El nacimiento de la criminalística y el Cementerio Central de Viena, escenarios de novela

Por Oliver Pötzsch, novelista alemán cuya última novela El hijo del sepulturero (Planeta) acaba de llegar a las librerías españolas. Pötzsch, descendiente por línea materna de un largo linaje de verdugos en su país (en esa historia basó su primera novela La hija del verdugo), presenta en esta obra un viaje a la Viena de finales del siglo XIX y a los albores de la ciencia criminalística. En el siguiente texto, traducido, al igual que la novela, por Héctor Piquer Minguijón, el autor dar las claves de la ambientación y la historia que esconde esta novela.

Los cementerios son lugares mágicos, patria de los muertos hacia la que los vivos siempre nos sentimos atraídos. No es casualidad que el sustantivo que los designa en lengua germana, Friedhof, contenga la palabra del alto alemán medio vride, de la que no solo deriva la moderna Frieden («paz»), sino que sobre todo significa «lugar cerrado y protegido». Entrar en un cementerio es entrar en otro mundo.

Los cementerios siempre me han fascinado. Cuando era un niño daba paseos entre lápidas cubiertas de musgo, leía en ellas nombres antiguos y fechas de nacimiento y defunción, y me imaginaba cómo vivieron esas personas en su época, cómo vestían, qué destinos sufrieron… No fue un mal entrenamiento para un futuro escritor de novelas históricas. Sin embargo, creo que hay otra razón por la que me encantaba ir a los cementerios, costumbre que todavía practico.

Me enfrentan con la muerte.

Nuestra sociedad moderna margina la muerte. Morir no encaja en esta era glamurosa y perfeccionista de sonrisas impostadas y gimnasia por YouTube, en esta época donde cualquier debilidad o dolencia se interpreta como un fracaso. Nos creemos inmortales y exhibimos nuestros cuerpos magníficos y nuestras vidas supuestamente perfectas en Facebook e Instagram, donde la muerte y el morir son igual de embarazosos que un viejo que babea y habla a solas en una celebración familiar.

Antes, la muerte siempre nos acompañaba, moríamos en casa. Hoy acabamos nuestras vidas en un hospital o una residencia geriátrica. ¿Quién de entre la generación más joven ha acompañado a su abuela o abuelo en su último suspiro, los ha velado y ha aprendido a aceptar la muerte como la última etapa de la vida? Públicamente, la muerte solo se muestra en series policíacas de televisión, tanto más cuanto más sangrientas, o en espeluznantes películas de casquería. Y también en novelas criminales como la de este libro. Hemos externalizado la muerte y la hemos desterrado al terreno de la ficción. Solo en raras ocasiones la vemos asomarse a la vuelta de la esquina, como cuando los camiones militares cargados de ataúdes hacían cola frente a los hospitales durante la pandemia de coronavirus. Entonces volvemos a acordarnos de que no somos inmortales.

La represión de la muerte tampoco es un fenómeno moderno y tiene causas perfectamente comprensibles. Para limitar el peligro de las epidemias, a finales del siglo XVIII los cementerios municipales fueron trasladados paulatinamente a las afueras de las ciudades. En Viena, este proceso tuvo lugar en dos fases. Con las reformas josefinas desaparecieron en primer lugar todos los camposantos situados intramuros, es decir, en la parte interior del actual cinturón urbano, el Gürtel. Los funerales se seguían celebrando en las iglesias, pero el entierro en sí era un acto mayormente solitario. La triste historia que se cuenta sobre la inhumación de Wolfgang Amadeus Mozart, según la cual murió solo y abandonado por sus amigos y familiares y enterrado en una fosa para indigentes en el cementerio de San Marcos, tendría algo de verdad. En aquella época, era bastante común que los entierros tuvieran lugar en círculos muy reducidos y fuera de la ciudad.

En 1863, el ayuntamiento de Viena decidió desmantelar también los cementerios situados más allá del Gürtel. El Central de Viena, el único municipal a la sazón, fue terminado en 1874. Era un enorme descampado alejado de las puertas de la ciudad y, en su momento, el camposanto más grande de Europa. El Cementerio Central no fue bien recibido inicialmente por los vieneses: el trayecto para desplazarse hasta él era demasiado largo y en los primeros años ni siquiera llegaba el tranvía de caballos. De hecho, en aquella época se proyectó construir un tubo neumático para ataúdes, pero por su elevado coste nunca se hizo realidad. ¿Qué mejor símbolo de la represión de la muerte que deshacerse de los familiares fallecidos mediante un conducto subterráneo de aire comprimido?

Este libro es una novela sobre el Cementerio Central de Viena y sobre presuntos muertos vivientes, pero sobre todo es una novela policíaca ambientada en una época que supuso el inicio de muchas cosas que hoy todavía determinan nuestras vidas, sobre todo en el ámbito tecnológico: el teléfono, la electricidad, el automóvil, la fotografía, el cine… Y todas ellas surgieron a un ritmo vertiginoso al que no todo el mundo supo adaptarse.

Por ello, el paso del siglo XIX al XX recuerda bastante a nuestro presente, donde mucha gente también siente que los avances son muy rápidos y generan demasiada confusión. ¿Cómo debieron de experimentarse entonces aquellos cambios? En pocos años, se pasó de desplazarse por las ciudades en coches de caballos y cruzar los campos con locomotoras de vapor, a ir al cine en ruidosos automóviles por calles iluminadas con luces eléctricas, con el metálico sonido de fondo de gramófonos y timbres de teléfonos, una sinfonía de luces parpadeantes, tubos, bocinazos, repiqueteos, tintineos… Alguien como yo, que tiene que pedir a su esposa que le configure el ordenador nuevo o a los hijos que le programen los canales de televisión (tenemos tres mandos a distancia, ¿por qué será?), seguramente se habría visto desbordado en aquella época. En apenas unos años, terminó una era y empezó otra muy distinta.

Lo mismo sucedió en la lucha contra el crimen. Fue precisamente en esa época cuando surgieron los nuevos métodos de investigación que iban a cambiar para siempre el mundo de los detectives y los comisarios, los ladrones y los asesinos. En 1879, el antiguo oficinista Alphonse Bertillon desarrolló su famoso sistema de archivo para identificar a delincuentes, y, simultáneamente, el naturalista inglés Francis Galton tuvo la idea de tomar huellas dactilares a posibles sospechosos. Venenos desconocidos dejaron de entrañar secretos, minúsculos trozos de hueso proporcionaron de repente pistas sobre víctimas en estado de descomposición… A la perspicacia y el proverbial olfato detectivesco para llevar a los culpables ante la justicia se sumaron la física, la psicología y la química.

La cuna de esta nueva ciencia llamada criminalística no fue París, Londres o Nueva York, sino la pequeña y apacible ciudad de Graz, en la austríaca Estiria. El fiscal y juez de instrucción graciense Hans Gross está considerado uno de los creadores de esta especialidad. Recopiló una colección de material didáctico con corpora delicti y escribió un libro que marcó un hito en la historia criminal (y al que he querido erigir un monumento con mi novela): el Handbuch für Untersuchungsrichter, que se editó también en español bajo el título Manual del juez para uso de los jueces de instrucción y municipales, gobernadores de provincia, alcaldes, escribanos, oficiales y subalternos de la Guardia Civil, agentes de policía, etc. (traducción del alemán, prólogo y notas por Máximo de Arredondo, La España Moderna, Madrid, c. 1893).

La obra no solo incluye un glosario de las expresiones más importantes del Rotwelsch, la jerga secreta que utilizaban los malhechores, sino que también habla de perros policía y tipologías de delincuentes. Otra novedad que aporta es el llamado Tatortkoffer, o maletín de instrumental para escenarios del crimen, que debería estar provisto de lupa, pinzas, podómetro, brújula y caramelos para facilitar la colaboración de niños espantados. Aunque el libro peca en ocasiones de una sorprendente falta de cientificidad y está salpicado de prejuicios (hacia las mujeres y los gitanos, por ejemplo), en él se abordan por primera vez de forma sistemática cuestiones como el aseguramiento de pruebas, la elaboración de perfiles, la medicina forense y la balística (que entonces no se llamaban así). Por todo ello, el manual que Hans Gross escribió en 1893 nunca ha perdido actualidad, e incluso el FBI sigue haciendo referencia con regularidad a esta obra legendaria. En el terreno de la ficción, desde Sherlock Holmes y Poirot hasta la serie estadounidense CSI o la alemana Tatort son herederos de los métodos de Hans Gross.

Como también lo es esta novela policíaca.

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