La Salamanca de 1577, por Luis García Jambrina

Panorámica de Salamanca.

Luis García Jambrina (Zamora, 1960) es doctor de Filología Hispánica y profesor de Literatura en la Universidad de Salamanca. Como escritor es autor de la serie de los manuscritos, novelas de misterio con ambientación histórica protagonizadas por Luis de Rojas, autor de La Celestina, el último es El manuscrito de fuego (Espasa, 2018). García Jambrina nos manda su postal de Vacaciones en la Historia desde la Salamanca de 1577.

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Salamanca, enero de 1577

Queridos amigos, este verano hemos venido de vacaciones a la Salamanca del siglo XVI. Se trata de uno de esos cronotopos que oferta la agencia de viajes online La Cuarta Dimensión. El traslado lo efectuamos por un agujero de gusano y la verdad es que fue rápido y cómodo; no obstante, os recomiendo que, si lo hacéis, os toméis antes una pastilla contra el mareo, pues viajar por el tiempo produce vértigo. El caso es que aparecimos en la célebre ciudad renacentista en enero de 1577. Tras darnos la bienvenida, el guía que nos esperaba nos proporcionó vestuario apropiado y nos dio algunos consejos para que la estancia fuera agradable. Y, por supuesto, nada de móviles.

Después de concertar alojamiento en la posada de la Veracruz, muy cerca de la puerta del Río, nos dirigimos a la catedral o Iglesia Mayor, en la que nos llamó la atención su original cimborrio coronado por una veleta con forma de gallo, símbolo de la Iglesia vigilante, que cuadraba muy bien con ese aire de fortaleza que tenía el edificio. Por otro lado, observamos que se estaba construyendo una nueva catedral, mucho más imponente que la anterior.

Al día siguiente, fuimos a la plaza de San Martín, de grandes dimensiones y de trazado muy irregular. Dividida en dos mitades por un gran desnivel, la explanada de arriba estaba reservada para los puestos ambulantes, así como para los festejos, corridas, torneos, juegos y ajusticiamientos. Los puestos fijos del mercado se concentraban cerca de la iglesia de San Martín. Asimismo, había tiendas de los más diversos productos en los soportales, donde pudimos comprar algún suvenir. También vimos muchos palacios, levantados para hacer ostentación de riqueza y poder, como el de la familia Maldonado o Casa de las Conchas, llamada así porque su fachada estaba decorada con más de trescientas veneras dispuestas al tresbolillo.

Pero, sin duda, lo que más nos ha impresionado hasta el momento es la Universidad. Fundada en 1218, es la más antigua y prestigiosa de España. El edificio de las Escuelas Mayores se encontraban en la rúa Nueva, y a ellas daba acceso una majestuosa portada. La Fachada Rica, como se la conoce popularmente, era un enorme tapiz o retablo de piedra hecho de símbolos, medallones, figuras, frisos y una abigarrada decoración, llena de enigmas y secretos. Y todo ello parecía estar como suspendido en el aire sobre la doble entrada que daba acceso al templo del saber.

En el interior se encontraban las diferentes aulas o generales, la capilla y la singular escalera renacentista que conduce a la Biblioteca. En medio del claustro, sencillo y austero, había un poste, en el que los maestros atendían las consultas de los alumnos y resolvían sus dudas, pues en clase no podían ser interrumpidos. De repente, comenzaron a entrar en el patio bandadas de estudiantes, todos vestidos con la característica loba o sotana corta y sin mangas, gregüescos, bonete chato y manteo de paño. “¿Qué sucede?”, pregunté a uno de ellos. “Se trata del maestro fray Luis, que acaba de salir de la cárcel de Valladolid por haber traducido el Cantar de los Cantares a la lengua vulgar y se reincorpora hoy a su cátedra”.

Empujados por uno de los grupos, nos adentramos en una de las aulas, donde muchos otros aguardaban desde hacía horas, a pesar de que los bancos eran incómodos y estrechos. Al poco rato llegó el agustino, en medio de un silencio expectante. Debía de tener unos cincuenta años; el rostro era redondo, el color de su pelo trigueño y los ojos verdes y vivos. Desde lo alto de su cátedra, nos miró a todos con emoción y comenzó a decir:Dicebamus hesterna die”, o sea: “Decíamos ayer”. Y continuó luego su clase, como si no hubiera pasado nada, en el mismo punto en el que la había dejado casi cinco años antes. Toda una lección para los allí los presentes y más para los que veníamos de casi cinco siglos después.

Vacaciones en la Historia: postales desde el pasado.

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