Europa inquieta Europa inquieta

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El extraño caso del librero Martin Schulz

Max Weber escribió hace casi cien años (*) que para ser un buen político se necesitan tres virtudes: la pasión, la responsabilidad y la mesura. Cualquier individuo carismático que sienta el impulso de la acción política –que se guíe por la ética de la responsabilidad– debe ser capaz de proyectar las tres cualidades. Lo que Weber nunca dijo es que para ser un buen político se precisara ser titular de una cátedra universitaria o pertenecer al cuerpo de funcionarios del Estado.

Poco antes de verano entrevisté –en su despacho de Estrasburgo– a Martin Schulz, presidente del Parlamento Europeo, librero de primera hora y socialdemócrata de estricta observancia. Como en los últimos tiempos la nacionalidad vuelve a formar parte de la trama moral, diré –para quien no lo sepa– que Schulz es alemán, pero un alemán de Westfalia, de esa fluctuante región fronteriza tan importante en la cosmovisión política europea. Exfutbolista, exbebedor compulsivo, políglota, lector voraz de libros de Historia, Schulz es además un bachiller raso. ¡Un alemán sin estudios superiores!

En la política española, no exhibir diploma universitario equivale a estar mutilado intelectualmente, a ser sospechoso de pepeblanquismo. Ascender en política sin un currículum académico solvente te convierte en un paria. Los periodistas se mofarán de tu condición de iletrado. Los ciudadanos dudarán de tus capacidades cognitivas y los colegas políticos de otros partidos, incluso también los del tuyo, ironizarán en los corrillos sobre cómo se puede llegar tan alto partiendo de tan abajo. Veredicto: indecente o trepa. O ambos.

Quizá sufro el deslumbramiento del poder o quizá soy un tibio conformista, pero saber que Schulz conoce de memoria al mejor Hobsbawm, que regentó durante más de una década una modesta librería de una ciudad de provincias y que escribe puntualmente, noche tras noche, un diario íntimo –un dietarista es un seductor fracasado, puntualizó Andrés Trapiello a propósito de Azaña– me tranquiliza. Si además resulta que fue acusado por un desagradable europarlamentario con pañuelo de seda del UKIP –el partido de los demagogos y populistas británicos– de fascista y que Berlusconi, en una de las intervenciones más funestas de la historia de la Eurocámara, le llamó con ironía fuera de lugar kapo, no puedo evitar tenerle una simpatía casi instintiva.

Schulz no es un tecnócrata formado en universidades europeas de élite ni un millonario con ínfulas de benefactor. No viene de la gran empresa privada ni dejó (con todo el dolor de su corazón) en excedencia una plaza de registrador de la propiedad. No clama por desmotar el Estado del Bienestar con una mano mientras con la otra amasa un magro sueldo público. Quizá sufra otros males europeos, entre ellos eso que Tony Judt llamó el eco de la falacia reduccionista (económica), pero posee un afinado sentido de la justicia política y el vigor, incluso la vehemencia, de los líderes del pasado. Schulz, ¿un padre refundador?

(*) El político y el científico (en edición de Alianza Editorial, 1972)