Mi hija ha cumplido ocho años la pasada semana. Mi hijo cumplirá once años este verano.
Con Jaime hace mucho que lo de cogerle en brazos se acabó y, en menos tiempo del que yo quisiera, será él el que podrá cogerme a mí. Siguen los abrazos, los besos y los ratitos acurrucados juntos en el sofá bajo la manta, pero sostenerle en mis brazos, sentir su olor y su calor, consolarle cantando y hacerle reír haciéndole alcanzar el cielo, son ya únicamente buenos recuerdos en lo que anclarse.
A Julia aún la cojo a veces, para lanzarla a su cama por las noches entre risas, para darnos un abrazo de mono araña o si se queda dormida en algún sitio. No podré hacerlo mucho más tiempo. Muy pronto me faltarán las fuerzas para levantar su peso y la sensación de sostenerla, entre mimos, canciones o carcajadas de cristal solo quedarán en nuestra memoria.
Me preguntan hasta qué punto es bueno coger a los bebés en brazos y recuerdo que cuando comencé este blog Jaime no tenía ni dos años y Julia no estaba aún en este mundo, me acuerdo de lo mucho que ellos querían estar sobre mí, conmigo, y que fue una etapa maravillosa que ha podido ser larga pero ha pasado en un suspiro.
Me lo preguntan y no puedo evitar pensar en darle la vuelta a la pregunta. ¿Hasta qué punto puede ser malo no hacerlo? ¿Hasta qué punto puede ser perjudicial dejar a un bebé o un niño pequeño llorar reclamando los brazos, el consuelo, la protección, la atención, el amor… y no dárselo?.
Yo siempre he preferido equivocarme por exceso de cariño. Siempre he optado por reforzar el vínculo, no por quebrarlo.
Claro que hay momentos en los que nos podemos sentir abrumados, con mucho que hacer, poco tiempo disponible y un bebé o un niño pequeño que nos frena. Pero es que tal vez debamos frenarnos. Tal vez debamos parar y reconsiderar nuestras prioridades. No son pequeños tiranos. En absoluto. Son nuestros cachorros que nos necesitan.
Y crecen tan deprisa, que antes de lo que creemos habremos olvidado los momentos en los que nos sentimos superados y solo atesoraremos con nostalgia los instantes en los que nuestros brazos encerraban para ellos el mundo entero.