «Me gustan todos los chicos», con una bossa nova de toques lounge, el mito de la devoradora de hombres, pero eso es sensual, no te quedas ahí: escucha la percusión, los efectos de las voces, la belleza del roce de los dedos sobre el nylon y los trastes, las fotos de Astrud Gilberto en los pósters de los chicos de su habitación. Como Cyndi Lauper quitándose los abalorios porque parecía un murmuro de gente al grabar. Ritmo engalanado, los coros que crecen, sabíamos que Sergio Pángaro había vendido su alma a todas las mujeres del mundo. En el crowdfunding Lourdes se llevó una parte. Llegamos las burbujas de «No entiendo nada», con coros inversos, entre Perla Batalla y Leonard Cohen, ahora es el turno de ella, con el frío… la electricidad va tan cara que habrá que meter los dedos en el enchufe mientras se jadea. Melón o sandía, en las guitarras acústicas de «Intelectual sexual» se mezcla el recuerdo de la siempre recordada Rosario Blefari con el aislamiento en la era de TikTok o IG. Era Carla Bruni pidiéndole derechos de autor a la última mujer de Gainsbourg, es Teresa Iturrioz dando tiempo a sus músicos para sacar los temas que les ha tarareado.

Conocíamos «This is un volcan», construida fonéticamente a lo Bigott, con esquematismo melódico y salseo de amor y silbidos. Llegó en un momento en el que el olvido estaba más cerca que el recuerdo y hoy, como una maqueta convertida en canción lustrosa, es parte del nuevo material. Tiene esa paleta entre bossa nova y nana que rodea al disco completo… pero más compacta, aunque sea por longitud. Mientras recita bajo el auspicio de las enviadas de las tabernas más profundas de Centroamérica, llega, como una Paquita la del Barrio postmoderna, para, en menos de dos minutos y con sinuosos teclados, percusiones y voces cruzadas, entregar «Una fresca». Un poco de electricidad rebosante, grillos y boleros, Gloria Lasso y todas aquellas minifaldas que se combinaban con chaquetas vaqueras, por si acaso refresca, en la noche de cualquier verano: las guitarras de «La última vez» son nutricias, el fraseo, con esa técnica que sobrevuela toda la grabación, con la multiplicación casi divina, de la voz de Lourdes, convirtiéndola en una banda angelical, siempre con un poco de maldad. Estamos hablando de Naivë, de Siesta, de todo el catálogo de canciones de la historia que han usado del Shalalal para marcar el paso del tiempo, para ponerle letra, sonidos más bien, al paso del tiempo. Más agreste es «Tus putos labios», se nota en la manera de masticar los versos, cierto punto macarra, que no resulta impostado, y esa música de ascensores convertida en no-wave hasta que entra estribillo y, entonces, es más tropicalismo, jazz ácido de aquellos tiempos donde lo más cool era Miss Moneypenny. El eco es lúcido y lúbrico a la vez (perdón por el uso del diccionario, pero a veces funciona). Terminar con «Yo me lo invento» en los tiempos en los que hemos recordado que Juan Antonio Bayona juntó a Tulsa y Jeanette en un videoclip de Bunbury puede que no tenga mucho sentido o conecte contigo, lector, pero, hazme caso… había mucho en aquella Jeanette, rabia y furia, amores asalvajados. Por eso este el nuevo comienzo, un corazón hinchado, a punto de reventar

Cal viva de Sr. Chinarro (Eclipse Mélodies,2024)

Hablamos de violines, más violines, de disparos eléctricos, de Burt Bacharach y Sergio Pángaro, Antonio, estás aquí, cerca de mí, ¿todo de su gusto? Sí del mío, no sé si le importará, Exvoto. Valentín, déjame así. Se acabó la onda fría y The Cure. ¿Y qué importa? Tenemos edad para pedir metales y cuerdas. Lo que no sé si tenemos dinero. Y ahora, en el segundo paso, “V de Victoria”. Me pregunto si el Chinarro de comienzos de siglo hubiera hecho una broma con Diana, los reptiles, las gominolas con forma de gusano. Pero lo cierto es que entra con un bajo a lo Peter Hook que ya parecía ser más bien de la familia Stone. Ácido y acelerado, con pedales sueltos, de guitarra y bicicleta. Como vuelvas a hablar de surrealismo te diré que te montes en una máquina del tiempo estropeada y no regreses. Es bello, es cera derretida, es luminosidad con una sección rítmica sacada de ese tiempo, entre el Bowie, Duque Blanco y funk y cuando anunciaban los ochenta en la Motown. Antes de lo hortera está lo elegante. Y Chinarro sabe qué cuento contar. Llevo dos temas y un párrafo largo. Pero es que la variedad tiene el gusto, imagina ahora “Fliper”, como un cantautor de final de década al que le han dejado tener una producción Costa Fleming. Y hablas de delfines. No sé si es una metáfora sobre la libertad o un momento detenido en el tiempo, pero los arreglos sin absolutamente evocadores.

Los agentes buscan al Antonio Luque monótono. Su cadáver está en el fondo de un punto limpio, bajo los recopilatorios de rockdelux que los cuarentones hemos tirado porque no caben en casa: son los Superthings o los cedés. Te va el rollo “Bufón”, con ese comienzo afónico, con un momento en el que volvemos a envasar al vacío las melodías que soñamos. Una trompeta que se eleva como si fuera un angelito que vigila los accidentes y las ejecuciones. Me voy a dormir. Pero qué metal, qué arreglo, escribes ETA y escribes como si fueras William Burroughs, recortando y pegando. Anda, vente conmigo, te enseñaré cómo escribo poesía con mis alumnos de matemáticas. ¿Y por qué iba a hacer eso, Octavio? Tienes razón, seguimos: estamos en “El muelle 1”, no es ni la mitad del disco y ahora me recuerdas a Pablo Und Destruktion haciendo Gijón, en vez de Málaga, en vez de Amsterdam de Brel (o de Scott Walker). Quizá más bien Pablo quiera ser como tú. Recuerdo a Isabel Bono soñándome, a mí, a mi mujer y mi hijo, contándonos la historia de “La decoración”. Caída mucha agua el día que llegué a Málaga. Fue un aviso. En el Monkey Week hay conciertos y una vez también estuvo Bunbury (él hubiera hecho algún arreglo parecido en un momento oscuro de su carrera) y Annie B. Sweet. A veces las confundo, a ella, a Russian Red, alguna más. Espero no sonar machirulo. No tengo el vinilo, me dejo llevar por mi instinto de ingeniero y asumo que si es el sexto tema de doce, estamos a punto de darle la vuelta al vinilo. Una de esas canciones perezosas de la escuela Chinarro: “El alto mando”. Sergio Algora me hablaba de los náuticos de Antonio Luque. Se la sudaba todo entre 2005 hasta 2008. Yo me ponía los pikis de mi padre. Como Julio Iglesias y mi abuela. Los cuatro llevábamos. Rima en consonante y le damos la vuelta, pequeño revolucionario sin amigos con ganas de juerga.

De nuevo el violín, de nuevo la paz, “Altavoz Bluetooth”, sobre las cuerdas de un cuarteto de uno (como una orgía que tiene más de masturbatorio que de percusión sexual). Y esos ritmos de bossa psicótica, ese amigo tropical, demonio y carne. Escucho “Carlos Haya”, con una guitarra inicial, con una sección rítmica sencilla, un cuentito corto, una biografía inventada, o no… ¿Lo busco en Google, no sé, dejemos la idea para los demás? Entra el estribillo y la pandereta y las voces de acompañamiento son buenos para los que extrañan a los desaparecidos. Tenías un poco de color sepia en el iris, en la córnea, donde guardes los recuerdos, Ramón Gómez de la Serna, el momento de ayer para volver a hoy, qué guapas eran todas y qué poco caso mi hicieron, “Comunión”. Si todo fuera verdad, si fuera mentira, qué importa. ¿De verdad has conseguido ponerle música a unos pedazos del pasado? Tiene algo de saudade… nadies esperaba esto de ti. Las guapas. Los solos. No los de guitarra, los abandonados. Subimos las revoluciones con “Una escena”, las guitarras cortan, buenas cuchillas en el momento previo al previo del final. Es una realidad, es una canción, es Antonio Luque más perezoso que enfadado, es difícil decirlo. Un Aute pasado de vueltas, con la camisa cerrada, con los botones adecuados… turismo en sus historias, quién te lo iba a decir. Antonio Luque, Sr. Chinarro, volviendo una y otra vez atrás. Qué es verdad, qué es mentira, ¿acaso importa? Mira yo escucho “La excursión” y nadie frasea como el Chinarro del último lustro. Así de claro. Sí, el Chinarro que no se entendía, el que nos hacía flipar, ahora baja la base y dice: “Aquí estoy yo”, entre París y Londres. Doce canciones como los discos de verdad. Lo demás son EP´s o recopilaciones de maquetas. No puedes hacer tantas buenas del tirón. Se llama “Me acaricio” y hay un poco de guitarra Gram Parsons, narcótica, como Fernando Navarro en “Malaventura”, como los desiertos de Almería, como esos vaqueros de película falsos haciendo versiones de Desire. Dímelo, me lo merezco: ¿versiones? ¿Es que no has aprendido nada? Tú hablas del negro de Bañolas y yo me atrevo a casi todo, con la chulería del que tiene los discos originales desde los tiempos de la brumosidad. Han caído los dos y solo te has levantado tú, Antonio.

Algunas palabras sobre Los guapos de Esther García Llovet (Anagrama, 2024)

Cuando uno vigila sus sueños, evitando que escapen por la ventana, confía, ciegamente, en que ningún extraterrestre, agazapado y hambriento, esté en la repisa, presto a coleccionarlos. No sé a qué viene esto, Octavio. Viene a que “Los guapos” tiene una selección de especias y pócimas que me han dejado noqueado. No quiero que se quede nada por el camino: quiero recordar a Rafa Cervera y la apócrifa visita de David Bowie -e Iggy Pop-, a la Valencia de finales de los setenta en “Lejos de todo”, editado por JEKYLL & JILL, quiero atrapar el deambular mesiánico de Chirbes y su construcción de otra Valencia, mis veranos en Vinaroz, junto a mi hijo, leyendo ciencia ficción en una playa con piedras, arroz y Vicente Blasco Ibáñez, afiliado a mil partidos desaparecidos en los tiempos de políticas decimonónicas…

¿Te has quedado solo con eso? No, con un camping misterioso, con picos gemelos en la Albufera, el calor asfixiante, la química que queda, como un metal pesado, atrapado en los restos urbanísticos y sociales de “La ruta del bakalao”, los agujeros en las cosechas, castizos y necesarios… se acabó, amigo Iker, es momento, como diría Ripoll en “Humo y heridas”. Estamos esperando encontrar “COSAS”. Algo. La idea de olvidar una niña en unas vacaciones y dejar que se críe, como un Tarzán postmoderno, una tarzana, más bien, llena de grasa y herramientas. Me gustan el olor a gasolina y las palizas de los dueños de un Airbnb a un okupa puntual. ¿Se puede ser Okupa puntual, Octavio? Se puede, se puede.

Esther García Llovet promete misterio y entrega disrupción. Es como un momento atrapado en el tiempo. Como una isla construida fuera del tiempo y del espacio, con trozos de sociedades perdidas (Seguridad Social y “Comerranas”) o gasolineras y pitillos y billetes de cincuenta y un abogado que no es más que un icono, un referente, un macguffin… como la promesa de una cerveza fría o un dulce de leche de pantera. Leo a mi querida Aloma Rodríguez. Leo a mi admirada Mariana Enríquez y me doy cuenta de que los efluvios de los ochenta se pueden mezclar con los bitcoins, fiestas y recitales, novela negra, microdosis, El Saler, Vicente como un personaje sacado de una película de David Lynch ambientada en un parque de caravanas. NO, Octavio, no has entendido nada. Las caravanas para los americanos, estamos en Valencia, cruising y paella (no arroz con cosas), una piscina de madrugada, el mar antes del amanecer, los peligros de las fosas sépticas, la Navaja de Ockham contra los extraterrestres… me cuesta respirar, díselo a Tina Turner, a las psicofonías de Madonna en un hotel en primera línea. Es fácil edificar, pero complejo tirar abajo lo construido. Es como hacerse un tatuaje. La primera línea de playa, la monstruosa primera línea de playa y los mosquitos, como proteína potencial cuando los extraterrestres se lleven todos nuestros recursos.

Todos en el camping comen. cartones Es un buen resumen. Sobre la playa flotan los muertos. En el agua se ahogan los vivos. Un libro notable.

Algunas palabras sobre “Un lugar soleado para gente sombría” de Mariana Enríquez (Anagrama,2024)

Citas de Jack Kerouac, de Cormac McCarthy, esencias de Clive Barker y el más acuoso de los recuerdos de H.P Lovecraft. Algo de Liliana Colanzi, Guadalupe Nettel y Marina Closs (aunque las veo más la influencia de la lectura de Mariana en ellas que ellas en la Enríquez), el látex del Dr. Alderete, las cumbias negras, las canciones de Rosario Blefari inéditas, Polly Jean. El hijo de Henry Lee. Un libro magnífico, en ese terreno del cuento, del relato, del ambiente y el instante, de la sugerencia, del terror implícito que utiliza elementos clásicos, repetidos, pero renovados, eso es “Un lugar soleado para gente sombría” de Mariana Enríquez.

Mis muertos vivos: los monoblocks como la canción regurgitada de Charly, de Sui Generis, donde Samalea tocaba la batería, entre pachanga y sueños. Esos barrios de Buenos Aires perdidos, atrapados entre lugares de geometría euclídea, diseñados por arquitectos adictos a la absenta, madre, hija, madre que es un fantasma abuela o quizá no, no lo sea. El morbo sexual queda empañado entre fantasmas. El espiritismo y Arthur Conan Doyle, entre merca y mesas voladoras, sociología del secuestro express, leo las crónicas de los montoneros. Ya hablamos de aquella rendija que llevaba a los muertos deformados y a los cadáveres frescos de vuelta, “Aterrados” de Demián Rugna, ¿lo recordáis? Barrio de casas bajas, como cantaba Andrés Calamaro en 1989. “Es la televisión Mari, métase dentro”.

Muerte y la enfermedad, antes o después. Los niños a los que se les explica qué era el cielo. Esto sé que es distinto: las niñas, su ropa barata, maquillaje y gestos, absurdos, tribales y urbanos: “Capturan con la foto, con el móvil muerto de una muerta: subirá a una de esas cuentas de personas fallecidas que nadie cierra”. Obsesionado con los muertos de Facebook. Con las cuentas de correo de los muertos. Llenándose hasta que rebotan los correos masivos. El ladrón: “Es fácil pensar con ética cuando lo que amamos no está en peligro”. Usamos hipnóticos y el tabaco. Y pienso, Mariana, que mi hijo cumple años el 23 de diciembre. Esa celebración de cumpleaños, torta y adornos. El resto del mundo ya no celebra su cumpleaños tanto como antes. Nadie abrió la puerta. Todos somos culpables. Podría buscar ejemplos en el cine y en los libros. Ya ha sucedido antes. Si alguien te escucha, todos acuden a ti. Recuerdo, Mariana, la definición de Federico Luppi en el Espinazo del Demonio: “¿Qué es un fantasma? Un evento terrible condenado a repetirse una y otra vez, un instante de dolor, quizá algo muerto que parece por momentos vivo aún, un sentimiento suspendido en el tiempo, como una fotografía borrosa, como un insecto atrapado en ámbar”. También podría ser personajes no jugables en un videojuego. La mínima inteligencia, un bot de respuesta de atención al cliente en una web de venta online asiática.

Los pájaros de la muerte: recuerdo a Suárez, a Rosario Bléfari, cantando aquello de “Río Paraná” en un disco que publicó Zona de Obras. Y Rosario, que lleva demasiados años lejos de aquí, lejos de todo. Lugares inhóspitos, larguísimos viajes en autobuses de línea, revisar a algunas de mis últimas cuentistas, la asfixiante naturaleza, como las de Emilio Dueso, los lugares pantanosos, Providence, Maine de Stephen King, Nueva Inglaterra, Galicia, Edgard Allan Poe, todos los secretos del gusano, De Vermis Mysteriis, luego volveremos a ello. Lugares donde los fantasmas se revuelven, enfermos, hacia el encuentro con los vivos, pájaros y personas… un cuento que nos deja sumidos en la duda, ¿pero acaso importa?, ¿y si fuera al revés?, ¿y si tú, que me lees o yo, que te escribo, fuéramos, en realidad, personajes, invenciones, encarnaciones de Mariana Enríquez?

 

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Algunas palabras sobre ANTE DIOSES INDIFERENTES de Iván Ledesma (Dolmen, 2024)

España necesita autores así. Necesitamos terror del terruño, de la regional cortada por nieve, necesitamos más Teruel y menos Providence. Que la despoblación nos mantenga peligrosamente desprotegidos frente a las hambrientas manifestaciones de la tradición. Este libro, Ante Dioses Indiferentes de Iván Ledesma nos ofrece todo eso. Y más.

Porque cuando uno piensa que ya nada le puede sorprender se encuentra con un manuscrito de terror, un regalo para un profesional, para un seguidor de Clive Barker, un heterodoxo del Círculo Lovecraft. Una narrativa multipista: moviéndose por lo cotidiano, las historias breves y ausentes de un pueblo de Teruel, un instante de aislamiento, la lucha entre lo pagano y lo formal… tenemos capítulos superpuestos donde encontramos una operación de encubrimiento, el Gobierno de España actuando bajo protocolos abisales, tenemos psicópatas y esquizoides, tenemos una plaga de ranas. Fuerzas dormidas, teoría de la Tierra Hueca, Julio Verne pasado de orujo, el Mignola de las primeras entregas de Hellboy y de la última A.I.D.P… tenemos esa esencia de libertad húmeda y fungosa que llegará cuando los derechos de H.P. Lovecraft queden definitivamente libres.

El espacio cercano, el rumor de viento que seca jamones, que atrapa entre Orihuela del Tremedal y Valdelinares, entre Roberto Heras y el vampiro Tristán que, con tanto gusto, dio forma Javier Romero. Claro, ahora pienso en el cuento corto que servía de secuela tardía al misterio de Salem´s Lot, ¿Te acuerdas? Se llamaba “Una para el camino” (One for the Road) que aparecía en “El umbral de la noche” de Stephen King. Dientes afilados en una ceguera de setas, humedad y hambre. Unos dioses olvidados, los abuelos de los abuelos de los Titanes.

«Un interino camino de Monreal del Campo, duerme con su mujer, están recién casados. Unas noches mientras él piensa en incorporarse a la rueda que va desde Zaragoza hasta el instituto todos los días. Ella le dice: “llegarán los hielos y las nieves, piénsatelo bien”. ¿De qué hablas, Octavio? En mis reseñas, en mi visita al Motel Margot siempre buscamos un espacio para los recuerdos. Creo que el autor podría situar a alguno de los personajes que vienen y no se van, algunos consiguen escapar, en la Mudéjar, entre capitales de provincia solo hay silencio. Y esos grupos electrógenos, que encarnan como nada el aislamiento. Perderte en Teruel es como hacerlo en mitad del océano. Pero puede que tengas mejor cobertura».

Un ayuntamiento, un cura, dos extraños, los ancianos, siempre esa población envejecida… la homosexualidad oculta, el alcoholismo funcional… más allá del potencial narrativo de la historia está la sensación de autenticidad que es lo que exhala cada página. Nos deja con ganas de más. De un apocalipsis de Mortinatos, de una estirpe de híbridos demoníacos, del despertar de otras fuerzas dormidas.

Pombero de Marina Closs (Páginas de Espuma, 2023)

Los cuentos de Pombero de Marina Closs son intrigantes, mágicos, distantes. Historias de mujeres mágicas, de terruños alejados del mar, ahogados en lágrimas y tiempo. Los dos primeros cuentos son muy potentes, Si yo fuera alguien (Pombero) es un disparo al corazón del folklore, una mentira de sangre, una niñez de árbol, las marejadas que traen las pesadillas, el buen ladrón, el monstruo amable. ¿Quién es el que trae el terror? ¿El cazador o el cazado? Y el segundo No sería (Dunka), produce un estremecimiento, un extrañismo, algo para lo que no estás preparado. Una entidad, femenina y descubierta, que es un demiurgo entre la infancia fallida y la acelerante adolescencia, sacada a la fuerza, con la gasolina del placer, hacia un camino misterioso, donde la tradición es sexo y mestizaje.

En Esto (jabalís) los animales, los ñandús se reproducen sin almanaque y somos depositarios de una historia negra, leyenda mestiza, blancos y peste, desde Salta. La estrella azul, hacia el interior: frío y calor, fiebre y viruela. No vengan al hospital sin zapatos, les piden. Simplicidad neurótica de un adanismos que se aplana. El Evangelio como una tormenta sin ángeles, luz contra la penicilina, luna y entres diía solo quedará tierra, piedras y muerte. Di que sí, di que la misión anglicana será la solución. Ministerio del indio. Yo te bendigo. Nunca y tampoco (María das Luzes) marcha hacia Brasil donde le poder del cuerpo es más potente que cualquier campo magnético, donde la obsolescencia de la aguja hace que no se distinga con facilidad el Polo Norte del Polo Sur. Casarse. Pero antes, maestra. Y sí, un desliz más de la simiente. La docencia, los niños que se confunden en un sexo que es inocente pero sigue siendo sexo. Es una semilla que se pudre, una fertilidad antigua y promiscua. Un pelo de bruja delicado y ausente. Solo se salvará con la Macumba. Olvida los antibióticos o la psicología. Ni apretando con la bat macumba, con el tropicalismo, se podrá sujetar lo que mancha, no ha nacido otro muchacho que aquel que es ajeno.

Lo otro (Rosita uñas negras): la cara y el maquillaje, la máscara: «Dormir da la sensación de que se van a morir». Escribo con el corazón delicado de mi padre, que todo lo sobrevuela, a veces me salto páginas que pienso van a detener el tiempo, escribo dudando sobre cuándo va a llegar el momento. Los días los paso en su casa, las noches más bien, me levanto y escucho su respiración y duermo. Olvido mi muerte como si la enfermedad fuera detrás del olor más apetitoso. Mate, aspirina y tabaco. Mi padre pedía agua de colonia en la cama del hospital para peinarse los pocos cabellos que le quedan. Cáncer y tabaco. Que la muerte te sorprenda sola, que lo haga acompañado, voces y recuerdos, las miserias del descanso. Bajar los puentes, desciende la guardia, ella y su cuerpo. Si la muerte llegara: ¿sería con un disfraz o con la luz más intensa? Le pregunta a la madre. ¿Qué es lo que no hiciste? ¿Qué deudas estoy pagando ahora? El hombre que es mujer necesita comprar cabello y la muerte acecha, manda cáncer y manda cocheros a por pelucas. Mi Paquita. (Hacerle la peluca a un cáncer) Es muy poco narrativo: los asuntos se repiten, suceden en bloque, un mundo de trascendencia y olvidos, demasiadas cosas que solo se suponen. La familia, una vecina, un perro, leer a Jorge Edwards. Ese saber de tiempo detenido tan propio de Latinoamérica. ¿Por qué de Alfonso no te quedaste Alfonsina? Que cuando estaba acostada con otro varón en la cama se escuchaban, solapados, dos furiosos aullidos de hombres. Una se puede morir con la cabeza calva y se puede morir con pelucas, con los cigarrillos intactos o partidos uno a uno. Nada importa si, al final, acabas por morirte.

Quizá mejor (Suzumushi): salones vacíos, sabores de flores, fuera y dentro, la masajista japonesa perdida en mitad de insectos y plantas, como una amanuense de las amapolas y madrevíboras. El pasado es un sueño. Japón llega con su padre y su abuela. Cuando las agujas son sangre y son roce, acaba llegando la mano hasta el sexo y todo se mezcla. La soledad y el sueño. Un jardín, un chófer, una adivinanza, ¿Qué país es este? Casi nadie (La bella Marioka): la abuela, otra abuela, la soledad, la pared, todo se apaga, lo más básico de ser humano, la rueda, la abuela mide la belleza y la oculta, como si fuera un peligro o una mentira. Como en uno de esos cuentos del principio la autora captura el amor como si fuera un animal salvaje. Por sorpresa. Joven o viudo. ¿Qué importa? Vendrá el Rey de Polonia como en un cuento e, hipnotizado, se dejará llevar por la magia tras las vendas.

Canciones de amor de Isasa (Repetidor, 2023)

Solo un sello como Repetidor se atrevería a un gesto de belleza pura, una grabación de guitarra, de nylon destilado. Escapando al sistema decimal, nueve canciones, abriendo con Aigua, descarado arpegio en un tiempo controlado. Música ambiental y orgánica, música de calefacción y carbón pobre, intenso, casi nutricio en «Berenjenas rellenas», voces ausentes, como raspadas contra el suelo y que se congelan por cinco duros ganados a unos críos al gilé, nada más en «De Lajares a Coferte«, tema dedicado a su compañero de discográfica, Fajardo. Como si el verdadero nombre se ausentara en la grabación, como si las guitarras superpuestas vinieran traídas por un viento benigno, hay más de siete minutos en «Carta a mi joven yo» que, muda melodía, es como una playa en el invierno austral, acelerada por un niño que no sabe que existe Luis Alberto Spinetta, pero lo intuye, un Nick Drake de ojos bizqueantes, que no quiere mirar al sol, solo disfrutarlo. Es de un minimalismo nada forzado, como el sabor del agua fresca tomada directamente de la piedra, del comienzo de todo, como un confeti de estrellas que en cada acorde de «Firmamento», auscultan el pecho del gigante sobre el que vivimos, uno que duerme bajo la nana del metal, la máquina, la música. Es el único instante en el que la distorsión aleja la pureza, donde las cuerdas tañen como en una percusión improvisada, en un eco.

Hablé con el productor de las legañas, el hombre con cara de sueño, no hablé, solo le escribí para darle la enhorabuena, no contestó, da igual, estamos en esto por el sueño perfecto que nos ofrece «Nana alicantina», con unos susurros que parecen humanos durante un instante. ¿Quién ofrece sus oídos para recibirlos? Había algo, lo encontré entre la letra pequeña: autoarpa de Lorena Álvarez, la voz de Trice, los sintetizadores y el piano del productor Carasueño. La cáscara es el recuerdo de la semilla, así el «Pistachito» tiene un fulgor eléctrico, casi un destape sucinto, un fundido a gris contra la pared de la colmena, como un esbozo de banda sonora que discurre, ciega, camino de una vida dócil, una ciudad minada a la espera del «Primer amor», como esos primeros acordes que no distinguen de afinación o apasionamiento. La luz es el principio del fuego y la edad, un ábaco para asegurar la llegada del olvido: un disco evocador que termina con menos de tres minutos de «Zoe», un disco que es como la noche, que acumula todo lo que miras, todo lo escuchas, hasta hacer que se construya el horizonte.

Algunas palabras sobre LOS RODRÍGUEZ Sin documentos de FOUCE, HÉCTOR / DEL VAL, FERNÁN (Sílex Ediciones,2023)-segunda parte-

aquí la primera parte

Seguimos en el camino, seguimos escuchando, saboreando, encontrando las claves básicas y las menos conocidas de la grabación de Sin documentos y el excelente libro que Sílex ha publicado sobre la obra, escrito por Héctor Fouce y Fernán del Val el año pasado. Dejamos en la primera parte a una banda acabando las canciones, una banda que tenía el éxito en varios temas y la eternidad en otros. Pero también una banda que se deshacía con el dinero y la fama golpeando en la puerta. Sigamos el camino. De Madrid a Buenos Aires y vuelta otra vez.

En las dedicatorias Miguel Abuelo. Miguel Ángel Peralta. Y Albert King. Y el primer Bob Dylan, el Dylan que comenzaba a fluir entre la juventud española, impregnando los libros… y también Guille Martín, el primer bajista, que se acabaría convirtiendo en la diestra de Andrés en sus años solistas (además del resto de bajistas: Daniel Zamora y Candy Caramelo). Y Alfonso Pérez, el tipo que fue capaz de darlo todo por ellos.

Después del lanzamiento: las reseñas

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Algunas palabras sobre LOS RODRÍGUEZ Sin documentos de FOUCE, HÉCTOR / DEL VAL, FERNÁN (Sílex Ediciones,2023)-primera parte-

Desde Sílex ediciones se lanzan a la aventura arqueológica, pop, necesaria, de recuperar la historia detrás (y delante y, sobre todo, dentro) del capital disco Sin Documentos de Los Rodríguez. Con la mano exquisita de Héctor Fouce y Fernán del Val, se analiza la situación histórica que provocó que la banda hispano-argentina redefiniera un cambio de siglo a base de multitud de electricidad especiada. Desde otra mirada, desde los ojos subjetivos de los distintos huéspedes del Motel Margot vamos a recordar qué pasaba en la piel, los pulmones, el corazón y, a veces, la nariz, de los duendes que poblaron el alma de aquellos genios y cómo influyó en su carrera posterior, tanto grupal como solista. Vengan con nosotros en este viaje, en este recuerdo.

Con un Calamaro dispuesto a volver a la Argentina. Con unas maquetas en cintas TDK. El horno todavía está caliente en Buenos Aires y, además, los tiempos de los apagones en los estudios Panda parecen haber terminado, Alfonsín ha sido sustituido por Ménem (una pequeña errata en el libro sitúa la fecha en 1999, cuando, evidentemente, son diez años antes) y estamos en los años de la paridad, la falsa sensación de euforia. Fito Páez, el tecladista de Charly, con una irregular carrera solista como la de Andrés ha vendido millones de discos con “El amor después del amor”. Andrés graba su parte vocal en “La rueda mágica”, con García al lado. Se da cuenta de que los solistas funcionaban, el Plan Austral moría, los dólares, las pesetas, el peso. Fito y Cecilia se gastaban cien mil pesetas en una tarde comprando ropa sin salir del hotel.

A Calamaro, tras los años en el rancho de Ariel en el mejor barrio de Madrid, comiendo pasta, ligando con muchachas de Malasaña, ejerciendo de Peter Pan castizos, le empezaba a cansar. Se daba cuenta de que en España no había estrellato. No había estrellas del rock. Y él quería trajes de Armani y quería Nueva York y Miami. Quería el sushi y el champán con el que calentaban Cerati y compañía antes de ponerse duros con la Merluza. En la valija, acabada la relación con Pasión (discográfica de la que hemos hablado mucho en Motel Margot, por su magnífico catálogo, desde Más Birras hasta Antonio Vega y con el olfato de publicar el primer LP de la banda, “Buena suerte”) buscan su sitio.

Como confiesa Andrés a Nathy Peluso: “Éramos demasiado viejos y demasiado yonquis” y ella se ríe, a lo que Calamaro añade la coda: “Cosa que era formalmente cierta”. En Pasión las adicciones estaban presentes, pero los noventa no entendía de confrontación puritana. Pero Alfonso Pérez, que había vendido DRO a Warner, pero seguía siendo el tipo que levantó GASA, que le hizo el aguante a Corcobado, que escribió letras para su mujer en Esclarecidos, que tenía a un miembro de Alphaville sentado junto a él en el despacho, recibe la cinta del mánager el día de antes de Navidad (ojo al guiño con la canción “Parte del aire” incluida en el disco “La, la, la” que grabaron conjuntamente Luis Alberto Spinetta y Fito Páez en 1986).

Todos conocen la historia, de Alfonso Pérez, la cinta, las compras, el contrato, el cara a cara con Warner, de aquí no me bajo. La mañana del 24 de diciembre. La valija de Andrés, Aerolíneas argentinas. La maqueta, la maqueta de “Algo se está rompiendo”. Una demo que ya suena a canción. Las Grabaciones Encontradas, el Hornero Amable. Y toda la mitología del disco, de la historia, tiene su momento cumbre en el encuentro de Ariel, Andrés y Alfonso en Café Gijón, donde Francisco Umbral protegía su perennemente irritada garganta mientras atravesaba Madrid, hambriento de cuchillo, manzanas y leche. Un disco gestado en el Café Gijón, un disco robado a Buenos Aires.

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