Arsenio Escolar ha escrito en su blog de aquí al lado que los cien ciudadanos “normales”, seleccionados para entrevistar a Zapatero, habían dado en TVE una lección a los periodistas. Ya lo creo.
Casi todos ellos fueron al grano. Me gustó la chica (creo recordar que se llamaba Rocío) que le recordó aquel célebre “no nos falles” del día de su victoria sobre los mentirosos del PP.
Zapatero estuvo bastante regular: pesado, lento, soso, bastante rollo, pero se sabía la lección y dijo todo lo que tenía pensado decir. Ha tenido mejores tardes. Lorenzo Milá estuvo correcto y Antonio Casado, el realizador, fue el mejor al pinchar los primeros planos de quienes hicieron las preguntas mientras escuchaban las respuestas del presidente. Sus caras eran todo un poema.
En televisión, los políticos y predicadores se saben bien la lección. Cualquiera que sea la pregunta que les hagan, ellos dicen, primero, lo que van a decir; luego, lo dicen y, al final, dicen lo que han dicho. Así se aseguran el mensaje por triplicado.
En todo caso, el resultado fue extraordinario, seguramente por la identificación del público con los entrevistadores: ¡casi seis millones de espectadores!
Ya no podemos decir que los españoles no se interesan por la política real, es decir, por sus propios problemas. No se interesan ý hacen bien- por los malos políticos que sólo van a lo suyo, tomando por todos a sus votantes.
Al día siguiente, las portadas de los principales diarios de pago vuelven a dar la razón a los entrevistadores de TVE`pues sólo titulan con la anécdota de los 80 céntimos del café que todos conocemos. O sea, una frivolidad insignificante, una gracieta que da, a mi juicio, para una columna, pero no para ir a cuatro columnas como en El País, antaño tan sobrio:
Antetitulo:
CIEN CUIDADANOS EXAMINAN A ZAPATERO
Títular:
«¿Cuanto vale un café? Unos ochenta céntimos»
O a tres columnas en El Mundo:
Un «muy optimista» Zapatero dice que un café «cuesta 80 céntimos»
Lo que ninguno destaca es que el precio del café que suele tomar Zapatero en la cafetería del Congreso -o sea, en su principal lugar de trabajo, después de su despacho en La Moncloa– parece ser de 80 céntimos.
También tiene otro significado, que nadie destaca: Zapatero paga sus cafés en el bar del Congreso pues sabe lo que cuestan.
Fuera máscaras
IGNACIO SÁNCHEZ-CUENCA en El País
28/03/2007
Tres años después de la derrota del PP, su estrategia está meridianamente clara. La derecha introduce ruido y furia en ciertos temas que debilitan el voto a la izquierda. El Gobierno del PSOE, con unos resultados económicos excelentes, con reformas sociales de gran calado y gran aceptación entre la ciudadanía, debería tener unas perspectivas razonables de ganar cómodamente las próximas elecciones. De ahí que el PP trate, por todos los medios a su alcance, de que no se hable de esos temas. El objetivo es ensombrecer esos logros y dirigir la atención hacia otros asuntos, como el juicio del 11-M, los nuevos Estatutos de autonomía y, sobre todo, la política antiterrorista. Si la gente se harta de la bronca permanente, si algunos se persuaden de que verdaderamente este Gobierno amenaza la supervivencia de España, si muchos se creen que este Gobierno es débil con los terroristas, la derecha no lo tiene todo perdido por buena que sea la situación del país.
En su empeño por recuperar el poder cuanto antes, la derecha ha llevado a cabo estrategias peligrosísimas para la convivencia y las instituciones. Vale la pena repasarlas sumariamente. El PP ha alentado una teoría conspirativa y paranoica sobre el atentado del 11-M para erosionar la legitimidad del Gobierno socialista. Ha recurrido al insulto de forma sistemática. Ha transformado las Cortes en un gallinero. Ha lanzado acusaciones gravísimas con harta frecuencia: que si este Gobierno se ha arrodillado ante ETA, que si ha triturado la Constitución, que si ha roto el Estado de derecho, que si ha traicionado a las víctimas, que si ha balcanizado España, etcétera. El PP, además, ha hecho del terrorismo un asunto electoral. Ha profundizado en el enfrentamiento entre territorios mediante una campaña histérica contra el Estatuto catalán. Ha organizado un boicoteo contra el Grupo PRISA. Ha promovido el resurgir de un nacionalismo español que parecía superado. Ha realizado maniobras indignas con grave daño para el Tribunal Constitucional y el Consejo General del Poder Judicial. Ha solicitado la convocatoria de un referéndum populista. Y ha llevado la crispación a la propia sociedad. En algunos lugares se advierte un odio político que no se corresponde con la situación objetiva del país.
Por supuesto, que la situación política haya degenerado tanto no es sólo mérito de la oposición. Es verdad que en ocasiones el Gobierno, con su incapacidad para establecer una estrategia política clara ante la ciudadanía, ha contribuido a enrarecer el ambiente. Ahí está el proceso errático del Estatuto catalán, las inexplicables palabras de Zapatero en la víspera del atentado del 30-D, la gestión vacilante del proceso de paz, o los sustos que dan de vez en cuando los socios parlamentarios de Esquerra Republicana.
Además, hay un ámbito al menos en el que la crispación del PP ha contado con el apoyo, quizá no pretendido, pero desde luego crucial, de asociaciones ciudadanas, grupos de presión e importantes intelectuales y analistas. Me refiero, evidentemente, al caso del terrorismo. Con la ayuda inestimable de colectivos como ¡Basta Ya!, el PP ha podido construir un discurso que divide el mundo en dos grupos: por un lado, quienes defienden la dignidad de la democracia, luchan por la libertad, respetan a las víctimas y son intransigentes ante el chantaje terrorista; por otro, quienes, huérfanos de principios morales, no valoran la libertad, ceden ante el chantaje terrorista, humillan a las víctimas y pretenden alcanzar la paz, ese concepto afeminado propio del pensamiento débil de los progresistas. Los primeros quieren la derrota de ETA; los segundos quieren satisfacer las demandas de ETA.
Para dar verosimilitud a un relato tan atrabiliario, se utiliza un lenguaje grandilocuente («la paz es la Constitución», «no queremos una paz sin libertad», «no dejaremos que se mancille la memoria de las víctimas», «una mesa de partidos es una traición a la democracia», etcétera) y se manipulan las emociones a cuenta del tremendo sufrimiento que los terroristas vascos han producido en España durante décadas. Sin ir más lejos, al PP, a la AVT, al Foro de Ermua o a ¡Basta Ya! nunca, en todos estos años, se les había ocurrido montar homenajes a los caídos en la plaza de la República Dominicana de Madrid en el atentado del 14 de julio de 1986. Hemos tenido que esperar más de veinte años, cuando ETA está planteándose de una vez su final, para ver esos homenajes en los que sus promotores sobreactúan como los peores actores de una tragedia convertida en astracanada.
Las asociaciones que en los años noventa se constituyeron para luchar contra el terrorismo y contra el nacionalismo obligatorio, y que desempeñaron un papel decisivo en el acorralamiento civil de ETA, hoy siguen actuando, pero no ya para combatir a una ETA en estado terminal, sino para arremeter contra el Gobierno y para dar plausibilidad a los argumentos desquiciados de la derecha. Al situarse contra el Gobierno y no contra el terrorismo, se exponen a críticas no menos furibundas que las que ellos realizan, perdiendo el aura de pureza y desinterés con que se presentaron inicialmente ante la sociedad.
No estoy diciendo que no se pueda estar en desacuerdo con la política antiterrorista del Gobierno. Hay gente sensata que lo está y que expresa sus reparos y objeciones de manera razonable. Aquí estoy hablando de otra cosa. Me refiero a ese lenguaje duro en las formas y en el contenido que cada semana eleva las exigencias (suspensión de la autonomía vasca, rebelión cívica contra un Gobierno claudicante, manifestaciones espontáneas contra decisiones judiciales…) y que, por muchos aspavientos que hagan sus autores negando lo evidente, no hace sino favorecer a los elementos más reaccionarios de la derecha española.
El contraste entre tanta gesticulación y la realidad es elocuente. En los últimos tres años ha habido menos asesinatos terroristas que en cualquier otro periodo de nuestra historia democrática. Hay síntomas, todavía confusos tras el atentado de la T-4, de que ETA está interiorizando la inutilidad de la violencia. Batasuna ha dado muestras de su voluntad de hacer política. El PNV ha rectificado los errores del Pacto de Estella y hoy se muestra firme frente al chantaje de la violencia.
En estas condiciones, resulta sencillamente incomprensible que quienes encabezaron una iniciativa cívica de rebelión contra ETA ahora marchen contra el Gobierno. Han generado un nuevo fundamentalismo, de signo contrario al nacionalista, que en estos momentos no ayuda sino a quienes desde posiciones interesadas tratan de utilizar el terrorismo para acabar con el Gobierno socialista.
Ignacio Sánchez-Cuenca es profesor de Sociología de la Universidad Complutense y coautor, con José María Calleja, de La derrota de ETA.