Europa inquieta Europa inquieta

Bienvenidos a lo que Kurt Tucholsky llamaba el manicomio multicolor.

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Juncker contra Schulz: Un primer debate electoral sin nada sobre lo que debatir

El primer debate televisado, nos quedan unos cuantos más hasta el día de las elecciones al Parlamento Europeo, entre Schulz y Juncker me cogió trabajando en la redacción… por lo que no pude seguirlo, ni siquiera de fondo. Suena a paradoja, pero no lo es. Así que he aprovechado este fin de semana de buen tiempo primaveral, sol y aire prevacacional para ponerme al día. Emociones fuertes.

De la mera proyección de un debate político se deduce que existe algo sobre lo que debatir. Esta obviedad fue puesta en entredicho el pasado jueves, en un cara a cara amistoso, técnico y con más acordes que desacuerdos. El consenso entre los dos candidatos de los dos grandes grupos —PPE y socialdemócratas— fue prácticamente total, salvo en asuntos —es verdad que no menores— como el déficit o el origen de la crisis económica y de deuda.

Juncker y Schulz, momentos antes del debate. (EFE)

Juncker y Schulz, momentos antes del debate. (EFE)

Pero bajo esa superficie de leves discrepancias, lo que prevaleció fue una abrumadora coincidencia en los grandes asuntos que preocupan a Europa. Un casi quorum que me recordó a la reunión a la que asistí hace unos meses en La Granja, y donde todos estuvimos de acuerdo en casi todo de una forma tan milimétrica que hasta daba ganas de transformarte en euroescéptico por un día con tal de llevar la contraria.

Es posible que las similitudes del discurso de Juncker y Schulz sean coyunturales. Incluso que tan solo respondan a un cálculo político: frente a un posible futuro europarlamento con más eurófobos, los dos grandes grupos tratan de unir sus fuerzas (a pesar de sus diferencias) para evitar que la Cámara se convierta en un lugar ingobernable. Pero también es posible que detrás de tanta coincidencia haya un problema.

Puede ser un agotamiento del viejo discurso europeísta, en el sentido de que ya no se puede decir nada de Europa que realmente sea original sin salirse al mismo tiempo de la pauta marcada: en este punto las reflexiones de Toni Ramoneda son muy pertinentes. O puede que, como escuché hace poco a un experto europeísta, los grandes partidos se parecen tanto en sus programas que técnicamente no hay nada, o casi nada, sobre lo que debatir de un modo político.

El primer debate televisado entre los candidatos ejemplifica lo mejor y lo peor de Europa. La habilidad y la disponibilidad para llegar a acuerdos, por un lado, y la casi absoluta falta de sana polémica —en el sentido original del término— entre los representantes, por otro. Políticos sin política. Tecnócratas amables que cuando se les pregunta «qué les distingue al uno del otro» —como hizo uno de los presentadores del debate— se sumergen en un incómodo silencio.

La ideología del ‘putinismo’: del KGB al capitalismo fuera de la democracia

De Anne Applebaum estoy estos días leyendo El Telón de Acero: La destrucción de la Europa del Este (Debate, 2014), un libro soberbio, minucioso y del que espero traeros en breve una reseña, dado que es una pieza clave para conocer el pasado del continente y, además, entronca de algún modo con nuestro presente, y más estos días.

El caso es que de la misma autora, que es periodista, premio Pulitzer e investigadora de la London School of Economics, acabo de leer un artículo en el que disecciona con agudeza la biografía política de Vladímir Putin, desde ese extraño magnetismo oscurantista que le rodea —y que tan caro era de los dirigentes de la URSS— a su visión del orden, la vigilancia y la retórica democrática occidental.

De sus mentores en la KGB, en especial de Yuri Andrópov —que dirigió la policía secreta rusa durante 15 años—  Putin aprendió, dice Applebaum, «el orden y la disciplina», cierto sentido de la modernización, pero no de la democracia. Matiza Applebaum que esto no quiere decir que Putin, pese a la deliberada deformación del pasado soviético que suele acometer, quiera regresar a la Unión Soviética y sin más.

Putin, tomando un refresco en Sochi (EFE).

Putin, tomando un refresco en Sochi (EFE).

Pero sí que Putin, en su afán por controlarlo todo, o casi todo, tiene aversión hacia los principios democráticos (en especial la libertad de prensa) y la sociedad civil. Dice Applebaum que para él, a cualquier oponente político lo considera un «siniestro agente de los poderes extranjeros». Una retórica de la Guerra Fría que estos días parece haber tenido una vía de continuidad con su política militar, tan del siglo pasado.

Cuando los occidentales, dicen Applebaum, trata de calificar el sistema que ha ido confeccionando Putin en sus años de poder —la investigadora dice que podría permanecer en el Kremlin hasta 2025: un cuarto de siglo gobernando Rusia— hablan de «democracia dirigida» o de «capitalismo corporativo» o, en cualquier caso, una mezcla de los dos anteriores. Ella lo prefiere llamar, simplemente, ‘putinismo’.

El ‘putinismo’ se caracterizaría por el control exhaustivo de los procesos electorales (en Rusia, dice, «no hay candidatos accidentales»), la creación de falsos partidos de oposición, el diseño de think tanks antioccidentales con bastantes similitudes con las antiguas organizaciones soviéticas y el recurso a la ‘targeted violence’ para aquellos casos de opositores o periodistas que se pasan de la raya, como sucedió con la gran Anna Politkovskaya, cuyo Diario ruso os recomiendo leer.

Por otro lado, internamente, Putin busca la legitimación del pueblo ruso en la crítica de la retórica occidental, en especial la de los derechos humanos estadounidenses y Europeos, el revisionismo histórico en las escuelas y cierta dosis de nostalgia del comunismo (El comunismo era estable y seguro; el post-comunismo ha sido el desastre: un argumento que se puede escrutar muy bien en Limónov, la novela o lo que sea de mi admirado Emmanuel Carrère).

Por último, Anne Applebaum habla de la falta de ‘soft power’ de la Rusia de Putin. Lo que es cierto solo a medias, en el sentido de que, como dice ella, «la corrupción del estilo del putinismo» es una forma extendida de entender la relación entre el capitalismo, la democracia y el presente complejo de la política que otros países, en Asia central sin ir más lejos, también practican.

Walter Hallstein y la Europa inacabada

Perdonad: hoy os traigo una obra descatalogada. Los más locos de los libros quizá podáis dar con ella como hice yo: en una librería de viejo. En este caso, en una nueva librería de viejo, de esas que proliferan últimamente por Madrid no sé si como símbolo la agonía última del papel, la crisis económica o un repentino afán por deshacerse del pasado.

El caso es que Europa incabada (Plaza&Janes, 1971) es un libro complicado de encontrar, pero muy jugoso de leer. Su autor es Walter Hallstein, que fue nada más y nada menos que el primer presidente de la Comisión Europea. Un profesor alemán de reconocidas dotes diplomáticas, protegido del presidente Konrad Adenauer y que, entre otras negociaciones, participó en la creación de la CECA y en la fallida Comunidad Europea de Defensa (algún día os hablaré de ella).

Walter Hallstein, en 1969, durante un discurso europeo. (German Federal Archives).

Walter Hallstein, en 1969, durante un discurso europeo. (German Federal Archives).

Hallstein fue un obligado soldado alemán durante la Segunda Guerra Mundial. Fue detenido y pasó el final de la guerra en un campo de prisioneros en EE UU. Con posterioridad fue rehabilitado (no había sombra en él de pasado nazi) y desde ese momento se dedicó a hacer política para la Alemania Federal. La advertencia de que la Alemania occidental no mantendría relaciones diplomáticas con estados que reconocieran a la RDA lleva su nombre: ‘doctrina Hallstein’.

Hallstein fue un federalista atribulado porque el tiempo histórico concreto que le había tocado vivir no podía estirarse lo suficiente, ni acelarse, como para que la Europa que ambicionaba se hicera realidad. Falleció en 1982, pero dejó buena parte de su idea del continente en el libro que mencioné al comienzo del post.

«Sin marcha atrás»

Europa incabada comienza con una profesión de fe muy optimista, en la línea de lo que se estilaba a finales de los años sesenta, cuando el progreso económico ininterrumpido desde 1945 parecía que nunca tocaría a su fin. Europa, para Hallstein, «no es una creación reciente», sino más bien «una entidad descubierta por segunda vez». Hallstein equipara el proceso de integración a un proceso «orgánico» que se sustenta en la cultura, la economía y la política. En las tres.

El libro sigue con cuestiones hoy un tanto olvidadas de política del momento, de diatribas sobre el incipiente derecho comunitario o sobre las instituciones: Hallstein era un partidario firme de dar mucho más poder al Parlamento Europeo del que entonces gozaba. Pero el libro acaba con la sombra de una decepción. Para Hallstein, en la Europa de entonces faltó «una fuerza resolutiva general» que impulsara la total unidad.

En su opinión, había que tener muy presente la «dimensión cronológica del problema europeo». Algo que suena muy contemporáneo, pero que está en la base de la propia unión. Según Hallstein, esta «operación política» que es el proceso de cohesión, «no tolera marcha atrás». Y concluía: «Será siempre erróneo no hacer las cosas cuando se presenta el momento oportuno».

El conde Coudenhove-Kalergi, patriota europeo y pionero de un continente unido

Sin duda no fue el primero en forjar la idea de una Europa unida, pero sí el que más cerca estuvo de imaginar el fondo y la forma de lo que ha acabado siendo la Unión Europea. Lamentablemente, Richard Coudenhove-Kalergi –un aristócrata austriaco de madre japonesa– es un nombre exótico que poco o muy poco trasmite hoy a los no iniciados.

El conde Coudenhove-Kalergi (1894 – 1972) fue un pionero audaz. Un hombre de letras exquisito –filósofo, diplomático, editor– preocupado (como muchos entonces) por la evidente decadencia del continente tras la Primera Guerra Mundial. Era, además, un pacifista convencido. Le preocupaba el nacionalismo excluyente y abiertamente etnicida que profesaban la mayoría de los Estados y soñaba con una Europa de los pueblos federal y fraterna.

El conde Kalergi (Autor y fecha: desconocidos).

El conde Kalergi (Autor y fecha: desconocidos).

Su terco empeño europeísta tiene un punto de partida: 1923. En ese año Coudenhove-Kalergi publicó Pan-Europa, algo así como un panfleto geopolítico destinado convencer de que el futuro del continente pasaba por la democracia, la paz y la unión económica y política entre los Estados (principalmente Francia y Alemania, enemigas históricas). Como veis, un visionario.

Con todo, Kalergi fracasó en primera instancia, en el sentido de que su genial idea necesitaría de varias décadas más, y otra mortífera contienda mundial, para que se hiciera realidad en la conocida como Europa de los tratados. Con todo, su empeño fue máximo. Poco después de publicar su libro, fundó la Unión Paneuropea, una asociación creada al albur de la Sociedad de Naciones de la que formaron parte entre otros Adenauer, De Gaulle o Spaak.

En la actualidad, la Unión Paneuropea sigue existiendo. Tal es así que, incluso, existe un Comité español de la misma, presidido actualmente por el periodista Ramón Pérez-Maura (en su página web podéis curiosear más nombres, algunos de ellos os llamarán la atención, seguro). Sus principios, tal y como ellos mismos los enuncian son la defensa «del patriotismo europeo», la «justicia social» y «la identidad europea basada en los valores y convicciones cristianas», en la línea del pensamiento de Kalergi.

Volviendo al conde de Bohemia, algunas de sus ideas y símbolos son hoy perfectamente reconocibles para cualquier europeo, aunque no conozca nada de su origen. La bandera que diseñó para su federación Europea era prácticamente la misma, con ligeras supresiones, que luego se adoptaría como emblema de la UE; y lo mismo sucede con el Himno de la alegría. Después de la Segunda Guerra Mundial, que contempló desde el exilio en EE UU, Kalergi volvió al a carga con nuevos proyectos.

En 1947, apenas dos años después de la derrota de Hitler, fundó la Unión Parlamentaria europea, embrión del  Consejo de Europa del año siguiente, y cimiento de algunas de las instituciones hoy existentes. Pese a todo este currículum, Kalergi fue, al final de su vida, un europeísta desencantado. Como escribe Fernando Álvarez Balbuena, politólogo y sociólogo, en la década de los sesenta el conde europeísta se quejó amargamente de la deriva excesivamente tecnocrática que estaba tomando la unión. Lúcido hasta en eso.

 

 

Albert Camus: el mejor hombre de Europa

Puede que el siglo XX fuera de Sartre, pero la posteridad es para Camus. Lo que queda de la clase intelectual está de celebración: hoy se conmemora el centenario del nacimiento del mejor hombre de Francia. Todos, los honestos (aquí) y los menos honestos (allá) han pergeñado ya su artículo glosando la figura del intello parisino por excelencia, un faro moral en esta época de tribulaciones, una figura que se agiganta al tiempo que se empequeñecen todas sus contemporáneas.

camusA uno, pues, no le queda modestamente casi nada que añadir, salvo quizá una pequeña nota europea al pie. Mi Camus preferido es el de la clandestina revista Combat, el de los años heroicos —en él sí lo fueron— de la resistencia, el de los artículos afilados como alfanjes y escritos «en una ciudad privada de todo, sin luz y sin fuego, hambrienta». Este Camus, afortundamente lejos aún de los abigarrados jardines filosóficos en los que luego fue metiéndose, es además el Camus más europeo de todos.

Donde con más belleza y vehemencia expuso su idea del continente fue en Cartas a un amigo alemán (Tusquets, 2007), unas serie de misivas redactadas en el París ocupado a un destinatario inventado, pero enemigo en la contienda mundial. En esas cuatro cartas, el periodista Camus, obsesionado con el espíritu de justicia y con la verdad, se refiere a Europa como la «patria mayor» y defiende con palabras precisas y elevadas la recuperación «del sentido de Europa que los nazis han usurpado».

Camus no habla de reconciliación, sino de derrota. «Nuestra Europa no es la de ustedes», escribe a su amigo germano, que está a puntito de morder el polvo. Y por eso mismo, por su radical antagonismo hacia todo lo que representa en esos momentos Alemania, Camus le recuerda que hay un término que las personas buenas como él ya no usan. No quieren más ser europeos, porque es una palabra que el Ejército alemán les ha usurpado a traición y con violencia.

Camus fue para Europa el «testigo más noble de una era más bien innoble», como dijera de él un crítico francés del que no recuerdo el nombre. Ahí, en ese destello de ética solitaria —porque Camus fue un solitario, y los que le seguían fueron a su vez un «puñado de solitarios»— es donde debemos volver la mirada. Creo que nadie mejor que Tony Judt, otro heterodoxo ( y una presencia fija en este blog), tasó su trascendencia para nosotros:

En una era de intelectuales mediáticos que buscan autoengrandecerse, pavoneándose indiferentes ante el espejo admirativo de sus audiencias electrónicas, la patente honestidad de Camus, lo que su antiguo maestro llamaba <<ta pudeur instinctive>>, tiene el atractivo de lo auténtico, una obra maestra hecha a mano en un mundo de reproducciones de plástico.

Mitterrand y su grito final en la historia europea: «¡El nacionalismo es la guerra!»

Mitterrand, el cínico. Mitterrand, el maquiavélico. La grandeur es un concepto vaporoso que esconde una peligrosa dosis de engaño (¡y de autoengaño!). Pero se añora lo que no se tiene, y ningún presidente francés desde Tonton —como le llamaba el pueblo— ha logrado ser bendecido por ella. Mitterrand —el amoral, el estadista— se llevó a la tumba el secreto de su naturaleza huidiza. Hace ya casi 20 años.

Hoy, otro François, también socialista, habita el Eliseo. Un hombre de aspecto tímidamente profesoral, apocado, un Jack Lemmon de la política. Nada que ver con el aura nobiliaria del viejo monarca republicano, que mentía como un bellaco, lo sabías, y aún así te lo creías. O eso dicen, yo no tenía uso de razón entonces. Desde hace unos años, para cubrir este vacío no sé si puramente simbólico, la sociedad francesa —y sus gobernantes, a la izquierda y a la derecha— se vienen dando a una celebración sin igual del pasado mitterrandiano.

Mitterrand y Kohl, de la mano en Verdún, en 1984. (http://iconicphotos.wordpress.com)

Mitterrand y Kohl, de la mano en Verdún, en 1984. (http://iconicphotos.wordpress.com)

Exposiciones, conmemoraciones y libros, nuevos libros, por si los que se publicaron tras su muerte, que podrían llenar la megalomaníaca Biblioteca Nacional, empeño personal suyo, no bastaran. Pero en fin, aquí y aquí tenéis estupendas informaciones sobre este revival presidencialista (incomprensible para nosotros, que odiamos con la misma inquina a todos los inquilinos pasados de La Moncloa). Y más: aquí tenéis un magnífico y extenso análisis del cubo de Rubik que fueron los 14 años de Gobierno —y sus asuntos— de Tonton: su hija secreta, su cáncer (también secreto), sus negocios turbios, Vichy, Ruanda, el Rainbow Warrior. Todo aquello.

Lo que quiero es recordar al Mitterrand europeo. Por varias razones. Porque, por un lado, una personalidad política tan pragmática como la suya siempre conservó intacta su fe europeísta (si bien atemperada por su calculada frialdad, que nunca le abandonó). Y porque, por otro lado, volver a sus sobrecogedoras actuaciones europeas nos devuelve la ilusión congnitiva de que efectivamente, en su caso, los gobernantes de antes eran mejores.

Thatcher, Havel y Andreotti han fallecido hace poco. El excanciller Helmut Kohl, su gran amigo alemán y compañero de andanzas, es un anciano de 83 años en silla de ruedas. Todos ellos están ya, o van en camino, de ingresar en la Historia, el lugar favorito de Mitterrand en vida. Europa muta. Los dirigentes de hoy tienen que lidiar con los cabos sueltos del pasado dejados por estos hombres y mujeres de Estado —concepto en desuso, quizá moralizado—, etcétera, etcétera.

Y ya he llegado donde quería desde el principio, cuando empecé a pensar en este post. 17 de enero de 1995. Un Mitterrand agonizante (moriría justo un año después) habla por última vez ante el Parlamento Europeo. Un discurso pasional, que todavía emociona porque condensa medio siglo de historia del continente y contiene graves advertencias para el futuro. Hoy, y sin nostalgia pero con cierta reverencia, no está de más volver a recordar que «el nacionalismo es la guerra».

El extraño caso del librero Martin Schulz

Max Weber escribió hace casi cien años (*) que para ser un buen político se necesitan tres virtudes: la pasión, la responsabilidad y la mesura. Cualquier individuo carismático que sienta el impulso de la acción política –que se guíe por la ética de la responsabilidad– debe ser capaz de proyectar las tres cualidades. Lo que Weber nunca dijo es que para ser un buen político se precisara ser titular de una cátedra universitaria o pertenecer al cuerpo de funcionarios del Estado.

Poco antes de verano entrevisté –en su despacho de Estrasburgo– a Martin Schulz, presidente del Parlamento Europeo, librero de primera hora y socialdemócrata de estricta observancia. Como en los últimos tiempos la nacionalidad vuelve a formar parte de la trama moral, diré –para quien no lo sepa– que Schulz es alemán, pero un alemán de Westfalia, de esa fluctuante región fronteriza tan importante en la cosmovisión política europea. Exfutbolista, exbebedor compulsivo, políglota, lector voraz de libros de Historia, Schulz es además un bachiller raso. ¡Un alemán sin estudios superiores!

En la política española, no exhibir diploma universitario equivale a estar mutilado intelectualmente, a ser sospechoso de pepeblanquismo. Ascender en política sin un currículum académico solvente te convierte en un paria. Los periodistas se mofarán de tu condición de iletrado. Los ciudadanos dudarán de tus capacidades cognitivas y los colegas políticos de otros partidos, incluso también los del tuyo, ironizarán en los corrillos sobre cómo se puede llegar tan alto partiendo de tan abajo. Veredicto: indecente o trepa. O ambos.

Quizá sufro el deslumbramiento del poder o quizá soy un tibio conformista, pero saber que Schulz conoce de memoria al mejor Hobsbawm, que regentó durante más de una década una modesta librería de una ciudad de provincias y que escribe puntualmente, noche tras noche, un diario íntimo –un dietarista es un seductor fracasado, puntualizó Andrés Trapiello a propósito de Azaña– me tranquiliza. Si además resulta que fue acusado por un desagradable europarlamentario con pañuelo de seda del UKIP –el partido de los demagogos y populistas británicos– de fascista y que Berlusconi, en una de las intervenciones más funestas de la historia de la Eurocámara, le llamó con ironía fuera de lugar kapo, no puedo evitar tenerle una simpatía casi instintiva.

Schulz no es un tecnócrata formado en universidades europeas de élite ni un millonario con ínfulas de benefactor. No viene de la gran empresa privada ni dejó (con todo el dolor de su corazón) en excedencia una plaza de registrador de la propiedad. No clama por desmotar el Estado del Bienestar con una mano mientras con la otra amasa un magro sueldo público. Quizá sufra otros males europeos, entre ellos eso que Tony Judt llamó el eco de la falacia reduccionista (económica), pero posee un afinado sentido de la justicia política y el vigor, incluso la vehemencia, de los líderes del pasado. Schulz, ¿un padre refundador?

(*) El político y el científico (en edición de Alianza Editorial, 1972)