Europa inquieta Europa inquieta

Bienvenidos a lo que Kurt Tucholsky llamaba el manicomio multicolor.

Mitterrand y su grito final en la historia europea: «¡El nacionalismo es la guerra!»

Mitterrand, el cínico. Mitterrand, el maquiavélico. La grandeur es un concepto vaporoso que esconde una peligrosa dosis de engaño (¡y de autoengaño!). Pero se añora lo que no se tiene, y ningún presidente francés desde Tonton —como le llamaba el pueblo— ha logrado ser bendecido por ella. Mitterrand —el amoral, el estadista— se llevó a la tumba el secreto de su naturaleza huidiza. Hace ya casi 20 años.

Hoy, otro François, también socialista, habita el Eliseo. Un hombre de aspecto tímidamente profesoral, apocado, un Jack Lemmon de la política. Nada que ver con el aura nobiliaria del viejo monarca republicano, que mentía como un bellaco, lo sabías, y aún así te lo creías. O eso dicen, yo no tenía uso de razón entonces. Desde hace unos años, para cubrir este vacío no sé si puramente simbólico, la sociedad francesa —y sus gobernantes, a la izquierda y a la derecha— se vienen dando a una celebración sin igual del pasado mitterrandiano.

Mitterrand y Kohl, de la mano en Verdún, en 1984. (http://iconicphotos.wordpress.com)

Mitterrand y Kohl, de la mano en Verdún, en 1984. (http://iconicphotos.wordpress.com)

Exposiciones, conmemoraciones y libros, nuevos libros, por si los que se publicaron tras su muerte, que podrían llenar la megalomaníaca Biblioteca Nacional, empeño personal suyo, no bastaran. Pero en fin, aquí y aquí tenéis estupendas informaciones sobre este revival presidencialista (incomprensible para nosotros, que odiamos con la misma inquina a todos los inquilinos pasados de La Moncloa). Y más: aquí tenéis un magnífico y extenso análisis del cubo de Rubik que fueron los 14 años de Gobierno —y sus asuntos— de Tonton: su hija secreta, su cáncer (también secreto), sus negocios turbios, Vichy, Ruanda, el Rainbow Warrior. Todo aquello.

Lo que quiero es recordar al Mitterrand europeo. Por varias razones. Porque, por un lado, una personalidad política tan pragmática como la suya siempre conservó intacta su fe europeísta (si bien atemperada por su calculada frialdad, que nunca le abandonó). Y porque, por otro lado, volver a sus sobrecogedoras actuaciones europeas nos devuelve la ilusión congnitiva de que efectivamente, en su caso, los gobernantes de antes eran mejores.

Thatcher, Havel y Andreotti han fallecido hace poco. El excanciller Helmut Kohl, su gran amigo alemán y compañero de andanzas, es un anciano de 83 años en silla de ruedas. Todos ellos están ya, o van en camino, de ingresar en la Historia, el lugar favorito de Mitterrand en vida. Europa muta. Los dirigentes de hoy tienen que lidiar con los cabos sueltos del pasado dejados por estos hombres y mujeres de Estado —concepto en desuso, quizá moralizado—, etcétera, etcétera.

Y ya he llegado donde quería desde el principio, cuando empecé a pensar en este post. 17 de enero de 1995. Un Mitterrand agonizante (moriría justo un año después) habla por última vez ante el Parlamento Europeo. Un discurso pasional, que todavía emociona porque condensa medio siglo de historia del continente y contiene graves advertencias para el futuro. Hoy, y sin nostalgia pero con cierta reverencia, no está de más volver a recordar que «el nacionalismo es la guerra».

5 comentarios

  1. El escritor Quim Monzó y el actor Juanjo Puigcorbé protagonizan así el vídeo que l’Assemblea Nacional Catalana (ANC) lanzó como convocatoria de la Via Catalana Cap a la Independència. Lejos de ser irrelevante, este spot sintetiza el imaginario puesto en marcha por la ANC que ha conducido al indiscutible éxito de la pasada Diada. No es una anécdota este relato entrañable, que tiene su clave en una filigrana perturbadora: los problemas que propone dejar a un lado, todo lo que tiene menos importancia que la «cosa en común», se reduce a minucias cotidianas de dos varones blancos de clase media citadina. En este territorio de ficción no existen conflictos de género, de origen cultural o étnico; no hay diferencias de clase. De hecho, ni siquiera parece haber problemas a propósito del territorio mismo que se dice tener en común.

    El imaginario movilizado por la ANC higieniza la política en busca de superar las diferencias en el proyecto de construcción nacional. El conflicto fundamental, allí donde se encuentran todos los problemas, se proyecta hacia un afuera de «nuestra» comunidad. En este imaginario de «lo común» bajo el significante «Catalunya» no se perciben élites ni oligarquías, mucho menos corrupción de la política. No existen sujetos excluidos de la ciudadanía, ni racismo, ni xenofobia, ni centros de internamiento para extranjeros. Nadie parece haber sido desposeído de sus derechos; no hay desatención sanitaria ni desahucios, ni malnutrición infantil o represión de la protesta. Esta política higiénica es, en realidad, la representación de una Catalunya internamente despolitizada propugnada por las voces hegemónicas en el reclamo del «Estat independent». Parece casi una banalidad señalarlo. Pero incluso para algunas posiciones políticas que reconocen conflictos «internos» de Catalunya, estos parecen quedar aparcados o pospuestos para un segundo momento: la lucha que vendrá «después» de alcanzar la soberanía. Primero conseguir un Estado propio, del resto, «ja en parlarem». Cabe preguntar si acaso es posible diferenciar entre estos dos momentos del conflicto: ¿qué efectos políticos tiene el permitir que sea hegemónico el imaginario higienizado de una sociedad que en realidad se encuentra inevitablemente atravesada por las diferencias? Una sociedad donde la cotidianidad de las personas, lejos del relato costumbrista de roces entre vecinos compatriotas, se desliza hacia el deterioro vertiginoso de las condiciones de vida de la mayoría. ¿Qué resultados tiene situar el objetivo de la nación por delante de la vida real de las personas? ¿Se puede concebir una comunidad por fuera, antes o más allá de sus conflictos internos, de la manera como en su interior se administra incluso la violencia que unos sujetos ejercen contra otros? ¿Quiénes se pueden permitir aparcar o posponer sus conflictos o sus diferencias en favor de qué lugar común?

    El discurso típico de los eslóganes de la ANC enfatiza ese común voluntarista: «No et perdis aquest moment històric», «hi ha molta feina per fer i ho hem de fer tots junts». Ese nítido discurso sobre la comunidad —identificada con la Nación— por encima de las diferencias y las contradicciones encierra una paradoja: parece dar por hecho el significado de la Independència. El imaginario hegemónico movilizado por la ANC encuentra otra de sus claves en el binomio dependencia/independencia. Cabe preguntarse: ¿de qué dependen quiénes? En Catalunya, tiene lugar en este momento una amalgama de la revolución «independentista» y la «revolución democrática» que nadie con madurez política puede pasar por alto. Pero nos parece importante preguntar si la asociación entre ambas no se está produciendo a costa de evitar discutir también el conflicto entre uno y otro tipo de revolución. No hay discusión posible acerca de la legitimidad democrática del reclamo de un territorio autodeterminado por la sociedad que lo habita. De ese suelo de reconocimiento democrático tenemos que partir. Pero también resulta imprescindible preguntar en este proceso: ¿cuáles son los problemas que conlleva asimilar la emancipación colectiva a la consecución de un Estado propio?

    Parece que en la actual representación hegemónica del soberanismo en Catalunya la emocionalidad juega un papel importante a la hora de confundir el proceso –una revolución democrática hacia la independencia– con su objetivo finalista: un Estado propio. ¿De qué poderes dependemos? ¿Qué y quiénes quebrantan la soberanía de esta sociedad? La respuesta no puede ser única; pero el acento puesto en unos u otros posibles tipos de respuesta, caracteriza las diferencias entre las concepciones de la revolución democrática que hoy estarían en juego. ¿Cómo deja un Estado de estar sometido al dictado de los mercados financieros, tal y como lo están los Estados que hoy conforman la Unión Europea? Pensar una independencia «catalana» en términos de democracia real, esto es, de reparto de la riqueza y de distribución efectiva del poder político, nos sitúa en una escala diferente de la visión finalista del Estado propio. Mirado con atención, el proceso histórico que ha hecho de la Troika europea el órgano de planificación y decisión sobre nuestras vidas nos obliga a pensar más allá de la propuesta soberanista hegemónica, para activar un nuevo tipo de soberanía del «pueblo catalán». Y del pueblo «griego». Y del «italiano». Y del «español».

    La soberanía sólo puede pasar por la emancipación respecto del poder fundamental que hoy se ejerce sobre los sujetos que habitan el territorio histórico de Europa: la Unión Europea secuestrada por la dictadura financiera. Esa dictadura está tanto «afuera» como «adentro», también en el caso de Catalunya. De hecho, solo nos parece posible pensar la independència de Catalunya redefiniendo el concierto de los Estados europeos, lo que implica tanto España, como al conjunto de la UE. Sea cual sea la modalidad de Estado que se conformase –Estado catalán europeo, Estado catalán federado al resto de una España reconfigurada…– No sería nunca de por sí un Estado de pleno derecho, como no lo son siquiera ya los grandes Estados europeos. Los pequeños, hace tiempo que han devenido «dominios» de una UE raptada por las élites financieras.

    Sea como sea, creemos importante no confundir el proceso con su determinación finalista. La cuestión que importa no es el futuro de un Estado catalán, sino cómo se está conformando el actual proceso soberanista. Durante el pasado 11 de septiembre, la Diada fue escenario de otras manifestaciones diferentes de la Via Catalana, como fue el caso de “Encerclem la Caixa» –Rodeemos la Caixa–. Pero resultaron casi invisibles frente a la representación hegemónica del soberanismo. Bajo el poder emocional y el poder político efectivo del imaginario higiénico, ¿se hace posible poner en dificultades reales a las élites enriquecidas por el desempoderamiento criminal y la desposesión violenta de la ciudadanía? ¿Se hace posible construir un proceso de emancipación inclusivo de quienes hoy son despojados hasta de su mera condición de ciudadanos?

    ¿Cómo hacer de la revolución democrática un proceso que no disimule frente a la debacle histórica que está provocando el poder financiero? ¿Qué tipo de alianzas políticas se han de establecer entre los fragmentos de una sociedad dividida, rota en favor de los intereses de las élites? ¿No es en solidaridad y alianza política con los sujetos desposeídos del resto de los territorios europeos —lo que incluye al resto de la península— donde invertir los esfuerzos de una revolución democrática? En una coyuntura histórica grave y urgente, ¿podemos seguir permitiéndonos que la Nación se sitúe en el centro, desplazando la multiplicidad de conflictos de la sociedad existente?.

    Rubén Martínez
    Observatorio Metropolitano de Barcelona
    Este texto parte de discusiones colectivas mantenidas en el espacio de la Fundación de los Comunes.

    18 octubre 2013 | 12:58

  2. Dice ser SÓLO HAY PERSONAS.

    PARA MUCHOS LA VIDA ES DEMASIADO LARGA Y LA PIERDEN EN EL ROLLO DE LOS NACIONALISMO, LAS IDEOLOGÍAS Y LAS RELIGIONES.

    A VIVIR QUE SON DOS DÍAS Y DEJAR DE PERDER EL TIEMPO EN INVENTOS BURGUESES.

    18 octubre 2013 | 14:28

  3. Dice ser Pelus

    Mitterrand!!! Madre mía, salía en la mitad de los telediarios de cuando era pequeñajo. La verdad es que aunque a posteriori se sacaron muchos trapos sucios sobre su gobierno, durante el ejercicio del poder siempre dio la sensación de líder carismático y que sabía a lo que jugaba, algo tan diferente a lo que tenemos ahora que asusta, la verdad.

    18 octubre 2013 | 19:06

  4. Dice ser Antonio Pérez

    En las pasadas elecciones francesas miramos al país vecino como la solución a nuestros problemas. En las anteriores estadounidenses hicimos lo mismo.

    Siempre miramos fuera para solucionar nuestros problemas internos, lo lamentable es que las cosas que funcionan y son ejemplo para los demás (nuestra sanidad) las intentamos asemejar a lo de fuera también.

    Quizá los políticos del pasado, como es el caso de Mitterrand, nos parezcan mejores que los actuales, más honestos, pero habría que preguntar a nuestros mayores al respecto.

    20 octubre 2013 | 09:24

  5. Dice ser Pelus

    Antono Pérez, tienes razón en casi todo tu discurso, no tengo dudas. Pero el final, lo de que los políticos del pasado, como es el caso que nos ocupa, son mejores y más honestos que los actuales…
    Pues más honestos no tengo ni idea, de hecho sobre Mitterrand salió bastante mierda a posteriori, pero mejores, sin duda alguna. Por lo menos sabían lo que querían y trabajaban por ello. Solían mirar más allá de la siguiente elección (con eso no quiero decir que no se precuparan de ganar, que también lo hacían, pero no solo de ello). De hecho, si su mierda salía más tarde es que por lo menos hacían bien eso, los que tenemos ahora no llegan ni a eso.

    20 octubre 2013 | 13:44

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