Viaje a la guerra Viaje a la guerra

Hernán Zin está de viaje por los lugares más violentos del siglo XXI.El horror de la guerra a través del testimonio de sus víctimas.

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Tú, esclavo

Los árabes nunca la llamaban por su nombre. Cuando querían dirigirse a ella le decían: Hoy, habit (que en el árabe de Sudán quiere decir: Tú, esclavo). Y ella, por miedo a recibir una paliza, o a que la privasen de su escasa ración diaria de comida, bajaba la cabeza y hacía todo lo que le pedían. Su nombre es Selua. Y ahora que la guerra ha terminado, y que los árabes se han ido, lo repite en voz alta, orgullosa, demorándose en cada letra: S-e-l-u-a.

Selua llegó a Juba, bastión musulmán en el Sur, huyendo de los combates en su aldea natal. Y se alojó en la choza de una parientes lejanos, junto a un cuartel de las tropas del Norte. Una noche, dos soldados, que seguramente la habían visto durante el día, entraron por la fuerza, la cogieron diciendo que era una espía de las tropas del Sur y la llevaron al cuartel. Allí fue violada por cinco hombres. En esos momentos Selua tenía 16 años.

Al día siguiente otro militar la sacó de la choza y la llevó al cuartel. Y así, noche tras noche, durante diez años, hasta el pasado mes de noviembre, cuando las tropas árabes comenzaron a salir de Juba tras la firma de la paz entre el Norte y el Sur.

También las vecinas de Selua eran arrancadas de sus chozas. Y miles de mujeres jóvenes en toda la ciudad. “¿Qué íbamos a hacer? ¿A quién íbamos a protestar? Si los que mandaban en esta ciudad eran los que nos violaban”, señala Selua, explicando que también hubo casos de mujeres casadas que eran vejadas cada noche, cuyos maridos debían permanecer en silencio, sin protestar, si no querían ser asesinados.

También durante el día, la vida de Selua resultaba sumamente difícil. Cuando iba a hacer cola para conseguir la comida que llegaba a Juba en avión desde el Norte, los soldados le pegaban, la empujaban, la maltrataban, como a tantas otras mujeres. Si la llamaban, Hoy, habit, debía acercarse, con actitud humilde y hacer caso a todo lo que le indicaran. Ante todo, sabía que no debía mirarlos a los ojos. Eso los sacaba de quicio y provocaba su ira. Solían agredir a las mujeres con el filo de sus machetes. Y, en casos extremos, pegarles un tiro allí mismo con el Kalashnikov. Se imponían a la población civil, que los superaba numéricamente, mediante el terror.

“Para una vida como la que yo tuve, mejor no vivir”, afirma Selua, cuyo cuerpo está cubierto de marcas por las enfermedades sexuales que padece. “Al menos ahora tengo comida, y quizás algún día olvide todo lo que sufrí, me case y tenga hijos. Hace un año no me habría animado a mirarte a los ojos, estaba tan delgada y enferma que no parecía un ser humano”.

Hoy Selua tiene una pequeña tienda de paja y adobe en la que vende té a los transeúntes en Juba. De las historias que he conocido en estas dos semanas en el sur de Sudán, la suya es la que más me ha conmovido.